La deuda del PP en Madrid es el 21% de todos los Ayuntamientos.
La aparente solución se basa en un supuesto falso: que a mayor
centralización y tamaño en los proveedores de servicios, mayor economía de
escala.
Artículos de Opinión | Juan Torres López | 21-05-2013 |
La
crisis se ha convertido en la excusa para que los Gobiernos lleven a cabo
reformas que ni tienen que ver con sus causas ni ayudan a salir de ella.
Así
ocurre con la financiera. Dicen que busca aflorar el crédito pero solo
conseguirá que cuatro o cinco bancos controlen el mercado. O con la laboral, de
la que se aseguró que crearía empleo y que solo ha logrado abaratar aún más la
mano de obra y dar nuevo poder al gran empresariado. Por no hablar de las que
se han realizado en sanidad, educación o en pensiones, a fin de cuentas para
dar entrada al interés privado, incluso a costa de mayor gasto en el conjunto
de la economía. Y algo parecido es lo que esconde la reforma local que pretende
llevar a cabo el ministro Montoro, aunque en este caso su doble juego resultó
tan escandaloso que la tuvo que posponer. Quizá por poco tiempo si la inmediata
visita de los inspectores de la troika obliga a sacarla de nuevo del cajón.
La
reforma, como las de otros servicios públicos, se justifica asegurando que los
Ayuntamientos cuestan mucho dinero, que gastan en exceso realizando actividades
que no le son propias y que generan demasiada deuda, lo que lleva al Gobierno a
imponer un procedimiento contundente y directo para quitarle competencias, privatizar
servicios e incluso para hacer que muchos desaparezcan.
Abordar
la reforma de un ámbito tan importante y determinante del bienestar y la
eficiencia económica persiguiendo solamente que los Ayuntamientos gasten menos
ya es algo irracional. Sobre todo, si no se ponen previamente sobre la mesa su
inveterada carencia de recursos, la ausencia de un planteamiento de fondo sobre
su marco competencial y la debilidad de nuestro Estado de bienestar, que son
las verdaderas causas de que en los últimos años, y esto sí que es cierto, la
función local se haya desnaturalizado considerablemente, al menos en muchos
casos.
Pero
ni siquiera así se justifican los planes del Gobierno. Lo cierto es que el peso
del gasto municipal en el PIB español sigue siendo más o menos el mismo que en
1981 y que la deuda de los Ayuntamientos es una parte muy pequeña (alrededor
del 3%) de toda la deuda pública, y eso teniendo en cuenta que la generada por
el PP en Madrid (7.429,6 millones de euros a finales de 2012) representa el 21%
de la de todos los Ayuntamientos españoles, más elevada incluso que la que
tienen todos los de Andalucía juntos.
Sobre
la existencia de duplicidades en la prestación de servicios no se tienen datos
rigurosos para toda España, pero allí donde se han estudiado en serio resulta
que los Ayuntamientos son los menos responsables de ello. Y, en todo caso, el
procedimiento ideado por el Gobierno para resolverlas, establecer desde Madrid
un coste estándar para todos los Ayuntamientos y servicios municipales e impedir
que quienes no los ofrezcan por debajo los cedan a las diputaciones o
privaticen la gestión, es seguro que va a crear otras deficiencias y costes aún
mayores, que quizá ni siquiera permitan que al final se ahorre. Entre otras
cosas, porque la aparente solución se basa en un supuesto falso: que a mayor
centralización y tamaño en los proveedores de servicios, mayor economía de
escala; algo que solo se da en servicios (como los de recogida de basuras) que
tienen grandes costes fijos y que en la mayoría de los casos ya están
mancomunados.
La
reforma del Gobierno es otra farsa. No refuerza la autonomía local, ni procura
que los Ayuntamientos dispongan (con la austeridad auténtica a que obliga el
manejo de dinero público) de los recursos necesarios, ni garantiza que se
utilicen con honradez y eficacia. Lo que se hace de nuevo es abrir paso a las
grandes empresas con un daño grande, particularmente en Andalucía, a las pymes
y a las de economía social. Y tratando así a la Administración local, como una
simple unidad de gasto, se destruye un espacio básico de la convivencia e
identidad colectivas y una instancia esencial para la participación ciudadana y
la democracia.
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