Hubo una vez un tiempo remoto en el que los huevos
eran lujo exclusivo para los que caían enfermos en casa...
nuevatribuna.es | Capitán Lagarta | Cuerpo
de Guardia | 20 Febrero 2014 - 17:47 h.
Capitán
Lagarta | Los
que ya peinamos alguna cana hemos oído un sinfín de veces a nuestros viejos,
cuando no queríamos tragar aquellos memorables potajes, aquello de “hambre
tenías que tener”. Ahora, para que coman, se asusta a los críos con otra
crueldad, si cabe, más cruel: “come!, que hay niños que se mueren de hambre”.
Esto del hambre, que es algo asociado al calendario, “hay más días que
ollas” decía mi abuela o “me sobra mes al final del sueldo” que
diríamos hoy, hizo que algunos alimentos quedasen tan fijados en los circuitos
neuronales de la memoria ancestral genogastronómica que a veces se nos antojan
caprichosamente y sin saber por qué. En los puestos superiores del ranking de
anhelos muy probablemente figure el bocadillo de jamón serrano, pero es seguro
que el lugar de honor está ocupado por el más arquetípico de todos los antojos:
el par de huevos fritos. Hubo una vez un tiempo remoto en el que los huevos
eran lujo exclusivo para los que caían enfermos en casa. Eran tiempos de antes,
aún andaba el demonio por los caminos; eran huevos de antes. Eran los tiempos
del estraperlo; tiempo de huevos clandestinos. Eran tiempos de crujir de
tripas; tiempos de hambre puñetera. Cuentan que una vez, en aquellos años, en
una pequeñita casa labriega, un frío día de invierno habían invitado al cura a
comer, aunque en realidad era él quien, avisado por su bandullo de que era
pronta ya la hora del yantar, se había convidado haciéndose el remolón
embrollándose interesadamente con algunas teologías, dogmas de fe y otros
misterios hoy en día aún sin resolver. Dicen que era uso y costumbre, algo
normal en el clero de base, el de aldea, visitar todas las casas, las de los
ricos y las de los pobres. Ese día en la casa había gente, nueve contando con
el cura, y mantel de cuadros, y platos de porcelana, y poco para llevar a la
boca. Pero aunque casa digna fuese, lo único elegante que había para comer el
día que se presentó el páter, era un huevo, proteico pero único, viudo, sólo.
Una vez se hubieron sentado todos a la mesa, la matriarca, que ya había hecho
sus cálculos -el huevo para el páter y caldo para los demás- haciendo de
elegante anfitriona preguntó al cura: “¿cómo quiere el huevo padre?” y
éste, solemne, sintético, impávido, respondió con su cara de cura y sus manitas
de cura cruzadas sobre la negra sotana que le cubría la tripa: “fritos hija,
fritosss”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario