nuevatribuna.es | 26 Septiembre 2013 - 20:01 h.
Revolotea de nuevo sobre
nuestras cabezas el mito de la Inmaculada Transición. Se ha convertido en una
mala costumbre que siempre que la democracia en España sabe a decepción o
engaño, como ahora, se recurre a ella como si fuera el bálsamo de Fierabrás
para solucionar todos nuestros problemas. Ejemplos de estos comportamientos son
numerosos. Entre ellos, me viene a la memoria que tras la manifestación del
11-S de 2012 en Barcelona por la independencia de Cataluña, la Jefatura del
Estado en su página web publicó una sustanciosa carta, en la que reconociendo
la dificultad de la coyuntura económica, social y política, recomendaba que
para superarla debíamos actuar unidos, y no perder el tiempo en escudriñar
sobre nuestras esencias; y recuperar los valores del trabajo, el esfuerzo, el
mérito, la generosidad, el diálogo, el imperativo ético de la Transición. Estos
supuestos valores son cuestionables, aunque quien tiene la valentía de hacerlo
es acusado con acritud de poner en peligro nuestra democracia que tantos
esfuerzos nos ha costado construir. Y esta circunstancia se debe a que se ha
construido una determinada conceptualización de nuestra Transición, en la que
han colaborado al unísono medios de comunicación, la mayoría de la clase
política y de la historiografía. Lo expresó muy bien Gregorio Morán en
un artículo titulado La Transición Democrática y sus
historiadores en abril de 1992, en el que señala que la clase
política de la Transición y sus historiadores acordaron reunirse para decidir
cómo se debía escribir la historia, el mes de mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia,
en Toledo, bajo los auspicios de la Fundación José Ortega y Gasset. Allí, clase
política e historiadores, decidieron cómo se debía escribir la Transición y
cómo debía quedar el repertorio de personajes ante la inminente posteridad. Así
fue posible que el gremio de historiadores especializados en la Transición
construyeran una historia angélica basada en los testimonios de los
protagonistas. La clase política procedente de la dictadura esperaba ansiosa el
momento de exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos
estaban henchidos de patriotismo y su militancia entendía que había llegado el
momento de dejar las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía
parlamentaria. El propio monarca esperaba el momento oportuno para anunciar a
los españoles la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una
madurez y un pragmatismo dignos de nuestra estirpe y que no había tenido
ocasión de manifestarse durante siglos, mostraba al mundo cómo se podía pasar
de una tiranía totalitaria a un modelo democrático homologado con Occidente.
¡Qué bonito! En esa línea de pensamiento se estableció que uno de los pilares
básicos de esa Transición, era la Constitución de 1978, paradigma de
política de consenso, ya que supuso, por primera vez en nuestra historia
constitucional, la desaparición de las constituciones de partido, merced a que
sus redactores, los padres de la Constitución, conocedores de nuestro trágico
pasado, pretendieron no volver a cometer los mismos errores. Y por ello, todos
en un acto de generosidad ejemplar hicieron cesiones, por lo que es una
constitución de todos, sin ser de ningún partido en concreto.
Por ende, este es el
discurso imperante, el políticamente correcto, aceptado por la gran mayoría. Y
siendo así desde su aprobación, se la quiso rodear de una aureola casi
sacrosanta, y, por ende, si alguien se atreve a cuestionarla en algún aspecto
fundamental, es víctima de durísimos ataques. Y son especialmente virulentos
los dirigidos a los nacionalistas periféricos, que al defender la existencia de
otras naciones se atreven a cuestionar el artículo 2.: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la
Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce
y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas. Mas este artículo no
fue producto del consenso entre los diferentes miembros de la ponencia que
redactó la Constitución; muy al contrario, se debió a una imposición
extraparlamentaria, casi con toda seguridad de origen militar. Según el
profesor Xacobe Bastida Freixido, en el transcurso de la discusión
en torno a las enmiendas que tocaban al artículo 2º, y cuando Jordi
Solé Tura presidía la ponencia-era rotatoria-, apareció un mensajero
con una nota procedente de la Moncloa en la que se señalaba cómo debía estar
redactado tal artículo. El texto de la nota era “La Constitución española se
fundamenta en la unidad de España como patria común e indivisible de todos los
españoles y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones
que integran la indisoluble unidad de la nación española”. Como
vemos casi exactamente con el actual artículo 2º de la Constitución.
Por ello, lo que parece
incuestionable es que su redacción no se debió al lógico devenir de la
actividad parlamentaria y sí a la imposición de fuerzas ajenas al mismo. Para
conocer la prueba de esta circunstancia podemos recurrir al testimonio de un
protagonista directo; el de Jordi Solé Turá, el cual ya en 1985 en
su libroNacionalidades y Nacionalismos en España, de Alianza Editorial, en las páginas 99-102, nos lo cuenta
con todo tipo de detalles. Por lo que parece, no ha interesado que este dato se
conociera. Nunca un constitucionalista, ni siquiera los más prestigiosos lo han
mencionado. Como tampoco la mayoría de los políticos y los intelectuales
españoles. El silencio resulta sospechoso. Y lo que parece más grave, es que
aquel que tiene la osadía de mencionarlo, puede verse sometido a todo tipo de
dicterios, como si estuviera poniendo en grave peligro la convivencia de la
sociedad española. Todavía más, es que a la mayoría política e intelectual les
resulta intolerable la existencia del hecho. Cuando sería muy fácil el
admitirlo, considerando las circunstancias propias de una Transición todavía
mediatizada por un pasado dictatorial y un mando militar muy poco predispuesto
a admitir que alguno pudiera cuestionar la indisoluble unidad de la nación
española, como si ésta fuera una realidad metafísica.
La
conclusión de todo lo antecedente parece clara. Se podrá cuestionar la esencia
y la existencia de los nacionalismos periféricos con los argumentos que
parezcan oportunos. Mas nunca con la susodicha teoría del “consenso”, por lo
menos en lo que hace referencia al artículo 2º de nuestra Constitución, ya que
no lo hubo en absoluto, como queda demostrado fehacientemente.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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