El
domingo por la mañana quise ir hasta al río, recuperar lugares que forman parte
de la infancia...
nuevatribuna.es
| Pablo Vaamonde | 02 Mayo 2014 - 09:11 h.
Este
invierno fue largo y oscuro. Llovió de forma constante, durante meses, como si
no fuese a cesar nunca. Fueron días interminables con la lluvia batiendo en las
ventanas, el viento soplando por las hendiduras, la niebla borrando la línea
del horizonte en este viejo mar de Orzán. Fue una dificil travesía, sobre todo
para las personas mayores. El mes de abril llegó de repente, con algo de
luz y sol. La primavera hizo brotar las primeras flores en los árboles
frutales. Es la vida que resurge, el eterno círculo de la naturaleza que se
renueva con fuerza.
Estos
últimos días estuve en la casa paterna, en tierras de Barcala. Ellos
construyeron esa vivienda hace más de cincuenta años, con mucho esfuerzo. A la
sazón estaba sola en medio del campo. Ahora hay algunas más. Antes estaba
rodeada de tierra labrada y humedales cultivados hasta la misma orilla del río.
Ahora hay muchas fincas abandonadas, hay un parque industrial cubierto
por la maleza y las carreteras próximas hacen llegar el incesante ruidos de los
motores.
A pesar del
abandono de las tierras y de la invasión del asfalto aun quedan sitios en los
que la naturaleza muestra su tremenda fuerza. Hay zonas de arbolado donde los
pájaros celebran con estrépito el inicio de un nuevo día. El domingo por la
mañana quise ir hasta al río, recuperar lugares que forman parte de la
infancia: la balsa donde aprendimos a nadar, el puente donde nos sentamos algún
anochecer imaginando nuestra vida futura. Las orillas del río están inundadas
por el matorral que lo hacen inaccesible. Llegué, con dificultad, a los
antiguos pasos del río, que nos servían para cruzar cuando íbamos a Triáns.
Están las piedras descolocadas, después de las últimas riadas, y cubiertas por
espeso moho verde. Ya no es posible atravesar el río en este punto.
Todo cambió
desde aquellos años lentos de la infancia. También nosotros cambiamos y poco
tenemos que ver con aquellos muchachos llenos de ilusión y con la vida cargada
de futuro. También ellos, los padres, cambiaron, y perdieron la vitalidad de
otro tiempo. En la vejez el cuerpo mengua, pierde fuerza y presenta averías
constantes que hay que reparar. El tiempo, de nuevo, se vuelve lento, en este
tramo final de la vida. Ella, que era fuerte, alegre y trabajadora, ahora no
es capaz de aprender el nombre de sus bisnietos. Juega con ellos, es feliz
cuando vienen a casa pero, cuando se van, ya no recuerda nada de su presencia.
Ella, que fue el centro de este universo familiar, ahora precisa ayuda para las
cosas de la vida diaria. Ella, que tanto cariño nos regaló, ahora, indefensa y
minúscula, reclama nuestro afecto para afrontar los retos de cada día.
Lobo
Antunes, en su
último libro (Sobre los rios que se van, escrito después de un ingreso
hospitalario por una dolencia grave) dice que su recuerdo más antiguo es el
de quedar dormido en el regazo de la madre, no de golpe sino sumergiéndose,
dejándose ir. Yo también recuerdo dormir en sus brazos, en esta misma casa, al
lado de la cocina de hierro: ese tibio bienestar, esa certeza absoluta de que
nada malo podría pasar mientras sintiera tan cerca su aliento protector. Yo
también podría escribir, como el escritor portugués: "si la madre pegase
su mejilla a la mía, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra
enfermedad, no la palabra muerte, mientras voy caminando con los ríos sin nada
que estorbe, acompañado por un saxofón remoto, en dirección al mar".
Fuente: www.nuevatribuna.es
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