La ruptura pactada
de Cataluña con el resto de España requiere más tiempo y menos amenazas. Las
posiciones inmovilistas podrían desbloquearse encargando la tarea política a
las comunidades históricas
EULOGIA MERLE |
Nuestra democracia tiene un problema
ineludible en Cataluña. Cuando una parte significativa de españoles que viven
en Cataluña, o de catalanes que viven en España a través de Cataluña, están muy
descontentos con los términos del vigente contrato de convivencia y quieren romperlo,
todos los españoles tenemos una dificultad importante. Por mucho que algunos se
empeñen en taparse los ojos esperando que se desvanezca solo, no lo hará y
aunque el paso del tiempo pueda reducir su efervescencia (¿qué pasa al día
siguiente de una declaración unilateral de independencia, aprobada por el
próximo Parlament tras unas elecciones plebiscitarias?), ganará en
enconamiento, si no somos capaces de encontrarle soluciones positivas.
Debemos empezar enmarcando
correctamente la situación: no es un problema “con” Cataluña, sino “en”
Cataluña, ya que la misma existencia de dos entidades abstractas,
esencialistas, monolíticas y diferentes, como España y Cataluña, forma parte de
la visión interesada de los nacionalistas, que no compartimos quienes no lo
somos. Mucho menos, si se presenta como la confrontación de una entidad contra
la otra, ¡desde hace 300 años! En primer lugar, porque no solo España es plural
(se puede vivir en Madrid y no ser centralista), sino que Cataluña también es
plural (hay catalanes que no quieren la independencia). Pero, sobre todo,
porque la relación entre el todo y una de sus partes más dinámicas, por muy
complicada que sea, nunca es de suma cero (una gana lo que la otra pierde), ya
que o ambas ganan, o ambas pierden.
En los últimos 35 años, gracias
sobre todo al sistema autonómico constitucional, ambas partes han ganado con lo
que ganaba la otra. Eso explica que, dentro de la dinámica típica del debate
democrático entre intereses diversos y recursos escasos, “España” ha estado
interesada en sacar adelante asuntos que beneficiaban a “Cataluña” y “Cataluña”
ha estado interesada en contribuir a la gobernabilidad de “España”, sobre todo,
cuando la no existencia de mayorías absolutas en el Parlamento concedía mayor
poder de decisión a los votos de partidos que solo se presentaban en Cataluña.
Porque si le va bien a Cataluña, le va bien a España, y que le vaya bien a
Cataluña depende, en parte, de lo que haga el Gobierno de España en una
relación marcada más por la existencia de una tupida red de intereses cruzados
a lo largo de los siglos, que por el simplismo de buenos y malos, agrupados a
cada lado de la raya.
Desde hace dos años, sin embargo,
uno de los principales actores que mantenía en funcionamiento tan compleja
ecuación dinámica, ha cambiado el signo que venía caracterizándole desde la
instauración de la democracia. Con la sentencia (2010) del Tribunal
Constitucional sobre el Estatut como excusa, la principal coalición política de
Cataluña, Convergencia i Unió, ha movido radicalmente su posición histórica
desde el nacionalismo democrático, hacia el soberanismo independentista que,
hasta ahora, era patrimonio de otras fuerzas minoritarias. Con ello, ha
abandonado el posibilismo por la utopía, el pacto por la confrontación y la
búsqueda de soluciones por el agravamiento del problema.
No voy a analizar si tal reacción
está más o menos justificada, o si es más o menos desproporcionada. Viví, como
ministro del ramo, los avatares de la negociación del Estatut, cuyo texto final
voté como diputado convencido de su bondad como expresión del mejor acuerdo
posible en aquel momento. Además, creí un error político grave el partidismo
que llevó al PP a recurrir ante el Constitucional artículos del Estatut que
había aceptado en otros textos de reforma estatutaria, como también considero
inadecuado que el Tribunal Constitucional se pronuncie después de un
referéndum, aunque es lo que marca la ley, e igualmente creo que su sentencia,
por debajo de la espuma, descalificaba más a los recurrentes que a los
defensores del texto aprobado en el Parlamento, es decir, que se pudo hacer,
desde los partidos catalanes, otra lectura política de la misma.
Me interesa más desarrollar el
clásico “y ahora, ¿qué?”, empezando por descartar, con rotundidad, dos ideas:
no creo que el problema se resuelva mediante el “tancredismo” de esperar a que
escampe o, confiándolo todo al calor de la recuperación económica o de una mejora
en el sistema de financiación autonómico. Pero tampoco creo que la solución sea
embarcar a la sociedad catalana en una aventura independentista revestida de
carta a los Reyes Magos y de supuesto ejercicio elemental de democracia,
saltándose las reglas que dan sentido, precisamente, a la verdadera democracia
(todo dictador que se precie, gana referendos).
En el momento actual, a partir de
todo el camino ya recorrido, solo veo tres movimientos posibles para la
coalición gobernante en Cataluña: primera, plantear irse de todas todas, haga
lo que haga el resto de España; segunda, estar dispuesta a irse de España como
último recurso, si no se encuentra una solución satisfactoria al actual
memorial de agravios (que convendría conocer); tercera, irse, pero solo si se
hace de mutuo acuerdo con lo que quede de una España sin Cataluña (y lo que
pueda significar ese movimiento para el nacionalismo vasco, o canario). Cada
una de estas posiciones enmarca el campo y las reglas del juego político de una
manera radicalmente diferentes. Si defiende irse en cualquier caso, posición
que parece expresar, a veces, el president Mas, no hay terreno para
ninguna negociación con “España”, ni se tienen que respetar las leyes
constitucionales vigentes que son, precisamente, con las que se quiere romper.
Es un escenario de confrontación pura y dura, que solo deja a la otra parte la
confrontación como única respuesta. Hay demasiados ejemplos recientes sobre lo
dañino de este supuesto, como para que me extienda en la irresponsabilidad que
contrae quien se deslice en espiral por el mismo.
El escenario de una independencia
“pactada”, solución, al parecer, propuesta por algunos dirigentes de Unió,
debería llevar a una actitud diferente por parte de quien debe buscar convencer
al otro, y no solo a los propios, de la bondad de la independencia. Se trataría
de hacer pedagogía en toda España con argumentos a favor de la tesis de que
ambas partes ganan con la ruptura o que, al menos, es la menos mala de todas
las opciones posibles. Una ruptura pactada requiere más tiempo (décadas en el
caso de Quebec o Escocia sin haberlo conseguido, no tres años que llevamos
aquí), menos amenazas (habría que retirar el referéndum anunciado
unilateralmente) y, sobre todo, menos insultos (expolio fiscal, agresión
histórica, parásitos, etcétera). Amenazar con la independencia de Cataluña para
forzar un acuerdo que nos permita seguir viviendo juntos en España, aunque con unas
reglas del juego remozadas, parece, pues, el escenario más deseable y,
seguramente, más probable. Sin embargo, muchos nos preguntamos si para acabar
forzando un acuerdo, hacía falta cargar las alforjas de tanta dinamita
(¿tendría el independentismo la fuerza que tiene hoy en Cataluña, si la actual
cúpula de CiU no le hubiera dado carta de naturaleza con su giro político?).
Pero si hay que trabajar por
encontrar una salida, renegociando a fondo las actuales reglas de la
convivencia entre españoles, por ejemplo, mediante un nuevo Estatut y una
reforma federal de la Constitución, o empezamos a exigir a los actuales sujetos
políticos del juego que den pasos relevantes en esa dirección cambiando de
manera drástica la actitud que vienen desempeñando hasta ahora (inmovilidad versus
salto en el vacío), o cambiamos a los actores protagonistas, o encargamos la
tarea a unos sujetos políticos distintos, pero muy directamente interesados:
las otras comunidades autónomas, unas instituciones del Estado capaces de trascender
la partitocracia. Solo una ruptura procedimental como esta podría sacar el
asunto de la vía única por la que marchan los dos trenes en direcciones
opuestas. Una autoconvocatoria de los presidentes de las comunidades
históricas, País Vasco, Galicia y Andalucía para empezar a abordar el problema,
con la Comisión General de Comunidades Autónomas del Senado como marco legal de
referencia, podría cambiar los términos del debate, desbloqueando la actual
situación donde solo podemos perder todos, hacia otro escenario en el que, tal
vez, todos podamos ganar. ¿Quién da el primer paso?
Jordi Sevilla fue ministro
de Administraciones Públicas entre 2004 y 2008.
Fuente: www.elpais.com
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