22 mayo 2013
Lidia
Falcón
Abogada y escritora. Líder del Partido Feminista
Abogada y escritora. Líder del Partido Feminista
Con
la noticia de la aprobación del proyecto de Ley de Educación de Wert se me
agolpan los recuerdos de las sucesivas experiencias que la instrucción pública
ha sufrido en nuestro país. No olvidemos que el Ministerio de la II República
se llamaba expresamente así, cuando los hombres y mujeres ilustrados, formados
en la Institución Libre de Enseñanza, creían que la implantación de un sistema
de enseñanza, público, obligatorio, laico, igualitario, universal y gratuito,
basado en los valores de la moral de la Ilustración, haría de España un país
avanzado, desarrollado y libre. Precisamente el proyecto que tuvo la II
República y que tan sangrientamente fue destrozado por la Guerra civil y la
dictadura.
Pues
bien, en ningún momento de estos tan alabados años de democracia, que no de
República, no hemos logrado recuperar aquel bendito plan de enseñanza cuyo
último Ministro Marcelino Domingo implantó en los últimos años de su mandato.
Ni los socialistas, siempre estrangulados por su temor a la Iglesia, a la
burguesía y a los poderes financieros, que con evidente cobardía nunca se
atreven a molestar a las oligarquías; ni por supuesto los populares que vienen
a cumplir los propósitos de sus amos: capitalistas, OPUS, vaticanistas, han
reimplantado en España un sistema escolar que siguiera los pasos de nuestros
admirables maestros republicanos.
No
solamente no se han construido escuelas públicas en la proporción necesaria,
confiando buena parte de la enseñanza a los colegios privados –esos que ahora
se llaman concertados-, y que pagamos con fondos públicos, la mayoría de los
cuales naturalmente son religiosos; no solamente no se ha dotado de medios
económicos a los colegios e institutos, no se ha contratado a los profesores
necesarios para que las aulas no estén saturadas, sino que, sobre todo, sobre
todo, se ha procurado desprestigiar a la escuela pública y a sus maestros.
Exactamente la política contraria a la que realizaron, con tanto esfuerzo y
entusiasmo los hombres y mujeres de la II República.
Los
políticos que han gobernado en nuestro país en los últimos treinta años se han
complacido en cumplir en primer lugar las exigencias de la Iglesia,
proporcionando clases de religión cuyos profesores se pagan del erario público.
Y por supuesto han puesto el sistema educativo al servicio del capital. Las
escuelas y las Universidades privadas proliferan por todo el país,
prestigiándose a pesar de poseer un nivel detestable, gracias a que los
gobiernos han difundido de la idea de que la escuela pública es de muy mala
calidad y que cualquier familia que se precie ha de matricular a sus hijos en
la privada. Esa que lleva nombres tan modernos y liberales como Sagrado
Corazón, Esclavas de Jesús, Esclavas de María, Hermanos de las Escuelas
Cristianas, Nuestra Señora de Lourdes, Escolapios, Franciscanos, Maristas,
etc.etc.
Los
programas escolares están dirigidos a cubrir las necesidades de las empresas y
en absoluto a dotar de capacidad de pensamiento y de crítica, así como
sabiduría, a los alumnos, de tal modo que en estos años se han ido rebajando de
categoría, hasta casi desaparecer, todas aquellas materias que forman realmente
a los individuos para que se conviertan en personas, y que hoy se consideran
inútiles: Latín, Griego, Filosofía, Arte, Lengua, Literatura, Historia,
Sociología, Música. Inútiles para formar trabajadores del capital, que sólo
requiere trabajadores manuales especializados, o gestores de las empresas. El
plan Bolonia es el delirio de este proyecto, que el capital europeo ha impuesto
con saña y que en nuestro desgraciado país, ya desangrado por el avance sin
piedad de las exigencias de la oligarquía, llevará al final desguazamiento de
la enseñanza humanística y clásica.
Lo
verdaderamente patético no es que la nueva ley Wert imponga evaluaciones
periódicas, rebaje la edad para decidir la Formación Profesional o el
Bachillerato, o sitúe a la Religión como asignatura troncal, como se están
complaciendo en criticar los opositores a esa ley, con una indignación
sorprendida, totalmente infantil. Esas medidas eran perfectamente previsibles,
ya que están en el ADN de la derecha española, y únicamente vienen a agravar
las terribles carencias anteriores. Lo que ha desmontado nuestro sistema
educativo ha sido la política implantada desde el comienzo de la democracia, y
especialmente desde el triunfo del PSOE en 1982, cuando se estimó que lo
importante para que “España funcionara” como destacaron González y Guerra, era
que los estudiantes se prepararan para competir con la empresa capitalista
europea. Y ese propósito, ni siquiera conseguido porque la escuela española no
ha asumido nunca que hay que enseñar a las niñas y a los niños la perfección de
las tareas, se tenía que alcanzar estudiando materias técnicas y de
administración de empresa y despreciando todo el acervo que forma parte de la
cultura universal.
Entrar
en la carrera de la competitividad implica la exaltación del individualismo
frente a la tarea colectiva, imponer la meritocracia frente al avance de la
mayoría, que tan abandonada estaba, y dedicar todos los esfuerzos a ganar
dinero, como con tanta arrogancia afirmó Carlos Solchaga, cuando era ministro
de Economía, presumiendo de que España era el país donde era más fácil hacerse
rico en poco tiempo. Cuando la burbuja inmobiliaria atrajo a miles de jóvenes a
acarrear ladrillos porque era más lucrativo que estudiar, el fracaso de la
escuela pública estaba garantizado.
Cuando
se elaboró el primer informe PISA me dejó pasmada la reacción de los
profesores, algunos de los cuales tengo en la mayor estima. Parecían
sorprendidos por los resultados como si nunca, en sus muchos años de trabajo en
la docencia hubiesen podido imaginar que sus alumnos padecían las carencias que
allí se evidenciaron. Recuerdo que a una de las directoras de Instituto le
escribí que yo, que tenía pasantes de mi bufete, Licenciadas en Derecho y
abogadas en ejercicio, que no sabían leer ni escribir, conocía desde hacía
tiempo el nivel cultural de nuestros jóvenes y que no comprendía como ellos,
los profesores que se dedicaban a eso, no se habían enterado antes.
Pero
es que el desprecio con que se trata a los profesores desde la implantación de
la dictadura, y que apenas se ha mejorado en la democracia, es otra de las simas
que no se han superado y que condenan irremisiblemente al fracaso a nuestro
sistema educativo. Mal pagados, abrumados por tareas superiores a cualquier
capacidad humana, y denostados como culpables del retraso endémico de nuestra
instrucción, los profesores se han convertido en un colectivo de segunda
categoría al que muy pocos querrían pertenecer. De tal modo, la enseñanza es el
último remedio para obtener un empleo, cuando no se puede administrar una
empresa rentable o el nivel de las pruebas no permite acceder a la física
nuclear. En consecuencia, una buena parte del profesorado no tiene vocación
alguna para una tarea tan dura, tan ingrata, tan mal retribuida y tan poco
estimada. Y con la desgana con que enseñan los alumnos no pueden sentirse motivados.
En consecuencia, unos constituyen una clase explotada y sin reconocimiento, y
los otros se convierten en ciudadanos mal formados, desinteresados de la
cultura y frustrados en sus pretensiones de hacerse ricos.
Por
tanto, nuestros profesores y nuestros alumnos desconocen lo que fue la máxima
ambición de la II República, que aquellos sintieran la pasión de enseñar y
estos el placer de aprender.
Fuente: www.publico.es
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