Artículos de Opinión |
Manuel Navarrete* | 29-09-2013 |
El progre vulgaris razona más o menos de la siguiente manera: todo lo que
dicen los medios de comunicación sobre nuestras manifestaciones, sobre
Palestina, sobre la reforma laboral, sobre la huelga general y sobre la banca
es mentira, está lleno de manipulaciones y tendenciosamente falseado. Pero
cuando estos medios de comunicación hablan sobre países socialistas, entonces
dejan de ser empresas privadas con intereses capitalistas y pasan a ser los
portadores de la verdad absoluta. Todo lo que digan, hasta lo más disparatado y
surrealista, es real y no hay nada más que hablar.
El progre vulgaris sólo tiene memoria histórica para la derrota; jamás para
la victoria. Cuando se trata de recordar aquellos países en los que se
produjeron heroicas y masivas revoluciones sociales, se derrocó al poder de la
burguesía y se inició, con todas las dificultades del mundo y más, la
construcción socialista, entonces, misteriosamente, deja de haber una memoria
alternativa que reivindicar, y basta con servirse de lo que nos ofrecen los
medios convencionales, cuya versión, acríticamente aceptada como la verdad,
nadie pone en duda.
Es prácticamente imposible no pensar que estamos tirando piedras contra
nuestro propio tejado, cuando vemos a la gente de izquierdas más preocupada por
satanizar algo tan poco peligroso en la actualidad como “la burocracia
soviética” que por denunciar la dictadura bancaria y burguesa que deteriora
nuestras condiciones de vida actuales a pasos agigantados.
Si el problema fundamental de la humanidad es el de proporcionar a los
oprimidos pan, trabajo, vivienda, educación y salud, entonces podemos afirmar
literalmente que el socialismo realmente existente (¿cuál si no, el
inexistente?) solucionó las problemáticas más acuciantes de nuestra especie,
haciendo del planeta un lugar más justo, digno y esperanzador.
Soslayar los logros sociales de los países socialistas, o minimizarlos como
si fueran “algo secundario”, es una falta de respeto para todos aquellos que
dieron su vida para acabar con la explotación de la burguesía, para todos
aquellos que hoy día mueren y matarían por acceder a los estándares de vida
logrados en el campo socialista e incluso para nosotros mismos.
Los complejos inducidos son funcionales para el sistema, porque nos hacen
renegar de todo aquello que realmente hace daño al sistema (véanse las
terribles manipulaciones que han equiparado, en la conciencia de muchos
compañeros, guerrilla con “terrorismo”, cuando este último, en realidad, sólo
puede ser ejercido desde el Estado). Sí, debemos insistir: la URSS, la China
Popular y Cuba le hacen más daño al sistema capitalista que miles de foros
sociales, manifestaciones pacíficas (léase folklóricas) o “cuartas
internacionales” obreras.
Reivindicar con orgullo los logros sociales de aquellos países que
integraron el campo socialista es un ejercicio básico de memoria histórica que
debería ser obligatorio para todos aquellos que luchamos contra el sistema, si
queremos que todos aquellos que sufren sus efectos cobren conciencia de que
existen alternativas reales.
No podemos ocultarle a quienes padecen los efectos de la especulación
inmobiliaria que en la URSS de 1990 se pagaba el mismo alquiler por una
vivienda que en 1928; el mismo pago por electricidad, calefacción y teléfono que
en 1948; el mismo billete de metro que en 1932; lo mismo en productos
alimenticios que en 1950.
No podemos ocultarle a un país como el nuestro, cuya esperanza de vida,
dados los efectos catastróficos de la crisis capitalista, comienza a disminuir
aceleradamente, que en la URSS la esperanza de vida era de 34 años en 1923 y
sólo en las tres primeras décadas de revolución socialista se consiguió
elevarla hasta los 70.
No podemos ocultar en un país que, como éste, niega los derechos nacionales
más elementales que la URSS dio forma escrita a 48 lenguas que bajo el zarismo
no la tenían; que en 1990 se editaban obras en 77 idiomas soviéticos.
El purismo ideológico y dogmático no puede llevarnos a negar la más
elemental justicia analítica y el más básico rigor conceptual. Por ello, es
imperativo reconocer los logros de la revolución socialista en una China
Popular que, desde 1949 hasta 1976 (fecha de la muerte de Mao), duplicó su
esperanza de vida: de 32 a 65 años. ¿A qué nos lleva ocultar que en 1970
Shangai tenía una tasa de mortalidad infantil menor que Nueva York? ¿Por qué
deberíamos ocultar que la China de Mao formó a 1’3 millones de campesinos como
médicos rurales para atender las necesidades sanitarias en el campo?
¿Y Cuba? ¿Qué adelantamos haciendo que nuestro pueblo trabajador ignore que
Cuba erradicó el analfabetismo en 1961, en sólo 2 años de revolución? ¿O que ha
erradicado la desnutrición infantil y exhibe la esperanza de vida más alta del
llamado Tercer Mundo (78 años) y la tasa de mortalidad infantil más baja de
América Latina (4’7 por cada mil nacidos vivos), incluso por debajo de la de EE
UU?
¿Por qué no hablar a los trabajadores, con orgullo socialista, de programas
cubanos como el “Yo sí puedo”, que ha liberado de analfabetismo varios países
latinoamericanos (Venezuela, Nicaragua, Bolivia), o la “Operación Milagro”, que
ha curado la vista de forma gratuita a más de 1’5 millones de personas de más
de 20 nacionalidades empobrecidas? ¿Es mejor exportar invasiones militares y
multinacionales saqueadoras, como hacen los EE UU?
¿Por qué no defender con orgullo la superioridad material y moral del
socialismo, cuando en los países del Este, tras la restauración del
capitalismo, el producto interior bruto y los bienes y servicios medios han
disminuido en un 10%, en sólo una década, lo que supone una pérdida efectiva de
un 40% de poder adquisitivo?
Si en la Rusia del año 2000 el PIB había caído un 33% en sólo una década de
capitalismo; si en 1917 el PIB por habitante en la posterior zona URSS
alcanzaba un 10% del de EE UU, y sin embargo en 1989 lo había superado en un
43% (a pesar de la devastación que supuso la invasión nazi-fascista); si hoy
día, por culpa del capitalismo, la URSS ha retrocedido un siglo y su PIB por
habitante vuelve a ser inferior al de EE UU… entonces, ¿por qué condenar a la
Unión Soviética sigue siendo preceptivo y obligatorio para entrar en el club de
los “bien pensantes” y obtener el derecho a ser escuchado en determinados
círculos?
Si, en la URSS, gracias al socialismo el número de estudiantes a tiempo
completo se multiplicó por seis; las camas de hospital casi por diez; los niños
atendidos en guarderías, por 1.385; si el número de médicos por cada cien mil
habitantes era de 205, comparado con los 170 en Italia y Austria, los 150 en
EEUU, los 144 en la Alemania capitalista, los 110 en Gran Bretaña, Francia y
Holanda y los 101 en Suecia (tan admirada por socialdemócratas y amigos del
“capitalismo con rostro humano”); si la esperanza de vida se duplicó y la
mortalidad infantil se redujo a una novena parte; si, en 1972, el número de
médicos había aumentado desde 135.000 a 484.000 y el número de camas de
hospital de 791.000 a 2.224.000, entonces, ¿cómo considerar que la sociedad
burguesa es más humana que la sociedad socialista?
¿Por qué hacer énfasis únicamente en las imperfecciones y supuestos
defectos de esta última, simplificando además la cuestión sin tener en cuenta
ningún factor contextual o político?
Hay realidades innegables, cuya negación u ocultación constituyen un
crimen. Bajo el socialismo, los equipos sociales eran sobresalientemente altos.
Había una altísima seguridad social de base. El empleo a tiempo completo estaba
garantizado para toda la vida. Muchos bienes de consumo y servicios básicos
eran subsidiados. A nadie le faltaba alimentación, vestido o vivienda. El
acceso a la sanidad y la educación eran gratuitos. La pensión estaba asegurada.
Eso por no hablar de las manipulaciones históricas. Lejos de ser una
“contrarrevolución burocrática”, como algunos gustan de afirmar, los años 30
supusieron en la URSS una época de promoción técnica y política sin precedentes
para millones de obreros y campesinos humildes, que tomaron en las manos su
propio destino.
¿Significa esto que los países del campo socialista fueran perfectos o no
deban criticarse? No. Lo que significa es que la crítica efectuada, por
ejemplo, por el trotskismo es una crítica superficial y frívola, que tiene el
terreno abonado en la demonización mediática del socialismo y que únicamente
sirve para “echar balones fuera”, partiendo de una visión idealizada y
antidialéctica de la realidad, como si el socialismo no sufriera
contradicciones o problemas, sino que todo fuera únicamente “culpa de otros”
(o, para concretar, de Stalin). Como si supusiéramos por ejemplo que, bajo Trotsky
todo habría sido armonía y la colectivización y la lucha contra los
terratenientes (o incluso la derrota del imperialismo nazi) habría podido
llevarse a cabo sin ejercer ninguna violencia.
Por supuesto, esto no casa con el hecho de que Trotsky reprimiera con
ferocidad la rebelión de Kronstadt en 1921, o propusiera militarizar los
sindicatos y subordinarlos al Estado en el IX Congreso (1920) y reafirmar la
dictadura del partido por encima de los soviets en el X Congreso (1921). Nada
de eso importa, porque, más allá de la historia real, los bien pensantes
necesitan una mitología simplificadora que le permita conectar con los
prejuicios inducidos que padece la gente llana, reforzándolos y generando
derrotismo. Un oportunismo que, por otra parte, tampoco les ha llevado a
ninguna parte, como prueba el hecho de que no hayan encabezado ningún proceso
revolucionario en toda la historia.
No seamos unilaterales. Es posible ser críticos desde el apoyo, sin
incurrir en el personalismo y la superficialidad. Hay que hablar de los
insuficientes canales de participación popular habilitados. De los
insuficientes esfuerzos hechos para superar la contradicción entre el campo y
la ciudad, así como para superar la contradicción entre trabajo manual e
intelectual. Aún más grave: de las medidas de mercado implementadas en los años
50, que, como denunció el Che Guevara, generaron una crisis de conciencia e
impidieron la construcción del hombre nuevo. De que todo esto llevó a que, en
1991, la URSS fuera destruida sin que las clases obrera y campesina dispararan
un solo tiro para defenderla, lo que nos indica que la gente había dejado de
creerse protagonista de la construcción socialista.
Se nos impone ser críticos sin ser insensatos, generar una memoria
histórica de los oprimidos y reivindicar las experiencias sociales más
avanzadas de la historia humana, recordando aquella cita de Lenin que venía a
decirnos que un solo paso “realmente existente” de la clase obrera vale más que
mil programas perfectos y refinados.
(*) Manuel Navarrete es profesor de Lengua y Literatura. Licenciado en Filología Hispánica, Máster en Profesorado y Máster en Estudios Americanos por la Universidad de Sevilla (Andalucía). Activista de los movimientos sociales y del sindicalismo alternativo y de clase. Pesimista de la razón y optimista de la voluntad. Amigo de la Revolución Cubana y de los procesos emergentes y antiimperialistas en América Latina, realiza sus estudios de doctorado sobre la figura de José Carlos Mariátegui. Enemigo de la Ley de Partidos y de toda la legislación represiva. Ha participado como coautor en los libros "Bolonia no existe" (Hiru) y "Sastre, compañero" (Txalaparta).
Título
original:
"Memoria histórica de la construcción socialista".
Fuente: http://canarias-semanal.org/
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