24
septiembre 2013
José Antonio Nieto
Profesor titular de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid
Profesor titular de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid
Hemos pasado de rozar
el Estado de Bienestar (EB) a tener un Estado de Bienestar Basura (EBB). El
ciclo se cerrará cuando haya, simplemente, un Estado Basura (EB, también: pero
olvidemos las siglas, para evitar equívocos y no darle ideas al Diablo).
Cuando estudiaba
prefería los mensajes contundentes: el Estado cumple una doble función de
acumulación y legitimación. Aunque también me gustaban las trilogías: el Estado
contribuye a mejorar la estabilidad, la asignación de recursos y la
redistribución de la renta. Pronto me di cuenta de que las cosas no son tan
simples: el Estado ejerce la violencia legal (apropiándose de una parte de
nuestros ingresos, privando de libertad a algunas personas, declarando la
guerra…), pero lo hace por el bien de todos (mantener el orden, estimular la
eficiencia, favorecer la equidad…).
El asunto se complicó
cuando constaté que algunos Estados habían compaginado con éxito sus funciones
de acumulación y legitimación. Curiosamente, eran los de mayor nivel de
desarrollo, además de contar con más legitimidad democrática y ejercer una más
amplia regulación sobre sus sistemas económicos y sociales. Por extrapolación,
pensé que el tamaño del Estado sí importa. Al menos en términos de bienestar,
puesto que en esos casos se había logrado un equilibrio satisfactorio entre
eficiencia y equidad.
Luego me entró la
inquietud empírica. Comprobé que no sólo en los países desarrollados el Estado
es importante. Lo ha sido, y mucho, en los países de Europa, América Latina y
Asia que han avanzado desde niveles bajos de desarrollo hasta convertirse en
economías emergentes e incluso en potencias mundiales in pectore.
Asimismo, comparé los niveles de desarrollo social, no sólo en los países
capitalistas, y llegué de nuevo a la conclusión de que el tamaño del Estado sí
que importa, cuando se busca favorecer el bienestar económico y social. Y al
contrario: los países más pobres carecen, entre otros aspectos, de estructuras
fiscales avanzadas.
Pero me choqué contra
un muro cuando la crisis actual devaluó el nivel de exigencias y de
satisfacciones. Entonces estalló la guerra contra el Estado. La guerra para
reducir el tamaño del Estado, sus gastos y sus ingresos, sus políticas y sus
acciones, y, de esa forma, aumentar el marco de actuación del sector privado de
la economía. Aunque el pensamiento binario no se ajuste fácilmente a una
realidad tan compleja, cualquiera lo entiende en términos estáticos: las
privatizaciones contribuyen a mejorar las condiciones para la acumulación
capitalista, aunque empeoren los niveles de legitimación social. Otra cuestión
distinta es formular ese análisis en términos dinámicos, dado que las transferencias
de renta entre los agentes económicos tienen efectos multiplicadores muy
diversos, y ni el Estado, ni los poderes oligopólicos, ni el entorno
internacional permanecen ajenos a esos efectos. Tampoco son neutrales los
procesos de desregulación y liberalización que han fagocitado las políticas
públicas y se han instalado en epicentro de la economía mundial, de la mano del
neoliberalismo.
Por eso ahora, cuando
nos dicen que el Estado de bienestar se ha convertido en insostenible, incluso
en los países con más amplia tradición, como Holanda, se me caen los argumentos
y se me levanta el ánimo de rebelión. Pienso que no es posible hacer las cosas
tan mal: en algo nos están engañando y estafando, cuando los impuestos que
pagamos no cumplen la función para la que están diseñados. Claro que se puede y
se debe mejorar la recaudación fiscal y su uso, pero la sensación actual es que
no basta con eso para mantener un nivel digno de políticas públicas. La fórmula
que barajan las autoridades holandesas es bien conocida: recortes en las
políticas sociales, apagón del Estado, degradación de la ciudadanía, y que la
solidaridad o la caridad corran como hilos de agua por donde puedan.
Ante tal panorama,
sacar a relucir el caso de España es tan necesario como poco alentador. Nuestro
Estado de bienestar no llegó a nacer por completo. Veamos sintéticamente la
situación en cada uno de sus ámbitos. Primero, se han logrado niveles muy
satisfactorios en sanidad pública, pero la regresión neoliberal quiere
apropiarse los beneficios actuales y futuros. Segundo, hemos alcanzado niveles
de prestaciones por desempleo dignos, aunque la elevada tasa de paro muestra
que ese paliativo es insuficiente. Tercero, ha habido progresos, aunque muy
lentos, en educación y formación, pero el deterioro social actual nos hace
volver de nuevo la vista al pasado. Cuarto, el sistema de pensiones ha
funcionado adecuadamente, hasta que la gestión de esta crisis parece obligar a
recortarlo también. Finalmente, el último pilar del bienestar fue un espejismo:
la Ley de Dependencia ideada por los socialistas, que entre otros aspectos
podría haber contribuido a crear puestos de trabajo, ha desaparecido del mapa.
Por eso insisto en
explicar a mis amigos y a mis alumnos que esta Gran Recesión tiene causas muy
profundas (véanse para su análisis los trabajos publicados y citados por
econoNuestra), pero una de sus consecuencias está clara: “nos encaminamos hacia
el Estado basura.”
La
crisis puede entenderse como una guerra contra el Estado, porque ha primado con
intensidad creciente la función de acumulación, en particular la protagonizada
por el sector financiero. Por el contrario, la legitimidad ante los ciudadanos
parece no ser prioritaria. ¿Por qué será? ¿Porque los ciudadanos sólo importan
para votar y pagar impuestos? ¿Porque hay que definir un nuevo concepto de
Estado (descentralizado e internacionalizado)? ¿Porque el futuro que nos espera
es de mayores desigualdades y podemos acabar clasificados entre ciudadanos de
primera categoría (muy pocos), de segunda (empobrecidos) y de tercera
(inmigrantes)? ¿O porque hay que dar un puñetazo en la mesa, cuando antes
mejor, para llenar entre todos de contenido el concepto de ciudadanía que tanto
echamos de menos?
Fuente: www.publico.es
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