02 febrero
de 2014
Antonio Antón
Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
La
corrupción alcanza al núcleo dirigente de China. Según los datos publicados por
el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), al
menos trece parientes próximos de la más alta jerarquía china están
involucrados en un gran enriquecimiento ilícito, la creación de sociedades
opacas en paraísos fiscales y la evasión y utilización fraudulenta de
capitales, unos 150.000 millones de dólares. Es la punta del iceberg que afecta
al actual y el anterior presidente chino, a la cúpula gubernamental y militar,
así como a dirigentes empresariales. Su máxima expresión pública es la gran
ostentación de lujo, tráfico de influencias y abuso de poder, entre otros, de
los llamados príncipes, hijos y descendientes de la vieja élite
revolucionaria china. Se produce en el contexto del reciente cambio de la
cúpula comunista que, ante el gran descontento social, había reconocido la
existencia de una amplia corrupción en distintas esferas y se había
comprometido con cierta limpieza de elementos corruptos (de tigres –dirigentes-
y moscas –ciudadanos de a pie-).
Estos
hechos evidencian la amplitud, la persistencia en el tiempo, la sofisticación
de los métodos y la falta de escrúpulos políticos o morales de altas
personalidades de las capas gobernantes y económicas chinas. Por mucho que sus
dirigentes pretendan censurarlos ante su opinión pública, son un factor que
abunda en la crisis de legitimidad popular, y en el ámbito internacional, de la
actual élite china. Disminuye la credibilidad de su retórica de transparencia y
lucha contra la corrupción, atajar los fundamentos de desigualdad social y
abordar un desarrollo económico, social y medioambiental más ‘equilibrado’.
La
actual dirección comunista se enfrenta a una gran encrucijada: o profundiza su
acción contra la corrupción, se plantea revertir el proceso de fuerte
desigualdad social, generaliza la protección social pública y la integración
social y favorece la democratización política y los derechos ciudadanos, o
bien, incrementa las brechas sociales y las dinámicas de desvertebración
social, territorial y económica, refuerza su autoritarismo y los privilegios de
las capas dirigentes y acentúa su declive de legitimidad popular.
Las
élites chinas tienen por delante un gran desafío. Su principal estrategia de
acelerado crecimiento económico no es suficiente para asegurar la estabilidad
del régimen. Su discurso liberal, sobre la bondad del enriquecimiento sin
límites, no asegura su hegemonía cultural ni sirve para aplacar el descontento
popular. Su tipo de crecimiento económico, con una distribución tan desigual de
sus frutos, concentrados en una cúpula oligárquica y a costa del extraordinario
esfuerzo, explotación y subordinación de las capas populares chinas, ya no
garantiza la cohesión social. Su apuesta por reforzar la hegemonía
institucional de su actual élite política y asegurar su continuidad en un marco
institucional autoritario, con represión de las protestas populares, es un
callejón sin salida y lleva al aumento del conflicto social y político. Ni la
ética confuciana de la armonía y el equilibrio, ni la ética socialista de la
igualdad son fuente legitimadora de la actual estrategia de la cúpula
dirigente. Su política tiene graves problemas de justificación pública con el
nuevo pensamiento de esta nueva época de reformas, amparadas en el
‘enriquecerse’. Ha permitido una gran acumulación de riqueza, pero la carrera
por su apropiación ha descubierto que los que partían de una posición de
ventaja, en las esferas del poder, no han tenido límites y han reforzado sus privilegios,
su dominio y su distancia respecto de la mayoría de la sociedad. No obstante,
tienen un grave problema de desconfianza y rechazo de la población.
Pero,
la corrupción y su extremada gravedad, están asentada en fuertes procesos de
incremento de la desigualdad social, en la conformación de mayores distancias y
brechas sociales entre las élites y la mayoría del pueblo chino. Veamos algunos
datos de la dimensión de este problema de fondo.
En
China, en la última década se ha producido un gran incremento de la desigualdad
social: el coeficiente Gini, ha ascendido fuertemente desde el año 1999 (39,2),
pasando por 2004 (46,5), hasta el año 2009 (61,0); en este periodo su aumento
es de más de un 50%. Supone que aunque su gran crecimiento económico ha
permitido una mejora sustancial del nivel de vida medio, incluido las amplias
capas populares rurales, se han incrementado las distancias entre las capas
dominantes (unos pocos millones de la élite económica e institucional), las
llamadas clases medias (urbanas), que según diversas fuentes alcanzan los
trescientos millones de personas y se están consolidando, y la mayoría de la
población (más de mil millones), cuyo progreso comparativamente es menor. Así,
ésta percibe las grandes desigualdades y el aumento de las distancias con los
sectores acomodados y las élites. Merece una reflexión más detenida por el
debate sobre la relación entre igualdad y modelos económicos y políticos, ya
que tiene implicaciones especiales por su sistema económico y político,
formalmente de orientación comunista.
La
particularidad en China es que se ha generado, al mismo tiempo, un doble
movimiento: gran aceleración del crecimiento económico y fuerte aumento de la
desigualdad social. Hay que partir del reconocimiento del importante aumento de
actividad económica en estas últimas décadas de liberalización económica y
desarrollo productivo intensivo. Aun así, hay que advertir que la renta por
habitante es todavía la cuarta parte de la de España (unos 400 euros mensuales)
y que los grandes planes de estímulo económico aprobados recientemente,
persiguen duplicar en siete años (hasta el 2020) su renta media por habitante,
que todavía llegaría solo a la mitad de la española (y muy lejana a la de
EE.UU., Alemania o Japón). La tensión entre crecimiento, que es la apuesta
principal de su régimen, y la desigualdad es muy fuerte. Medida por el índice
Gini (según datos de la ONU), en poco más de las dos últimas décadas, entre los
años 1985 (0,288), en que estaba en un nivel bajo, similar a la media europea,
y 2008 (0,61), uno de los más altos del mundo, la desigualdad social se ha
duplicado.
Esa
doble dinámica, con aumento de capacidad adquisitiva media pero con mayores
brechas sociales, es el fundamento de las numerosas y amplias protestas
populares (huelgas, manifestaciones y disturbios), que se han multiplicado por
veinte en los últimos quince años, desde mitad de los noventa. Están claras las
dificultades de legitimación de la actual élite china. Ésta no se puede
legitimar en la retórica clásica de las izquierdas de la igualdad o en un
desarrollo ‘equitativo’ (social y medioambientalmente) o en la defensa de los
intereses del pueblo, como dice su discurso. Su intento de justificación se vuelca
en el aumento del nivel de vida, pero desigual y ecológicamente insostenible.
Consideran inevitable los grandes ‘incentivos’ para el estímulo de sus capas
acomodadas, basados en el reparto desigual, la consolidación de privilegios de
las élites y el control del poder, evitando las libertades políticas. Es un
asunto mucho más profundo que el síntoma reconocido por sus dirigentes y que
les preocupa, de la corrupción rampante en su burocracia política y su nueva
capa empresarial.
Contando
con su fuerte atraso previo, el sistema económico chino, de modernización
acelerada pero con fuerte incremento de la desigualdad y un modelo social
frágil (sin Estado de bienestar, ni suficiente cobertura pública de la
protección social, la vivienda o la sanidad), no supone ningún atractivo para
las clases trabajadoras europeas; todo lo contrario, aquí se ve con recelo al
ser utilizado, dentro de la actual globalización económica, como argumento para
el recorte de los derechos sociales, laborales y de empleo. El mayor país llamado
‘socialista’ no está asociado a la igualdad. Pero, con su régimen autoritario,
sus élites tampoco pueden dar lecciones de desarrollo democrático y respeto al
pluralismo y las libertades civiles y políticas. Sobre todo, tienen un grave
problema de legitimidad entre su pueblo y, según ellos mismos, si no corrigen
la corrupción generalizada (la apropiación de riquezas y la desigualdad
desenfrenadas) puede llevar al traste la estabilidad de su régimen.
El actual desvelamiento de la grave
corrupción entre las altas esferas supone un jaque a la élite china, que tiene
un gran reto por delante, de modernización sostenible, igualdad y
democratización, si quiere evitar el declive de su legitimidad y el
cuestionamiento abierto de la hegemonía de su poder.
Fuente: www.publico.es
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