¿Por qué sujetos que se declaran
ideológicamente de izquierdas en lo político reproducen tics reaccionarios en
su comportamiento cotidiano?
¿Por qué los procesos
revolucionarios no terminan con las formas de discriminación imperantes?
07/03/2015 -
10:37h
Alexis
Tsipras, rodeado de sus simpatizantes tras la victoria de Syriza / AP
Photo/Lefteris Pitarakis
Con los
tiempos las palabras aparecen y desaparecen, pero algunos problemas permanecen.
Pese a que por lo general nadie se muestra a favor de la discriminación de
otras personas (por lo menos de forma abierta), a veces a nuestro pesar
seguimos repitiendo conductas discriminatorias. Para entender un poco mejor
este fenómeno, es importante prestar atención a un concepto que ha cobrado
renovada vigencia: la hegemonía cultural. Inspirado en las lecturas de Lenin,
una de las primeras personas en pensar y definir este concepto fue el filósofo
y político italiano Antonio Gramsci.
Ya a
principios del siglo XX, Gramsci notaba que la dominación de una población
puede llevarse a cabo de dos formas. Por un lado se puede imponer un sistema de
gobierno, obligar a la ciudadanía a seguir ciertos parámetros de conducta,
instaurar un sistema de intercambio económico, introducir un cuerpo de policía,
etc. Es decir, establecer un sistema de dominación social por la fuerza. Aun
así, Gramsci alertaba de que hay otra forma de control de lo social que es algo
más sutil pero igualmente efectivo. Denominó como hegemonía cultural las formas
con las que las elites establecen y regulan el gusto, definen criterios
estéticos, validan ciertas tradiciones y no otras, normalizan ciertas formas de
habla, etc. Es decir, regulan lo social a través de lo simbólico. Por eso el
proceso revolucionario implicaría no tan sólo tomar las instituciones de
gobierno (el parlamento, la policía, el ejército, etc.), sino también
reemplazar la cultura de la clase dominante por la cultura de la clase
dominada.
Esta idea de
hegemonía es sensata pero, si en un proceso revolucionario la nueva clase
dirigente asume los gustos de la clase derrocada -su idioma o formas de habla,
sus costumbres culinarias o formas de vestir-, seguramente va a reproducir una
forma de sociedad muy parecida a la que ya existía. Ese proceso revolucionario
pasa de ser un acontecimiento de emancipación social a lo que vulgarmente se
viene llamando un “quítate tu para ponerme yo”. Por extraño que pueda parecer,
esto ha sucedido y va a seguir sucediendo.
La hegemonía
es el medio de comunicación que considera que la economía es un tema político y
el aborto un asunto social"
Preocupados
por entender mejor esta realidad, miembros de la escuela de Estudios Culturales
de Birmingham y de forma más notable Stuart Hall, no podían dejar de
preguntarse: ¿por qué sujetos que en lo político se declaran ideológicamente de
izquierdas, en lo cotidiano reproducen tics reaccionarios en su
comportamiento?¿Por qué los procesos revolucionarios no terminan con las formas
de discriminación imperantes? En definitiva, intentaron dar respuesta a por qué
las conductas de las personas traicionan sus principios ideológicos. Así se
empezó a pensar la hegemonía como una suerte de subconsciente de la ideología,
es decir aquellas ideas, actitudes u opiniones que uno lleva dentro y que
afloran cuando menos se las espera. La hegemonía cultural es lo invisible, son
todas aquellos anhelos, miedos, ideas, creencias, etc. que hemos ido acumulando
y que operan dentro de nosotros muy a nuestro pesar.
"Es que
aquí siempre lo hemos hecho así"
La hegemonía
cultural escapa del discurso público y opera en un nivel mucho más sutil,
porque la hegemonía es lo que va por dentro. Son esas ideas preconcebidas que
nos acompañan y que nos permiten ver nuestro entorno cultural como algo normal.
Son asunciones a las que no le damos mucha importancia pero que repetimos en
momentos determinados. Está compuesta por un sistema de creencias y de valores
que nos parecen de lo más normal. Para funcionar, la hegemonía ha de pasar
desapercibida. Su poder reside en su invisibilidad.
La hegemonía
es lo que parece natural. Pero, al mismo tiempo, la hegemonía nos pilla a
contrapié y nos delata. La hegemonía cultural es el cuñado que te sermonea
sobre cuidados en la oficina mientras espera a que prepares los cafés. Aparece
en el medio de comunicación que considera que la economía es un tema político y
el aborto un asunto social. Es quien “invitaría a más mujeres a participar en
la mesa redonda pero no conozco a ninguna que lo pueda hacer”. Es la izquierda
que aun se estremece al leer “La Revolución Será Feminista o no Será”. Es el
chaval que en clase, pese a no tener nada que decir, siempre se siente con
derecho a hablar. La hegemonía son todas aquellas formas de discriminación que
repetimos y afianzamos en microgestos, comentarios y actitudes y que, cuando
alguien las señala, te obliga a responder: es que aquí siempre lo hemos hecho
así.
El machismo
que impera y que se nos escapa viene de lejos. A los progres de la transición
se les veía el plumero cuando bajaban la pancarta y llegaban a casa esperando
encontrar a “su pareja” con la manos en la masa. La corrección política logró
normalizar el uso de la arroba pero no logró cambiar los hábitos
discriminatorios que invaden lo social. Los nuevos hombres sensibles que
hablamos en plural femenino nos delatamos cuando somos incapaces de ceder el
espacio de la visibilidad. El nihilismo hispter ayuda a camuflar que hay
quienes se saben bien la teoría pero que aún no han aprendido a escuchar.
Mientras tanto, la nueva política se sorprende a sí misma valiéndose de cuotas
para compensar lo evidente: que pese a todo las estructuras de poder se definen
en ambientes masculinos donde es más fácil fiarse de amigotes y de los
compañeros de la facultad.
Las cosas de
palacio también tienen solución
Así la
transformación social no pasa por establecer una contra-hegemonía, eso como
mucho es una buena excusa para cambiar a quienes regentan ciertas
instituciones. Para acabar con la hegemonía es necesario desnaturalizar, poner
en evidencia lo invisible. Revelar dependencias del rumbo y las estructuras
invisibles de poder. De esa forma, el cambio de hegemonía no tiene que ver con
un cambio ideológico sino que implica una transformación de la sensibilidad. No
va de soltar discursos eruditos sino de cambiar costumbres y modos de hacer. No
es un trabajo en solitario sino una aventura de aprendizaje colectivo y social.
Implica un cambio educativo y regulatorio, pero también de subjetividad ya que,
al final, la hegemonía va por dentro, como una procesión lenta y tozuda con la
que todos y todas nos tenemos que enfrentar.
Hall, agudo
observador, nos hizo entender que la cultura que emanaba de las clases
populares lejos de ser una voz pura y única que transportaba los deseos de una
clase oprimida, era un mejunje de ideas, deseos, tradiciones, miedos y
fantasías que habían tardado mucho tiempo, quizás siglos en fraguarse. La cultura
popular incluye crítica social, se burla de las clases dominantes, expresa la
realidad de las clases trabajadoras pero también, puede ser profundamente
reaccionaria, llena de lugares comunes y de prejuicios internalizados.
Fuente: www.eldiario.es
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