Los intelectuales latinoamericanos vivieron como propio el conflicto español
Un ambicioso
proyecto repasa en 19 tomos el eco de la contienda en el continente
A los 22 años el argentino Dardo
Cúneo fluctuaba aún entre el estudiante y el periodista cuando una
exclusiva resolvió la cuestión. La tripulación del Sant Tomé se
amotinó en alta mar. Los marineros no querían desembarcar en Canarias, el
puerto previsto, tras su caída en manos de los militares sublevados contra la
República. Cúneo publicó en Crítica el 30 de julio de 1936 un artículo
con la historia de aquella embarcación que acabaría atracando en Senegal. Él
iba a bordo.
Fue la primera de una serie de crónicas sobre la
guerra española de Cúneo, que pertenecía a esa estirpe de periodistas con
intuición para estar donde había que estar y conocer a quien había que conocer.
En Madrid frecuentó a Pablo Neruda, André Malraux,
María
Teresa León y Rafael Alberti. También a Indalecio Prieto y Santiago
Carrillo que, vestido con mono y fumando en pipa, le paseó por el frente
mientras le decía: “Cuando triunfemos sobre los militares sublevados estaremos
en la mitad del camino. Habrá que seguir avanzando. Habrá que cubrir las etapas
que conducen hacia el socialismo”. Ese era Carrillo entonces.
Cúneo es uno de los 200 argentinos que desfilan por
la colección Hispanoamérica y la guerra civil española. La voz de los
intelectuales, un ambicioso proyecto dirigido por Niall Binns para
sumergirse en la respuesta que suscitó en sus antiguas colonias el conflicto
desatado en 1936 en la vieja potencia. La obra, que comprende 19 volúmenes
publicados por la editorial Calambur y que es el resultado de ocho años de
investigación, se ha estrenado este mes con los tomos de Argentina y Ecuador, a
los que se sumarán en breve los correspondientes a Chile y Perú. Binns,
profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense y
estudioso con similar vehemencia de la Guerra Civil y de Nicanor Parra, ha
comprobado que el conflicto español se vivió como propio en diferentes
sociedades latinoamericanas, movilizadas en campañas a favor de unos y otros.
Si pervivían resquemores históricos por el pasado, el conflicto los enterró
temporalmente.
Tras la implantación de la República, de hecho, las
relaciones se habían saneado. Los estados se miraron de frente, entre iguales.
“España deja de ser una potencia decadente y empieza a ser un ejemplo a seguir
tras la caída de la monarquía. Expresiones que antes eran rancias o
conservadoras como la ‘madre patria’ empiezan a ser patrimonio de los
progresistas latinoamericanos”, expone el investigador. La lucha centrifugó las
pasiones. “Jamás en los países de Hispanoamérica se había escrito tanto sobre
España”, subraya. Poemas, obras teatrales, artículos, panfletos, crónicas,
ensayos y cualquier otro género imaginable se puso al servicio de la causa
republicana y, en menor medida, la franquista. “¡Cuídate, España, de tu propia
España!”, escribió el peruano César Vallejo en su España, aparta de mí este cáliz,
el poemario que dedicó al conflicto en 1937, un año antes de morir en París. En
el exilio Vallejo escribía sin cortapisas. “Debido a la censura de la
dictadura, la mayoría de los textos peruanos a favor de la República se
publicarían en Francia, Chile, Argentina o España”, señala Binns.
Chile, por el contrario, fue un hervidero. Binns
atribuye esta intensidad al “motor” de María Zambrano, instalada en Santiago
desde 1937, y a su coyuntura política interior. “Chile sería el tercer país del
mundo con un gobierno del Frente Popular después de Francia y España”. Futuras
glorias nacionales como Vicente Huidobro o Pablo Neruda se vuelcan con la causa
republicana. “Generales/ traidores:/mirad mi casa muerta, mirad España rota”,
lloró Neruda, un activo participante de la Alianza de Intelectuales
Antifascistas, que luego implantó en Chile.
En los turbulentos treinta, el consulado de Chile
en Madrid parecía una puerta giratoria por la que entraban y salían futuros
Nobel. Cuenta Niall Binns que Neruda (premiado en 1971) sustituyó en 1935 a
Gabriela Mistral (distinguida en 1945), que fue destinada a Lisboa tras la
difusión de una carta con juicios poco diplomáticos sobre los españoles. Los
detestara o no, Mistral se conmovió tanto ante el drama de los niños vascos
evacuados a países europeos que les dedicó los beneficios de su libro Tala.
“Es mi mayor asombro, podría decir también que mi más aguda vergüenza, ver a mi
América Española cruzada de brazos delante de la tragedia de los niños vascos.
En la anchura física y en la generosidad natural de nuestro Continente, había
lugar de sobra para haberlos recibido a todos, evitándoles los países de lengua
imposible, los climas agrios y las razas extrañas”, escribió en el poemario,
donde agradecía a Victoria Ocampo, otro referente de las letras
latinoamericanas aquellos días, que hubiese regalado la impresión de Tala
a través de su editorial. “No es la descastada que suele decirse”, subrayaba
Mistral.
Con la argentina Victoria Ocampo hubo sus más y sus
menos. Durante las primeras semanas de la guerra, la directora de Sur
firmó un manifiesto y se integró en un comité francés de ayuda a la República
(la derecha argentina llegaría a llamarla “la Pasionaria de la Aristocracia”),
aunque mantuvo a distancia la revista. Sin embargo, la cobertura que Ocampo dio
a Gregorio Marañón en Buenos Aires desató una polémica agria en las filas
republicanas. “No puedo entender cómo usted (…) ha podido tener ese gesto,
creyendo amparar con una aparente, falsa generosidad quijotesca, que usted
acaso considera valerosa, la cobardía de ese renegado de todo”, le reprochó José
Bergamín en un duro intercambio epistolar.
La causa de los sublevados también encontró eco en
América Latina, aunque ni el número ni el renombre de sus simpatizantes fue
comparable al que halló la defensa de la República. La ecuatoriana Hortensia
Pagés (“Creo en España una, fuerte, privilegiada e invencible”) organizó un
comité de auxilio y, en Argentina, resonó la voz del hijo de Leopoldo Lugones,
gran poeta modernista y primer intelectual fascista del país (“ha sonado otra
vez, para bien del mundo, la hora de la espada”). El poeta Lugones tuvo la
singularidad de guardar silencio con el argumento de que los argentinos no
debían opinar sobre asuntos extranjeros, pero su hijo, un comisario que pasó a
la historia por perfeccionar la tortura con el uso de la picana eléctrica y el techo
(baño en excrementos), escribió al Gobierno de Franco en febrero de 1939 una
carta en la que rechazaba la acogida de refugiados republicanos: “Dios quiera
que jamás pisen suelo argentino esos trabajadores díscolos embrutecidos con la
prédica de Moscú; que tampoco vengan para acá maestros que ya ni siquiera
españoles ni nada son (…) Y sobre todo que no aparezcan por tierra de San
Martín los intelectuales de izquierda autores directos del tétrico panorama de
España”.
Y, en medio, Borges. Que escribió una necrológica
de Unamuno, que primero saludó la rebelión militar y luego la condenó nada más
ver la represión, sin citar las circunstancias de sus últimos meses del 36.
Cuando le preguntaron si el arte debía estar al servicio del problema social,
dijo: “Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio
de la política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o
de artillería liberal o de repostería endecasílaba”.
Fuente: www.elpais.com
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