Vicenç
Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra
25 de marzo de 2015
El Estado
español ha heredado muchos de los aparatos y aspectos represivos del Estado
dictatorial, resultado del desequilibrio de fuerzas existentes durante el
periodo de Transición (con gran dominio de las fuerzas conservadoras sobre el
aparato del Estado y sobre los medios de información), pasando de una de las dictaduras
más sangrientas que haya conocido Europa (según el mayor experto en el tema de
la represión fascista en Europa, el Profesor Malekafis de la Universidad de
Columbia, por cada asesinato político que cometió la dictadura liderada por
Mussolini en Italia, la dictadura liderada por el General Franco cometió más de
10.000, siendo todavía hoy España, después de Camboya, el país que tiene mayor
porcentaje de población desaparecida por razones políticas) a una democracia
muy incompleta. Todavía hoy España es uno de los países de la Unión Europea con
mayor número de policías por 10.000 habitantes, y con menor número de adultos
por cada 10.000 habitantes que trabajen en los servicios públicos del Estado
del Bienestar como sanidad, educación, servicios sociales y otros.
Uno de los
aparatos del Estado que ha cambiado menos ha sido precisamente el estamento
judicial, que continúa profundamente conservador, característica aún más
acentuada en los altos niveles de la judicatura. Tal cuerpo funcionarial se ve
a sí mismo como el máximo defensor, ya no de la justicia, sino del Estado, hoy
controlado por los dos partidos mayoritarios del país y que son determinantes
de su permanencia y de sus funciones.
¿Quién no
respeta la democracia?
La democracia
española, conocida internacionalmente por su escasa calidad, es enormemente
incompleta (ver mi libro Bienestar insuficiente, democracia incompleta. De
lo que no se habla en nuestro país, Anagrama, 2002). Y tal aparato
judicial, en sus elevadas instancias, es el máximo defensor de sus carencias.
Un ejemplo, entre miles, es la sentencia del Tribunal Supremo condenando a
algunos de los participantes de la manifestación en la que dificultaron el
acceso de los diputados al Parlament de Catalunya, el día que se tenía que
aprobar uno de los presupuestos más austeros y con más recortes que el gobierno
catalán (también conservador) haya aprobado desde que existe democracia. Aquel
día, el movimiento 15-M (uno de los movimientos más saludables que hayan
existido en España en los últimos años) había convocado una protesta frente al
Parlament, donde se iba a aprobar la citada ley. Predeciblemente, la mayoría de
los actos programados no habían sido autorizados ni permitidos (en contra de lo
que indica la Constitución Española) por la policía autonómica, los Mossos
d’Esquadra -dependientes de la Generalitat de Catalunya- que los reprimió. El
objetivo de la manifestación era no solo protestar por la aprobación de tales
presupuestos, sino también denunciar el carácter antidemocrático de tal aprobación,
ya que el Parlament no tenía ningún mandato popular que la justificara,
pues en ninguna de las ofertas electorales de los partidos gobernantes
estaba la de hacer tales recortes.
Era un acto
democrático, de desobediencia civil y mayoritariamente pacífico, protegido, de
nuevo, por la tan manoseada Constitución Española. Igual de predecible fue la
respuesta de la mayoría de los medios de información que, traduciendo y
reflejando su escasa cultura democrática, presentaron tales manifestaciones
como antidemocráticas y contrarias al poder popular representado por el
Parlament, ignorando que la desobediencia civil era y es un componente
fundamental del proceso democrático. EEUU no tendría un presidente de raza
negra si no hubiera habido desobediencia civil en aquel país.
La
desobediencia civil es parte del proceso democrático
En realidad, en
las mismas fechas en que ocurrían los hechos en Barcelona, hubo una
manifestación muy parecida en el Estado de Wisconsin, en EEUU, cuando su
Parlamento iba a aprobar los presupuestos de ese Estado, gobernado por el Tea
Party (la ultraderecha que controla el Partido Republicano en aquel país). Los
presupuestos eran también de los más austeros que hubiera aprobado tal
Parlamento, sin que dichas medidas hubiesen constado en la oferta electoral del
Partido Republicano. Las medidas movilizaron a sectores de la población,
liderados por los sindicatos, que organizaron la manifestación frente al
Parlamento. En aquel acto, los manifestantes que rodearon el Parlamento también
dificultaron el acceso de los parlamentarios (con la complicidad por cierto,
del Partido Demócrata, que estaba en la oposición al gobierno). Pero en este
caso ninguna persona fue llevada a los tribunales ni tampoco hubo ningún
asistente herido o apaleado por la policía.
No así en
Barcelona, donde la policía sí cargó contra unos manifestantes que eran
pacíficos en su gran mayoría (ver mi artículo “En defensa del 15M en
Barcelona”, Público, 10.04.2014). Y, es más, varias personas
fueron llevadas a los tribunales. La Audiencia Nacional, sin embargo, los
absolvió, argumentando correctamente que tales actos encajaban dentro del
proceso democrático, y que las formas de presentar su disconformidad estaban en
parte justificadas por la falta de oportunidad de expresar su desacuerdo en los
mayores medios de información, a los cuales no tienen acceso tales movimientos
críticos. Tal dictamen habría supuesto una brecha de esperanza, abriendo la
posibilidad de reforma del cuerpo judicial. Pero tal esperanza era en vano. La
fiscalía no abandonó su objetivo, que no era el de hacer justicia, sino el de
hacer un escarmiento, un objetivo compartido por el Tribunal Supremo,
que dictó que los imputados deberían estar encarcelados nada menos que tres
años, decisión injusta y a todas luces desproporcionada. Incluso, en el caso de
que tales personas ajusticiadas hubieran actuado incívicamente, molestando
físicamente a los parlamentarios (lo cual es criticable y punible), la pena de
tan largo encarcelamiento es un indicador de la mentalidad represiva de un
aparato del Estado, que considera que su función es proteger por todos los
medios al Estado, sea o no la medida injusta, como lo había sido en este caso.
Por otra parte,
los manifestantes del 15-M no carecían de razón, y fueron sus personajes más visibles
los que recibieron una sanción. Pero la pregunta que no se ha hecho y debería
hacerse es, ¿quién sanciona a los representantes de la ciudadanía cuando en el
curso de su trabajo toman decisiones por las cuales no tienen mandato, perjudicando
y dañando el bienestar de millones de personas que no tienen medios para
defenderse? Limitar la sanción a que dejen de ser elegidos la próxima vez que
se llame a las urnas es tergiversar el principio democrático, que exige que sea
la población la que decida sobre aquellas decisiones públicas que afectan sus
vidas y su bienestar. La desobediencia de los parlamentarios frente al mandato
popular y electoral recibido debería penarse, pues, consecuencia de su
acción antidemocrática, miles de personas salen perjudicadas. Precisamente para
prevenir este daño, los manifestantes del 15-M se movilizaron para impedir que
se hiciera aquel acto antidemocrático que iba a tener lugar en el Parlament.
Eran aquellos manifestantes los que estaban intentando evitar que se
corrompiera el principio democrático que requiere que los representantes
representen a sus representados, en vez de a intereses que no son afines a la
voluntad popular. El hecho de que algunos –una enorme minoría- forzaran algunos
actos incívicos entre los asistentes, no borra la actitud de nobleza
democrática de tal movilización.
Fuente: www.publico.es
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