02 mayo 2014
Texto:
Débora Campos (Buenos Aires)
Fotografías:
Romina Franceschin (Buenos Aires)
Se despidió de su padre a los nueve
años, desde el barco que lo llevó a Buenos Aires. Lo hizo de nuevo a los
diecisiete, cuando le avisaron por carta de que había sido asesinado por
falangistas en Portomarín, en Lugo, por su actuación como alcalde de Castro de
Rei en favor de los desposeídos. Y aún se despidió otra vez de él en 2005
cuando consiguió exhumar su cuerpo de la fosa común en la que había sido
sepultado. La historia de este gallego residente en la Argentina dio inicio al
histórico proceso judicial que está investigando los crímenes del franquismo
entre 1936 y 1977 y sobre el que ya se pronunció hasta la Organización de las
Naciones Unidas.
La taza tiene un
tamaño singular. No se corresponde con las de su talla, las del café, que son
pequeñas. Pero tampoco casa con las grandes, las del té. “Entonces, los juegos
se hacían por encargo y mi padre había comprado las doce piezas tradicionales
con su platito; además de una grande en la que él bebía a su gusto y otra muy
pequeñita para mí, que era el hijo menor”, recuerda Darío Rivas, 93 años, en la
serenidad de una velada en el extrarradio de la ciudad de Buenos Aires, a la
que llegó de Lugo en 1930. Aunque aquí el tiempo se paró hace bastantes horas,
las referencias dicen que sólo en esta semana este gallego que ahora guarda la
taza en una vitrina con dedos rápidos participó en cuatro actos y pasó dos
veces por los tribunales porteños acompañando a nuevos declarantes en la
querella que presentó en 2010 para investigar los crímenes del franquismo.
El
proceso judicial iniciado el 14 de abril de 2010 en la capital argentina
—coincidendo con el 79 aniversario del inicio de la II República en España—
lleva la firma de colectivos de defensa de los derechos humanos, de la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de España y de las
Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. Sin embargo, el caso insignia, el que
permitió que la Justicia abriese puertas siempre difíciles, siempre bien
cerradas, fue precisamente el caso que impulsó Darío Rivas. “Pasé décadas juntando
todos los documentos. Todo lo denunciado está probado por escrito y con sellos
y firmas”, dice mientras golpea la mesa con el dedo índice para acompañar sus
últimas sílabas.
La
querella no se anda con rodeos: denuncia al Estado español como responsable de
los delitos cometidos entre el 17 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977,
fecha de las primeras elecciones tras la muerte del dictador Francisco Franco.
Se entiende que se trata del genocidio de parte de la población y de crímenes
de lesa humanidad y que, como tales y pese a la Ley de Amnistía de 1977, no
prescriben bajo el criterio de la justicia universal.
Pero
hay más todavía. Con el patrocinio del abogado Carlos Slepoy, el requerimiento
de Rivas junto a Inés García Holgado, también familiar de un represaliado, y a
Silvia Carretero, torturada en Extremadura y Madrid, pide a la jueza federal
argentina María Romilda Servini de Cubría que busque la información necesaria
para hacer un listado de los ministros de aquel período, de los responsables militares
y policiales y de los dirigentes de la Falange, así como también de las
víctimas: los represaliados, desaparecidos, torturados y asesinados, sin
olvidar el detalle de las fosas comunes sembradas por toda la península y las
referencias sobre los niños y niñas robados con la ayuda, en no pocos
casos, de la Iglesia católica. Por último, también quieren el nombre “de las
empresas beneficiadas con el trabajo forzado y esclavo de los presos
republicanos”.
De
esta manera y en los últimos tres años, la Justicia argentina pidió precisiones
a los jueces españoles. Las respuestas, cuando llegaban, siempre anteponían la
Ley de Amnistía de 1977, una trampa, ya que este tipo de normas no pueden
saltarse el derecho internacional.
Así
las cosas, el 18 de septiembre Servini de Cubría pidió la extradición de cuatro
represores españoles —dos de ellos ya fallecidos—, que tuvieron que entregar su
pasaporte. El pedido de extradición seguirá su camino, aunque la Fiscalía de la
Audiencia Nacional no permitió que fuesen detenidos, como exigía la Justicia
argentina. La medida fue considerada “no necesaria ni urgente”, ya que se trata
de “hechos muy antiguos”.
Resolución de trascendencia histórica
Sin
embargo, la medida fue celebrada por los abogados de los querellantes y por los
colectivos de defensa de los derechos humanos. Carlos Slepoy, quien tramitó la
primera querella sobre el caso de Darío Rivas, recibió la noticia emocionado.
“Se trata de una resolución de una trascendencia histórica”, dijo a los
periodistas argentinos. Por su parte, Máximo Castex, integrante del equipo
legal de las víctimas, precisó que tienen materiales para pedir otras muchas
resoluciones de este estilo contra otros represores y recordó que esta causa
iniciada en el Juzgado Federal en el Correccional y Criminal nº1 de la ciudad
de Buenos Aires “es la única en el mundo”.
Por
eso, el abogado Castex subrayó: “Si el Gobierno de Mariano Rajoy no colabora,
seguiremos produciendo más resoluciones de este tenor y España va a quedar como
un Estado que asila y ampara a este tipo de gentes”.
Y
algo de eso ya está pasando. Mientras en la Argentina varios integrantes de la
Coordinadora Estatal en Apoyo a la Querella Argentina contra los Crímenes del
Franquismo (Ceaqua) viajaron a principios de diciembre al país austral para
presentar nuevas denuncias ante la jueza Servini de Cubría; mientras estos
declarantes y familiares de represaliados fueron recibidos en el Parlamento
argentino por la comisión de Derechos y Garantías del Senado; mientras la
prensa de todo el mundo sigue con interés las novedades de este caso; el Comité
de Desapariciones Forzadas de la ONU instó al Estado español a adoptar las
“medidas necesarias” para que se pueda investigar el destino de las víctimas de
la dictadura franquista.
Por
si la bofetada no fuese suficientemente dura para un Estado que hace de la
desmemoria y de la negación su única política para con las víctimas, la
histórica resolución de la ONU advirtió, además, de que “la prescripción de
este delito solamente se produce en el momento en que la persona aparece con
vida, si se encuentran sus restos o si se restituye su identidad”. Pocas
palabras para tumbar, una a una, las excusas que viene ofreciendo la Justicia
española.
Quedaba
la Ley de Amnistía. Pues también hubo algo que decir. El experto del Comité de
Desapariciones Forzadas Álvaro Garcé García y Santos analizó la norma y aseguró
que se trata de una legislación “pacificadora” pero que “treinta años después
no puede constituir un obstáculo para la justicia, ya que la justicia está
necesariamente vinculada a la verdad, y la verdad es hija del tiempo”.
El
tiempo que ya no corre en esta casa bonaerense en la que Darío Rivas saca ahora
de la vitrina una pequeña bandeja conmemorativa del homenaje que le hizo su
padre en 1994, casi una década antes de poder sepultarlo. Y cuenta. Porque en
el origen de la querella que ya hizo historia hay un padre y un hijo. Y también
un gabán y una placa.
“Recuerdo
bien mi casa, era enorme, como un pazo. Por la izquierda tenía el
establo para los animales y también un horno de piedra. Y por la derecha, un
jardín. Más allá, estaba el sitio en el que se cortaban los robles para hacer
las traviesas del tren”, regresa Rivas, ahora mismo un crío en un mundo de
adultos.
Fue
el más pequeño de nueve hermanos y, aunque no lo dice del todo, puede que fuese
también el más mimado por el padre, que en pocos años se quedó viudo y con el
chaval de cinco años por criar, además de los otros ocho hijos.
“Allá
creo que no fui mucho a la escuela, no”, dice, y echa una risotada cuando se
acuerda de que las dos o tres veces que pisó el aula fue movido por la
curiosidad. “Yo iba a echarle un ojo a una foto que tenían de un hombre muy
bien vestido. Creo que era el rey y yo me moría por ser, de mayor, alguien que
llevase aquellas ropas”.
En
las historias de la infancia en la aldea lucense donde llegó al mundo, siempre
hay una referencia para su padre. Un padre cariñoso. Un padre preocupado por la
formación de sus hijos. Un padre que divisaba un futuro negro para los suyos.
Un padre que administraba lo propio, lo ajeno y también lo de todos. Un padre
generoso.
El primer exhumado e identificado en Galicia
Mucho
ha hablado Darío Rivas sobre su padre, Severino Rivas Barja, alcalde de Castro
de Rei, fusilado en una cuneta a pocos meses del alzamiento, el 29 de octubre
de 1936. Tanto ha contado sobre este gallego que 68 años después de su
asesinato se transformó en el primer exhumado e identificado en Galicia, que
ahora se enfrenta al problema de tener que ajustar las historias publicadas,
repetidas y alabadas a su recuerdo.
“Dicen
que mi padre era socialista. Pero no. No me acuerdo de que participase en
mítines ni en cosas de la política”, quiere corregir el hijo, que escapa de los
intereses partidarios como de la peste. La confusión tal vez podría deberse al
hecho de que el señor Severino era un hombre bueno y generoso. Todavía se
repiten las historias en Castro de Rei sobre cómo recuperaba las tierras sin dueño—o
con un dueño que no las atendía— y se las asignaba a los desposeídos para que
pudiesen trabajar en ellas las semillas que él mismo les conseguía.
No
se lo contaron. Darío lo vivió: “En mi casa, la matanza se hacía para los
nuestros y para el resto. Mi padre nos mandaba a los más pequeños llevar
paquetes de carne a las personas más pobres de la aldea. ¡Y cuidadito con
aceptarles ni una peseta!”, nos advertía.
El
señor Severino no es que fuese rico, pero había tenido la inteligencia
necesaria para sacar provecho de las oportunidades. Trabajaba sus tierras,
arrendaba otras que también explotaba y administraba las de los señores de la
zona. Cuando tuvo la oportunidad, también se hizo con unos robles que luego
cortaba para hacer traviesas para el tren, que vendía convenientemente.
“Todavía
me sorprende que fuese quien de conseguir tanto, siendo como era hijo de
soltera”, reconoce su vástago, que también se pregunta ahora si su padre sabía
siquiera leer y escribir. “Algo sabría, claro. Pero yo recuerdo perfectamente
que, en casa, le mandaba a alguien que leyese el periódico. Yo pienso que sabía
lo mínimo”, apunta.
Con
o sin formación, el señor Severino Rivas era, claro está, un lúcido intérprete
de la realidad europea y española de los años 20 y 30. Presagiaba un futuro
difícil para su prole. Un futuro que, desde luego, era hijo del pasado
reciente: ya había mandado a un hijo a la guerra y no estaba dispuesto a mandar
a otros. Poco había para ellos en la aldea: décadas de reverencias ante la
tierra para ser tanto o más pobres aún. No, sus hijos tendrían mejor destino en
la emigración.
“A los nueve años, mi padre decidió que me fuese. Me
mandó a Buenos Aires, donde ya vivía una de mis hermanas y adonde, con los
años, vendrían otros cinco más. Todavía recuerdo la lancha que nos llevó en A
Coruña hasta el barco que aguardaba en el mismo centro del mar. La gente, que
subía por una escalerita de nada, se mareaba muchísimo con el movimiento de
aquella mole, pero como yo era un niño no me enteraba de nada”. Darío sonríe
desde su mirada de niño espabilado frente a aquellos adultos tristes y
asustados.
Cuenta
que casi no pisó el camarote. El padre le había metido algo de dinero en el
bolsillo y el resto se lo entregó a un paisano que trabajaba en el
transatlántico para que le echase un ojo al niño durante la travesía. No sabe
si el hombre cumplió, porque pasó las noches durmiendo bajo las estrellas y los
días comiendo chocolate y cuanto dulce habían comprado aquellos dineros.
Pero
los días de libertad duraron poco y, cuando se dio cuenta, ya estaba en Villa
Ballester, en la periferia noroeste de Buenos Aires, alistándose a una
experiencia nueva: ir a la escuela todos los días.
“La
primera semana de clase, un chaval me llamó gayego con desprecio y se
llevó unos cuantos golpes. Yo no sabía que se podía pegar en la escuela, pero
otro niño me alentó y pienso que el burlón no se volvió a meter conmigo”, dice,
y las fotos que saca de una carpeta aún lo retratan alto y fuerte en la coda de
la infancia.
Al
mes ya no hablaba gallego y, como tantos y tantos, fue un alumno esmerado que
recuerda y presume de una lección de Historia de México que le valió, dice, un
10 para el resto del año por parte de la señorita de sexto grado. “Siempre me
gustó mucho aprender y descubrir”, apunta. Y la vida le da la razón.
Darío
Rivas hizo los dos primeros años de escuela a un tiempo y luego avanzó como el
resto hasta terminar los estudios básicos. Como tantos niños por entonces,
también ayudaba en la tienda de su tío sastre: “Ordenaba las cosas o barría el
lugar moviendo la escoba por un lado y luego por el otro para que se gastase
sin desniveles”, recuerda.
Mientras
el niño crecía en Villa Ballester y aterrizaba en el mundo del trabajo sin
escalas, el prestigio y el respeto de su padre también crecía entre los vecinos
de Castro de Rei. “Después de la escuela fui a trabajar de encargado en la
panadería que uno de mis hermanos tenía en Chascomús [a 123 kilómetros de la
ciudad de Buenos Aires]”, adelanta.
Aún
era un niño, pero trabajaba como los adultos. Tanto es así que un hombre que lo
conocía le ofreció un negocio: ser socios en un negocio de apicultura. El
hombre ponía el dinero y Darío, el trabajo.
—¿Y
usted que entendía de abejas?
—Nada,
¡qué iba a saber! Pero compré unos libros, los leí y lo descubrí todo. El resto
me lo enseñó aquel hombre y allí estábamos, con decenas de colmenas
produciendo.
De
las colmenas pasó, de regreso a Buenos Aires, a una confitería que compró con
su hermana a medias en la avenida Córdoba con Uruguay, en el centro de la ciudad;
y como el día tenía muchas horas, también hacía vendas para una empresa
inglesa; y administraba una pequeña empresa de construcción que había fundado
con dos primos profesionales: “Ellos tenían estudios, pero el encargado era el
gallego”, dice. Cuando el día terminaba, Darío se iba a beber café con los
republicanos que se daban ánimos unos a otros en los bares de la avenida de
Mayo. “Leíamos el periódico Crítica porque decía que la República iba
ganando la guerra. Pero no era verdad”, reconoce.
Pocos
años antes, el prestigio que se había labrado su padre entre los vecinos de la
aldea lo llevaron a convertirse en alcalde de Castro de Rei. “Una de las
primeras medidas fue traer a un maestro y montar en nuestra casa una escuela
para los niños”, repite el hijo. Tal audacia, entre otras, no pasó inadvertida
y fueron a buscarlo semanas después del alzamiento de julio de 1936. Severino
Rivas fue apresado en el Hotel España de Lugo y, aunque tuvieron que liberarlo,
la segunda vez no dejaron sitio para las dudas: fue asesinado el 29 de octubre
de 1936 de cinco tiros junto a la capilla de Cortapezas, en Portomarín, junto a
un republicano.
“Los
dejaron en las cunetas muchas horas, al cuidado de un chico de 17 años, para
que la gente escarmentara y luego mandaron a mis hermanos para enterrarlo en
una fosa común”, desvela el hijo. Los falangistas acusaron al exalcalde de
“traición a la patria”, porque el mal, además, siempre sabe ser muy bruto.
El
miedo sembrado pronto dio frutos amargos. Darío Rivas se enteró de la muerte
del padre por carta. Tenía 17 años. También supo que había muchas más palabras
calladas que dichas en esa historia. “Y decidí que yo, a España, no volvía
nunca más en la vida”, dice.
Pero
volvió. Casi sin quererlo. En 1952, su esposa, Clotilde, le pidió visitar a una
tía que también había dejado en Galicia. Y fueron. “Al llegar sentí curiosidad
y fui allá, a la aldea”, recuerda. Cuenta que hizo preguntas que nadie le
respondía o sobre las que le daban razones dudosas, confusas. Pero Darío no es
un hombre que se contente con evasivas.
En
lo que todos coincidían en aquel año de 1952 era en el reconocimiento a don
Severino. “Los vecinos querían hacerle homenajes e incluso que una calle del
pueblo llevase su nombre. Pero para que eso fuese posible había que documentarse”,
y Darío se documentó. Mucho más de lo que imaginaban los funcionarios
franquistas que le pedían pruebas de la valía de su padre.
Orden de fusilamiento “por comunista”
Con
la ayuda de unos y de otros, a lo largo de varias décadas, el hijo fue
consiguiendo todos los papeles necesarios para probar el asesinato de su padre.
Incluso tiene el archivo de su detención en la cárcel de Lugo y la orden de
fusilamiento “por comunista” firmada por los mandos militares de la región.
Sólo quedaba por descubrir dónde estaba el cuerpo, porque él no se tragaba la
mentira de que lo habían sepultado en un cementerio que quedó bajo las aguas
del embalse de Portomarín.
“Mucho
pregunté, pero mis hermanos se habían llevado el secreto a la tumba y nadie me
daba la razón”, dice y anuncia el momento que todavía lo emociona del relato.
Lo contó docenas de veces y lo vuelve a contar ahora, en este anochecer
bonaerense en el que hace un calor impúdico. “En 2004 participé en un homenaje
a mi padre. Fue un acto muy especial y quise cerrarlo visitando Portomarín”.
No
había sepultura, pero allí era donde habían asesinado a su padre, de modo que
allá fue Darío. A acercarse a su memoria, a sentir que estaban juntos.
“Entramos en una tienda de souvenirs y, mientras mi sobrina compraba, la
propietaria me preguntó si yo era turista. Pensé que me quería cobrar los
chismes esos más caros, y entonces le expliqué que era de Castro de Rei”,
recuerda y bromea.
Por
decir algo, la mujer habló de unos hombres que había visto asesinados en el 36
que eran de aquella aldea. Habló del gabán que vestía uno de ellos y de que los
rumores decían que era alguien de importancia. Casi sin aire, Darío recordó el
gabán que le habían enviado de regalo a su padre desde Buenos Aires y le pidió
más detalles. “Quien conoce bien esta historia es el carnicero”, añadió la
señora.
Darío
Rivas salió corriendo de la tienda. “Los mataron contra la capilla de
Cortapezas. Pero quien conoce bien esta historia es el viejo que vive al lado
de la iglesia”, añadió el carnicero.
Correr
y correr. El viejecito confirmó no sólo la muerte sino también que habían sido
sepultados allí mismo por las familias y que él era el chaval que los veló
durante varias horas. “¿Y todavía están aquí?”, preguntó Darío, que no podía
creer que debajo de aquella tierra, de aquellas hierbas silvestres, finalmente,
68 años después, estuviese su padre. “Estar, sólo está su padre, porque al otro
lo desenterró su familia por la noche y se lo llevó al cementerio de la aldea”,
confirmó el señor.
Por
las buenas. Siempre por las buenas, Darío Rivas pidió al cura de Cortapezas
poner una placa en memoria de su padre. No, no se puede. Entonces pidió poner
una cruz de madera, fuera de la iglesia. No, tampoco se puede porque es tierra
santa. Entonces tuvo que ser por las malas.
Con la documentación en mano y acompañado por la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, el 19 de agosto de
2005, un grupo de amigos acompañó al hijo en la exhumación. Fue lenta y
desasosegante. Pero allí estaba. Severino Rivas Barja fue sepultado con todos
los honores en el panteón familiar, en Loentia. La lápida dice: “Fue alcalde de
Castro de Rei, nacido el 13 de septiembre de 1875. Lo asesinaron en Portomarín
los falangistas el día 29 de octubre de 1936. Volvió a casa para descansar en
paz el día 19 de agosto de 2005”. Y, sobre ella, una placa añade una petición:
“Papá, descansa en paz. Te lo pide tu niño mimado, Darío”.
La
taza baila en los dedos ágiles del señor Rivas, que rechaza la política aunque
reconoce que sus acciones también lo son: “Porque estamos luchando contra el
franquismo”, dispara. El médico le recomendó evitar las emociones y, por eso,
ya no habla en público. Escribe discursos, con una caligrafía de trazos aún
escolares, y luego pide que alguien se los lea. Sin embargo, el 30 de junio de
2011, la multitud con la que marchó en la Ronda de la Dignidad por la Puerta
del Sol madrileña exigió escucharlo. Y él habló. “Os pido que no recordemos a
los nuestros como víctimas sino como héroes. El Gobierno de España no busca a
sus desaparecidos y muchos niños secuestrados no conocen su verdadera
identidad. Eso es una vergüenza. Es dejar vivo el antecedente de un genocidio
impune que van a pagar las generaciones futuras”.
La
luz del ventilador proyecta brillo en la taza en esta noche en Ituzaingó. “Yo
no heredé nada de mi padre. Mis hermanos que quedaron allá se repartieron las
cosas entre ellos y bueno… Pero cuando volví eché cuentas y dije: No quiero
nada, sólo ésta”, termina el hijo, que ya ha dejado un legado propio a la
humanidad.
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