Artículos de Opinión | Pau Alarcón | 21-05-2013 |
Este
artículo analiza la historia reciente del sistema político del Estado español,
que está padeciendo una crisis de legitimidad a causa de la recesión económica,
los recortes y los numerosos casos de corrupción.
Según
la versión oficial, la voluntad democrática del Rey, materializada gracias a
Adolfo Suárez, sería la gran responsable de una transición pacífica y ejemplar.
La virtud de los líderes de partidos de izquierda y sindicatos mayoritarios
estribaría en su cautelosa prudencia ante la amenaza del sector duro del
franquismo. Los principales actores de la Transición responderían así a las
demandas de una población que exigiría moderación, tal y como demostrarían las
urnas con el triunfo de las opciones centristas. El gran vencedor de la
Transición sería finalmente un amplísimo consenso que se proyectaría tanto en
el plano político como en el económico.
Sin
embargo, los hechos y las dinámicas que operaron en la época final del
franquismo en realidad apuntan hacia causas más profundas para explicar la
Transición, en lugar de confiar en las buenas intenciones de quienes
previamente juraron su lealtad al dictador Franco.
Dinámicas
antifranquistas
La
mayor parte de la postguerra estuvo marcada por una débil o inexistente
oposición a la dictadura, fruto de la eliminación física de partidos,
sindicalistas y militantes de izquierda tras la guerra civil. Pero a partir de
los años 50 comenzó un lento proceso de incremento de luchas, sobre todo en los
principales centros urbanos.
El
movimiento obrero constituyó la espina dorsal de la oposición al régimen, en un
marco donde las más tímidas reivindicaciones laborales suponían casi
automáticamente poner en cuestión al sistema autoritario en su conjunto. Ante
la existencia de un único sindicato vertical ligado al régimen, la clase
trabajadora empezó a construir comisiones obreras para organizar su lucha de
forma democrática. Estos órganos de base se extendieron y consolidaron durante
los años 60.
El
aumento de las luchas y del tejido asociativo fue consolidando una creciente
oposición a la dictadura en la primera mitad de los años 70. La politización de
las protestas puede comprobarse en el aumento de las huelgas de solidaridad con
otras luchas, que pasó de un 4% en el período 1967-69 a un 44% en 1969-71. Los
elevados niveles de lucha mostraron repetidas veces la capacidad para
sobrepasar la represión del régimen. De este modo se alcanzó el índice de
huelgas más alto de Europa entre 1975 y 1976, precisamente donde éstas estaban
prohibidas y reprimidas.
Así,
la Transición no se puede entender sin contar con los elevados niveles de
oposición al régimen. A las luchas obreras hay que sumar el desarrollo de un
gran tejido social y cultural antifranquista, visualizado por ejemplo en los
fuertes movimientos vecinal y estudiantil, así como la existencia de
organizaciones revolucionarias como la LCR o el MC, que tenían una afiliación
considerable.
Además,
el régimen autoritario no sólo se iba doblegando ante las presiones internas.
Los líderes franquistas promovieron la Transición en un contexto internacional
cargado de lecciones desde finales de los 60 hasta mediados de los 70. El Mayo
del 68 que despertó en Francia puso en jaque el status quo en toda Europa; en
EEUU se extendían las luchas por los derechos civiles y contra el racismo; la
guerra de Vietnam despertó la resistencia tanto de vietnamitas como de un
movimiento antiguerra internacional; en Chile el ascenso de Salvador Allende lo
hacía de la mano de un proceso revolucionario, sin olvidar la lucha por la
igualdad de derechos en Irlanda del Norte o la Primavera de Praga. Con una significación
muy especial para el franquismo, las dictaduras militares cayeron en Grecia y
en Portugal ante las presiones populares.
Transición
sin ruptura
Ante
una crisis interna agudizada desde 1974 y las advertencias que mostraba el
panorama internacional, desde el seno del aparato franquista se decidió diseñar
un proceso de transición.
Desde
la propia legalidad franquista, bajo el lema “de la ley a la ley”, se inició un
proceso de reforma que garantizase el mantenimiento de pilares básicos del
régimen encarnados en la Corona. Se evitaba así el advenimiento de una ruptura
democrática y la consiguiente apertura de un proceso constituyente para decidir
la forma de Estado, de gobierno y de representación mediante la participación
democrática.
En
lugar de esto, el gobierno y la Corona se impusieron como poderes
constituyentes. En un principio lideraron la reforma Arias Navarro, jefe del
gobierno tras la muerte de Franco, y Manuel Fraga. Sin embargo, la oposición en
las calles forzó la despedida de Arias Navarro, incapaz de hacer reformas
reales para desmovilizar las luchas. En ese momento aparece la figura de Adolfo
Suárez, representante del sector más “aperturista” del franquismo, como líder
de un proceso que requería y de hecho encontró la connivencia de los líderes de
la oposición.
Los
dirigentes de la izquierda, básicamente el PSOE y en especial los líderes del
PCE debido a su enorme influencia dentro de los movimientos de base, jugaron un
papel desastroso. En lugar de impulsar la enorme oposición al régimen existente
en 1976, se decidió entrar en una dinámica de pactos secretos entre élites para
diseñar la Transición al margen de la población, aceptando concesiones como la
monarquía o la impunidad para los franquistas e impulsando un importante
proceso de desmovilización social.
Desde
el mismo aparato franquista se decidió celebrar unas elecciones generales en
1977, en lugar de convocar primero unas locales como sería más lógico, por
miedo a repetir el escenario de 1931, cuando las elecciones municipales culminaron
en la proclamación de la II República. En un marco de desmovilización social,
apelación constante a la amenaza de golpe de estado y tardía legalización de
las opciones más combativas pero sin la posibilidad de votar por las fuerzas
políticas a la izquierda del PCE todavía ilegales, los partidos más centristas
obtuvieron los mejores resultados. El continuismo que impregnó este proceso
queda patente en el hecho de que 50 diputados electos ya habían formado parte
de las Cortes franquistas y un tercio del total eran miembros del Opus Dei.
Tras
las elecciones se continuó con esta dinámica del “consenso”, que no era otra
cosa que una Transición impuesta al margen de la participación social, liderada
por sectores procedentes del franquismo y disfrazada de democrática. De este
modo, los Pactos de la Moncloa al final de 1977 supusieron la liquidación del
modelo sindical democrático y de base que luchó contra el franquismo,
exportando la lógica de los pactos institucionales desde arriba al marco
laboral. Igualmente, la Constitución española la diseñaron esas mismas elites,
sin abrir un debate real ni plantear posibles alternativas, dando lugar a un
estado donde no existe una separación efectiva de poderes ni tampoco un control
real del poder.
El
legado del continuismo
La
Transición no representa un hecho histórico aislado de la realidad política
actual. Al contrario, muchos conflictos y problemas actuales se encuentran
anclados en una transición carente de justicia y esencia democrática. El marco
constitucional actual supone un blindaje ante cuestiones que deberían someterse
a la voluntad popular, tales como la propia monarquía o el modelo de Estado,
que niega hoy el derecho de autodeterminación. El control ideológico y moral en
la educación o la naturaleza cavernícola de la derecha también deberíamos
enmarcarlos dentro de las carencias intrínsecas al continuismo impuesto en la
Transición.
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