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| Daniel Kaplún 12 de Marzo de 2015 (20:09 h.)
La
película argentina “Relatos salvajes” consta de seis episodios,
aparentemente independientes entre sí, pero unidos por un mismo eje común: la
espiral del conflicto cuando ninguna de las partes en liza es capaz de ponerle
freno mediante una mínima concesión. Especialmente significativo, en ese
sentido, es el que protagonizan Leonardo Sbaraglia y Walter Donado, conductores
el uno de un flamante Audi A4 y el otro de un decrépito Peugeot 504. Ambos se
encuentran en una empinada cuesta, y cuando el primero intenta adelantar
al segundo, éste se empeña en impedírselo. El del Audi finalmente lo logra y
(como era de esperar) al hacerlo insulta y dirige gestos obscenos al otro.
Algunos kilómetros después, el Audi se ve obligado a detenerse por un pinchazo,
el Peugeot le alcanza y se detiene delante suyo, momento a partir del cual se
desencadena una imparable espiral de violencia, que termina con la muerte de
ambos carbonizados en el interior del Audi. Interrogado por los infaltables
periodistas, el comisario que dirige la investigación indica que su hipótesis
de partida es “crimen pasional”.
Obviamente,
se trata de pura ficción, pero cargada de simbolismo. Y no puedo evitar
referirlo a la actual situación de Izquierda Unida, y particularmente a su
federación de Madrid (IU-CM) y sus conflictos internos.
Como
supongo que es sabido por los lectores, este conflicto tiene dos aristas:
- La exigencia, por parte de la dirección federal y una parte de la militancia madrileña, del cese y expulsión de los portavoces de IU-CM en el Ayuntamiento de la capital y en la Asamblea de Madrid, Ángel Pérez y Gregorio Gordo, por su presunta responsabilidad política in vigilando en el caso de las tarjetas opacas de Caja Madrid.
- Los criterios a seguir frente a las propuestas para la formación de candidaturas comunes de la izquierda, en principio (y por el momento) sólo para el Ayuntamiento capitalino y (en estado aún embrionario) algunas otras localidades importantes de la Comunidad.
Siendo
militante de esta organización y residiendo en la Comunidad de Madrid (aunque
no en la capital), me es imposible mantenerme neutral frente a esta situación,
ni lo pretendo. Pero, en aras de no echar más leña al fuego, procuraré tomar
cierta distancia y esbozar algunas explicaciones que creo que pueden facilitar
al menos una comprensión algo más amplia de la problemática que nos aqueja,
introduciendo ciertos elementos quizá no considerados hasta ahora.
También
en aras de ese distanciamiento, dejaré de lado el rifirrafe sobre el cese de
los portavoces, que considero un mero pretexto encubridor del problema de
fondo, que es el de la convergencia, sus modalidades y sus limitaciones.
En un artículo publicado en este mismo medio relataba el
proceso que dio lugar a la fundación, en el Uruguay de 1971, del Frente
Amplio y sus principales características organizativas, que, a mi juicio,
constituyen una parte sustancial de la explicación de su longevidad, y de su
(muy posterior) éxito electoral. Y señalaba las similitudes entre la actual
coyuntura española y la uruguaya de finales de la década del 60 y principios de
la del 70 del siglo pasado, pero también sus diferencias, tanto desde el punto
de vista legislativo como (sobre todo) idiosincrático.
No
me extenderé nuevamente al respecto, los lectores pueden consultar el artículo
si desean profundizar sobre la cuestión. Simplemente, quiero reiterar que el
Frente Amplio es uno de los pocos ejemplos actualmente existentes de unidad
popular que ha logrado sobrevivir durante más de cuatro décadas, superar 12
años de durísima represión y (aún más difícil) gobernar durante una
década completa y conquistar una tercera legislatura sin romperse. Ese solo
hecho ya le convierte en un caso digno de estudio y reflexión para quienes
estamos convencidos de la necesidad de algún tipo de unión de las fuerzas de
izquierda en este país, como única forma de abrir paso a un cambio real del
modelo económico y social que tanto sufrimiento está infligiendo a tantísima
gente. Y que la modalidad adoptada para ese proceso de convergencia (la de coalición
electoral) me sigue pareciendo la más aconsejable y fértil para lograr ese
propósito, al menos en una primera etapa.
Aunque
quizá resulte un tanto obvio para los más informados, comenzaré por explicar
los posibles modelos (reales, no formales) a disposición para esos procesos de
convergencia y describir la actualmente adoptada en el caso de la ciudad de
Madrid, para luego explayarme algo más sobre las dificultades que plantea dicha
opción y las razones por las que sostengo que la coalición constituiría una
solución más equilibrada y respetuosa para todas las partes implicadas.
Al
igual que entre las empresas, las uniones o fusiones entre partidos políticos
pueden darse (muy en síntesis) bajo tres modelos diferentes:
- La absorción de uno(s) por otro: fue lo que sucedió en el proceso de unificación socialista durante la transición, y lo que el PSOE pretendía con el resto de la izquierda no nacionalista en los 90, con la idea de la “casa común de la izquierda”
- La disolución o dilución de varias organizaciones preexistentes en una nueva: ésta era la idea original de Ganemos Madrid (aunque quizá sus promotores no lo reconozcan así).
- La coalición entre varias formaciones, que conservan su identidad primigenia pero añaden a ella una nueva, la formada por la estructura suprapartidaria. Es el modelo (al menos formal) adoptado en la fundación de Izquierda Unida y (mucho más clara y exitosamente) por la Unidad Popular chilena o el Frente Amplio uruguayo en la segunda mitad del siglo pasado.
Como
ya he señalado, en el caso de Ganemos Madrid el formato adoptado
(implícita más que explícitamente) parece responder al segundo modelo,
en la medida en que desde un principio se planteó que todos los posibles
candidatos compitieran en primarias de forma estrictamente individual, sin
el respaldo de sus respectivas identidades partidarias, se proscribía el
voto “en plancha”, etc. Aunque la alianza con Podemos ha forzado a
introducir modificaciones importantes en el formato primigenio, que le
convierten en una especie de híbrido entre el primero y el segundo modelo:
si bien se mantiene la prescindencia de las identidades partidarias, se permite
el voto “en plancha”, se aumenta el número de elegibles en las primarias, etc.,
todo lo cual tiende a favorecer la preeminencia de esta organización sobre
el núcleo municipalista fundacional y la posibilidad de que Podemos
termine por copar la mayor parte de los puestos “de salida” en la lista
final.
Así
las cosas, Izquierda Unida se encuentra en una situación de clara desventaja,
puesto que se había integrado “de facto” en Ganemos mucho antes de los
acuerdos con Podemos, por lo cual su identidad quedaría irremediablemente
diluida en una de las “patas” (y no precisamente la hegemónica) de la
unión. Es decir que se ve obligada a renunciar a su identidad sin una
contrapartida clara por parte de Podemos.
Y
esta desventaja se agrava por las peculiaridades de la forma jurídica pactada,
la de “partido instrumental”, cuyas condiciones de viabilidad y funcionamiento
no están demasiado claras, sobre todo de cara al futuro.
En
primer lugar, al renunciar a la marca IU, se pierde el derecho a los
espacios publicitarios gratuitos y a las subvenciones para publicidad electoral
(cifrados en unos 580.000 euros), que sólo se otorgan a partidos con
representación en el consistorio saliente.
Pero
los interrogantes más importantes se plantean hacia el futuro: según los
acuerdos Ganemos-Podemos, el partido instrumental “Ahora Madrid” está destinado
a disolverse una vez pasadas las elecciones, aunque no se fija el momento
exacto de dicha disolución ni el órgano que lo decidirá. Y la disolución formal
de “Ahora Madrid” dejaría en una especie de limbo jurídico al
Grupo Municipal resultante, puesto que, al no representar a ningún partido ni
organización, éste debería disolverse a su vez y sus integrantes no
representarse más que a sí mismos (como “no alineados”), perdiendo con ello
el derecho a las subvenciones a los grupos municipales.
Incluso
en el supuesto (poco probable) de que “Ahora Madrid” se mantuviese vivo
durante toda la legislatura, resta por resolver el espinoso problema de la distribución
de los recursos entre las organizaciones y personas integrantes del
acuerdo, cuya fórmula (al menos según la información de que dispongo en
este momento) aún no está determinada, ni siquiera esbozada.
Es
obvio que todas estas cuestiones afectan de manera crucial a la
supervivencia de las organizaciones preexistentes y, en particular, a la
de IU, que es la que mayores dotaciones estructurales (en términos de
locales, organización, etc.) aportaría. Y parece difícilmente aceptable ceder
tales estructuras, organización y experiencia a un experimento destinado, desde
su fundación, a desaparecer a corto plazo, y localizado en un único
ámbito municipal.
Resulta
inevitable preguntarse qué pasará con la “marca”, las infraestructuras y la
organización de IU en la ciudad de Madrid una vez disuelto el partido
instrumental, por una parte, y cómo mantener viva la organización en el ámbito
autonómico, donde no parece haber la menor posibilidad de acudir a un modelo de
convergencia similar, por otra.
Y
si extrapolamos el experimento a otros municipios, situados en Comunidades
multiprovinciales, se plantea otro problema añadido: el de la
representación en las diputaciones provinciales, que gestionan
importantes recursos para financiar infraestructuras y servicios destinados
particularmente a los municipios menos poblados y, por lo tanto, menos capaces
de autofinanciarse. Pues al ser un partido de carácter estrictamente local,
sus concejales no se sumarían a los de otros partidos similares de la misma
provincia, a efectos de la elección de diputados provinciales que, como es
sabido, es de carácter indirecto y depende del número de concejales y no
del número de votos obtenidos.
Pero
a esta serie de dificultades jurídicas y económicas viene a sumarse otro
factor, de carácter más subjetivo, que no suele tenerse en cuenta aunque, en mi
modesta opinión, no carece de relevancia: el sentimiento de identidad y
el sentido de pertenencia que se genera entre los militantes de una
organización por el solo hecho de compartir una ideología y una actividad,
sentimiento que tiende a acrecentarse cuanto más extensa y duradera en el
tiempo sea esa comunidad de ideas y tareas. Y en ese sentido, las
diferencias entre la militancia de IU y la de las restantes organizaciones
llamadas a integrar el acuerdo son evidentes, puesto que la primera lleva ya
casi 30 años a sus espaldas, mientras que las restantes apenas unos
meses.
Pedirle,
por lo tanto, a la militancia de IU que abandone su identidad como organización
y como grupo humano exige un sacrificio mucho mayor que al resto,
sacrificio difícil de asumir en aras de un proyecto que se autodefine meramente
coyuntural, de carácter puramente táctico-electoral, y destinado, desde su
concepción, a no perpetuarse mucho más allá de los comicios para los que se le
ha formado.
Creo
fácilmente comprensible que la generosidad que se demanda a la militancia de
IU dista mucho de ser simétrica, y por ello tiende a resultar
lindante con la ingenuidad: unos renuncian a lo que casi no tienen, tanto
material como espiritualmente, mientras a los otros se les exige renunciar a
las infraestructuras que con mucho esfuerzo han logrado construir y mantener y,
sobre todo, a ser quienes son.
Esto
no quiere decir que la convergencia no sea posible ni deseable: es necesaria
y urgente, pero para ello hay que plantearla en términos más
equilibrados. Por ello, pensamos que la coalición es una fórmula más
adecuada, al menos en una primera etapa, en la medida en que propone superponer
una nueva identidad a las ya existentes, sin exigir por ello la renuncia a
la que se tiene.
Es
posible que, a posteriori, la experiencia del trabajo en común, la elaboración
de un discurso compartido, faciliten la preeminencia de esa nueva identidad
sobre las originarias de las organizaciones coaligadas, pero ese proceso requiere
mucho más tiempo y no puede imponerse por decreto-ley. Y sólo será
posible si renunciamos a cualquier intento de hegemonía de unos sobre otros,
si abrimos espacios igualitarios a la militancia de todas las
organizaciones integrantes del acuerdo de coalición.
Y,
sobre todo, si sabemos respetar los ritmos y los tiempos de cada
organización, que no pueden ser iguales para todas, en la misma medida de la
heterogeneidad de sus respectivas historias y vivencias.
En
definitiva, convergencia sí, y cuanto antes, pero en términos de máximo
equilibrio y respeto mutuo a las necesidades materiales y afectivas de cada
militante y de sus organizaciones, sin hegemonías determinadas en función de
(supuestos y volátiles) pesos electorales otorgados por los sondeos de
intención de voto. Y, sobre todo, pensadas como proyectos a largo plazo
y no meros montajes coyunturales destinados a perecer una vez cumplida su
función puramente acumulativa.
Como
afirmaba en mi artículo ya citado: “de ésta sólo saldremos si conseguimos
tirar todos en la misma dirección, respetando nuestras diferentes identidades
con el debido pluralismo, pero siendo capaces de ponerlas todas ellas al
servicio de la causa común”.
Porque
el proceso de cambio que buscamos no será posible sin una transformación
profunda en la conciencia social, y por lo tanto será lento y exigirá
mucho esfuerzo, constancia y una voluntad permanente de unidad en la
lucha común por encima de todo.
En
eso consiste, a mi juicio, la “ventana de oportunidad” que nos brinda la
coyuntura actual: éste es el momento de sembrar, ya llegará el de
recoger. Y de paso, una pregunta que puede parecer tonta pero no lo es tanto: ¿por
qué nos empeñamos en colarnos por la ventana habiendo puertas?
Por
Daniel Kaplún | Sociólogo, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid,
y secretario de organización del Comité del Frente Amplio en Madrid.
Fuente:
www.nuevatribuna.es
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