La Constitución define un concepto de
nación como conjunto de ciudadanos iguales en derechos, sin connotaciones
identitarias. Apenas nadie rechaza hoy su estructura territorial, no hay
peligro de centralismo
EVA VÁZQUEZ |
Mi viejo y querido amigo Luis Feduchi me reprochó hace unos
meses que en mis artículos sólo tratara del nacionalismo catalán y muy poco, o
nada, del español. Le prometí escribir sobre el tema. Ahí va el artículo, Luis.
Aclaremos el punto de partida. Nacionalismo deriva de
nación, pero no de cualquier concepto de nación sino, al menos en el contexto
europeo moderno, de uno específico: del concepto de nación identitaria (o
cultural), muy distinto al de nación jurídica (o política).
Sin entrar en complejas disquisiciones, entendemos por
nación identitaria aquella comunidad cuyo vínculo de unión entre las personas
que la componen está basado en un sentimiento de pertenencia debido a compartir
ciertos rasgos peculiares que condicionan o determinan su personalidad
individual. Estos rasgos, de naturaleza más o menos objetiva, suelen ser una
lengua, una religión, una raza, un pasado histórico común, una cultura, un
territorio o unas arraigadas costumbres. Se considera que tales rasgos —todos,
algunos o solo uno de ellos— confieren una identidad colectiva nacional que
genera una corriente de afecto mutuo y de solidaridad entre sus miembros, capaz
de crear una sociedad diferenciada respecto de su entorno.
Muy distinto es el concepto de nación jurídica (también
denominada nación política). Desde esta perspectiva, la nación está formada por
un conjunto de personas libres e iguales en derechos, es decir, por ciudadanos,
que residen en un determinado territorio y cuyo vínculo de unión es una
Constitución elaborada y aprobada por ellos mismos o por sus representantes. Su
función consiste en delimitar el ámbito de libertad de estos ciudadanos
mediante normas jurídicas y garantizarlo mediante órganos institucionales. A
este conjunto de normas y órganos le denominamos Estado de Derecho y, si
asegura la igual libertad de todos, le añadimos los calificativos de
democrático y social.
Por tanto, uno y otro concepto son muy distintos. En un
caso, el vínculo de unión deriva de determinados rasgos naturales o culturales;
en otro caso, de valores —libertad e igualdad— asegurados jurídicamente
mediante normas de conducta o de organización. ¿Son incompatibles ambos tipos
de nación? No necesariamente. Sólo serán incompatibles si se considera que la
identidad nacional, una construcción ideológica derivada de los rasgos antes
dichos, determina, condiciona y, en definitiva, limita, la igual libertad de
los individuos.
El nacionalismo identitario es democráticamente legítimo ya
que está amparado por la libertad de pensamiento, pero deja de serlo cuando se
impone como obligatorio. Es entonces cuando se le suele denominar nacionalismo
excluyente, contrario al pluralismo ideológico, imprescindible en todo Estado
democrático. Cuando en tiempos de Franco se decía que alguien era antiespañol,
o en tiempos democráticos se tacha a algunos de ser anticatalanes o antivascos
(o antiespañoles), se está hablando desde esta perspectiva excluyente. Es tan
legítimo, desde un punto de vista democrático, ser nacionalista como no serlo.
Pero negar esta última alternativa, sostener que hay que ser “nacionalista de
alguna nación”, no es conforme con los principios y valores democráticos. Así
pues, el nacionalismo deriva de la idea de nación identitaria, no de la idea de
nación jurídica, porque esta, precisamente, se basa en los valores universales
que inspiran el Estado democrático de Derecho.
Establecidos estos presupuestos, contestemos a la pregunta
formulada en el título: ¿existe el nacionalismo español? Naturalmente que sí.
Con toda legitimidad democrática, muchos ciudadanos de este país son
nacionalistas españoles. Ahora bien, ¿el nacionalismo español es hoy
predominante en la sociedad, en el mundo cultural y en el sistema jurídico y
político? En todo el siglo pasado, y en buena parte del anterior, tanto el
debate social como el intelectual estuvo muy centrado en esta cuestión.
Asimismo, la acción política del Estado, un Estado muy centralizado, intentó
“nacionalizar” a los españoles, imbuirles de una ideología nacionalista
identitaria. La influencia del nacionalismo español fue, entonces, muy
predominante.
En la derecha conservadora, desde los tiempos de Cánovas y,
especialmente, debido a la potente influencia de Menéndez Pelayo, el
nacionalismo español se basaba en la religión católica, en la monarquía y en
una determinada versión de la historia. Es el vulgarmente llamado
nacional-catolicismo. Esta tendencia, con muchas variantes, seguirá
predominando hasta el final del franquismo. Maura, Vázquez de Mella, la CEDA,
el segundo Maeztu, Acción Española o Calvo Serer son, entre muchos otros,
prueba de ello.
Por otro lado, las corrientes liberales y progresistas
también serán nacionalistas: en versiones laicas, republicanas y románticas,
pero todas muy preocupadas por determinar la esencia de España, su origen
histórico o el carácter de los españoles: Giner de los Ríos, la generación del
98, Altamira, Menéndez Pidal, Madariaga, Américo Castro, Sánchez de Albornoz o
el Laín Entralgo posfalangista, estarían en esa línea, también muy diversa y en
general empeñada en reducir España a Castilla. Ortega y Azaña pasan por etapas
varias, todas ellas, en mayor o menor medida, con ese mismo sesgo. También
muchos socialistas (De los Ríos, Araquistain, Prieto) pueden incluirse en este
grupo.
Resultado: España, la idea nacionalista identitaria de
España, dominaba el debate y el Estado centralista —con la relativa excepción
de la II República— permanecía incólume. Por todo ello, por darle mil vueltas
al “ser” de España, Juan Marichal se refirió a la obsesiva “introspección
histórica española”. De no nacionalistas hubo pocos, aparecieron al final de esta
época y fueron muy variados: apenas encontramos a Francisco Ayala, Gonzalo
Fernández de la Mora o Julio Caro Baroja.
Pero esto empezó a cambiar hacia los años sesenta y,
definitivamente, a partir de la aprobación de la Constitución de 1978. Allí se
definió una concepción de nación española en sentido jurídico, entendida como
pueblo español, como conjunto de ciudadanos españoles iguales en derechos, sin
connotaciones identitarias. España era considerada como un Estado Social y
democrático de Derecho, la soberanía nacional residía en el pueblo, en el poder
constituyente, y la unidad era compatible con la autonomía política de las
nacionalidades y regiones. Esta estructura territorial, la de la España de las
autonomías, apenas nadie la rechaza hoy, no hay peligro de vuelta al Estado
centralista.
Pero además de descentralizarse internamente, España se
abrió también hacia el exterior con la entrada en la UE, al ir transfiriendo
incesantemente competencias a Bruselas; entre ellas, nada menos que la de
emitir moneda. Por otro lado, la fuerte inmigración de los últimos quince años
no ha dado lugar a un nacionalismo xenófobo español, no hay partidos de extrema
derecha, ni antieuropeos ni antiinmigración, como sucede en la mayor parte de
Estados de la UE.
Como dijo Santos Juliá al final de su libro Historias de
las dos Españas, “cuando se habla el lenguaje de la democracia resulta, más
que embarazoso, ridículo, remontarse a los orígenes eternos de la nación, a la
grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores; carece de
sentido hablar de unidad de cultura, de identidades propias, de esencias
católicas; los relatos de decadencia, muerte y resurrección, las disquisiciones
de España como problema o España sin problema se convierten en curiosidades de
tiempos pasados. El lenguaje de la democracia habla de Constitución, de
derechos y libertades individuales, de separación y equilibrio de poderes y,
entre españoles, de integración en el mundo occidental, de ser como los
europeos…”.
Eso es lo que sucedió en España, a excepción de Cataluña,
País Vasco y, en mucha menor medida, Galicia y alguna otra comunidad. ¿Hay
nacionalismo español? Sin duda hay nacionalistas españoles, de tendencias muy
distintas, pero con escasa influencia política, social y cultural. Si continuamos
por ese camino, y se rectifica en las comunidades citadas, quizás lleguemos a
aquella situación ideal deseada por Harold Laswell, un clásico de la ciencia
política: “Nación feliz, sin duda, la que no tiene ningún pensamiento sobre sí
misma”.
No sé si estarás de acuerdo, querido Luis. En todo caso,
pronto hablamos.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho
Constitucional.
Fuente: www.elpais.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario