nuevatribuna.es | 27 Septiembre 2013 - 18:40 h.
Tiene
retranca cínica que el director de El Mundo haya
propuesto la creación de una Comisión para la Verdad y la Regeneración con el
fin de abordar los problemas de la corrupción y, supone uno, erradicarlos, más
que de la vida pública de la vida privada de quienes han hecho de cualquier
sistema de poder un mecanismo legal para
hacerse ricos.
Y no es porque desconfíe de la moralidad sin tacha del
director de este periódico, sino porque, si alguien debería saber de la
inutilidad de dicho intento, ese, sin duda, es el propio director de dicho
periódico. O, quizás, no. Quizás, esté yo equivocado y sea verdad que existan
personas capaces de regenerar la conducta de los demás aunque no puedan con la
propia. Si algo muestra la historia es que quien más vocifera en pro de la
ética y de la moralidad, más ayuno anda de ellas. Se dice que cada uno puede
hacer lo que le venga en gana en su corral privado, pero no se añade que
aquello que hace uno en secreto es lo que le gustaría hacer en la esfera de lo
público. Así que, cuando tiene ocasión de montar este espectáculo, no duda un
Ere en montarlo.
Entiendo
y comprendo muy bien que el director de El Mundo, haya
tenido un sueño, imaginándose la resultante de cruzar un Joaquín Costa con el
Ortega y Gasset que impulsó la Agrupación al servicio de la República, en 1931,
y quiera aparecer ante los españoles como el nuevo Robin Hood de la Moralidad
Universal y, de paso, vender más periódicos que la competencia.
Premisa que no niega que la prensa se dedique a investigar y
denunciar el amplio espectro de la corrupción que hoy día acogota el entramado
institucional de la vida política y económica española. Bienvenida sea si
lo hace, pero si los jueces de este país no arriman la toga en esa higiénica
dirección la tenemos clara, Mikelarena. Mucho me temo que el sistema judicial
español al unísono jurídico no esté por la labor, viéndolo como ha entrado en
el Barroco más tenebroso de su andadura gracias a magistrados que uno pensaba
que se pasaban la vida cortejando a Montesquieu.
El problema del engaño y de la mentira, de la falta de
transparencia y la defensa a ultranza de los secretos de Estado, goza de larga
y penosa historia que nos obliga a ahogar nuestra esperanza en escepticismo.
Una larga historia cuya contundente conclusión es que la mentira, el engaño, el
ocultamiento, la falsificación –el lector puede utilizar los sinónimos de la
andrómina que mejor le plazcan- han sido consustanciales al poder, a cualquier
poder, ya que sin ellos no es nada.
Hace
mucho tiempo, pero mucho tiempo, que la verdad hizo agua. Por lo menos, desde
el mito de Pandora. Desde entonces, belleza, bondad verdad y libertad dejaron
de mantener relaciones íntimas y transparentes. En cuanto al ser humano, hace
mucho tiempo que le obligaron a vender su libertad por el magro plato de
lentejas de una seguridad ridícula, propia de un Estado totalitario. El metro
que rige el sistema actual de valores no es la verdad, sino la necesidad. Y la
necesidad es el territorio antinómico de la libertad. Una cosa no se valora en
función de la verdad que comporte, sino en función de las necesidades que
satisface y, sobre todo, qué y a quién satisface. Si algo cubre mis
necesidades, es verdadero. De ahí a mentir de forma sistemática no hay más que
un paso. Como diría Kafka en El Proceso, “la
mentira se convierte en orden universal”.
Antes se decía que con la verdad se iba a cualquier parte.
Ahora, decir la verdad es el principio de una tragedia a punto de estallar.
Zapatero negó en su día la crisis económica y acabamos precipitándonos en ella
con violencia de geiser. Con el PP, la mentira es el manto, la toca y la
peineta con los que se cubre cualquier acción de gobierno, sea en diferido o
con carácter retroactivo. Gürtel, Bárcenas, Casa Real y Nóos, y lo que termine
por salir flote de ese iceberg colosal de la mentira que los gobiernos,
pero en especial este último, han administrado con tanta desvergüenza como
hipocresía.
Pensar que por decir la verdad, investigarla, aclararla, y
denunciar la mentira esté donde esté, conseguiremos que quienes nos gobiernan
se convertirán en niños buenos y nunca dirán mentiras, es de una ingenuidad
absoluta. Y no porque ya el filósofo Heráclito nos aclarara que la naturaleza
de las cosas tiene por hábito el ocultamiento, que también, sino porque el ser
humano es, esencialmente, un mal bicho, a quien le cuesta muy poco sacar a
flote su naturaleza de depredador y caníbal. Sin olvidar que las instituciones
sociales que el mismo funda son derivaciones de esa misma naturaleza.
El problema tiene, por tanto, una raíz muy familiar. El Estado
cree que tiene el derecho a mentir por razones de seguridad ciudadana. Lo que
es el acabose del paternalismo: “Te miento por tu bien”.
Y aquello de que “la verdad os hará libres”, pasó a mejor
gloria. A lo sumo, y esto con mucho esfuerzo, nos haría verdaderos. Pero
verdaderos, ¿para qué? Para nada. Como decía Karl Kraus, “todo es verdadero, y
también su contrario”. Hoy, al niño del cuento de Andersen que dijo que el rey
iba en pelotas, sus propios padres lo hubieran encarcelado o llevado a un
centro de menores, y, en el mejor de los casos, al óptico más cercano.
El argumento ya estaba en Platón. Los aparatos del Estado y el
Gobierno saben bien de lo que hablan y de lo que se llevan entre manos, así que
dejémoslos que actúen, que lo harán mucho mejor que nosotros que somos
ignorantes perdidos. Ya sabemos por experiencia que la premisa de la
identificación platónica entre conocimiento y virtud no conduce al bien. Lo
único que garantiza es el principio autoritario de la legitimidad demócrata y
tecnocrática. Si solo actúa bien quien conoce el bien, y solo lo conoce quien tiene
el Poder, la ciudadanía tendrá que aceptarlo so pena de sufrir las
consecuencias inmediatas de su incredulidad laica. Pero no hay que preocuparse.
El gobierno todo lo hace por nuestro bien. Incluso, cuando nos miente de modo
tan repugnante.
Antes he insinuado que la historia viene de muy lejos. Desde
Platón y reciclado por Maquiavelo, desde luego. Pero recordemos que en 1778.
Federico II de Prusia, el gran emperador del Despotismo Ilustrado, amigo de
Voltaire y de Condorcet, propuso a la Academia Real de Ciencias y Letras de
Berlín la convocatoria de un concurso de ensayo con una proposición bien
apetitosa para cualquier filósofo: “¿Es útil para el pueblo ser engañado, bien
sea mediante la inducción a nuevos errores, bien manteniéndolos en los que ya
tiene?”.
De los treinta y tres trabajos que se aceptaron finalmente,
veinte optaron por la respuesta negativa; y trece, por la afirmativa. Sin
embargo, a la hora de fallar el concurso, Federico II de Prusia hizo valer su
opinión regia para que el premio se dividiera entre el matemático Castillon,
que sí era partidario del engaño, y del filósofo Becker, que no lo era bajo
ninguna perspectiva.
Aquel
fallo fue la consagración de la derrota de la verdad, de la transparencia y de
la razón en una época en que la sociedad comenzaba a ser mayor de edad y
se atrevía a pensar, como deseaba Kant, en definitiva, a
ser ilustrada.
Desde
entonces, los argumentos a favor y en contra del engaño para gobernar siguen
donde estaban. No se han movido un ápice. Si leen dichos ensayos –publicados
por el Centro de Estudios Constitucionales, en 1991-, observarán en ellos las
mismas artimañas y falacias de hoy para mantener el status quo de la falsificación y los mismos
razonamientos en favor de la transparencia.
Así que
como en Alicia en el país de las maravillas, seguiremos en la
brecha corriendo a toda prisa si queremos permanecer en el lugar en que
estamos.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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