El deterioro económico de Portugal incide en un
aumento de la pobreza extrema
JORGE
CASANOVA
La Voz en
Lisboa 21 de abril de 2013 10:07
Antón come
un plato caliente servido por un grupo de voluntarios frente a la cola que
espera a ser servida. vítor
mejuto. enviado especial
María Eduarda, cerca del comedor social de Anjos. v. m.
Son ya más
de las once de la noche de un martes en la Praça do Rossio, en pleno centro de
Lisboa. Aún hay turistas cenando en las terrazas y trasiego de taxis, aunque el
lugar parece más proclive a descansar que a seguir de jarana. De pronto, junto
al Teatro Nacional Dona Maria, se aposentan tres camionetas que ponen en marcha
una inesperada representación: siluetas oscuras que eran invisibles, caminantes
que surgen de las calles adyacentes, personas que toman rostro a medida que se
aproximan a la luz y confluyen alrededor del convoy, del que descienden un grupo
de hombres y mujeres con unas siglas a la espalda: AND.
La función
no es original. Se puede ver en cualquier capital de Europa. Es la cola del
hambre, la fila de los derrotados, el último vagón. «Vengo siempre. Siempre que
puedo», dice Antón dos Santos. Tiene 42 años, la mitad de ellos en Lisboa. Me
atiende a mí y al potaje que le han servido los voluntarios de la Associação
Nova Dimensão, una oenegé que cada martes atiende a una media de un centenar en
ese punto de la ciudad. Antón vive de una pensión de integración, una especie
de Risga que le reporta 178 euros. Paga un cuarto que le cuesta 175. Y con su
saldo de tres euros se tiene que arreglar todo el mes.
Hay una ruta
de los comedores sociales, un itinerario de supervivencia que toda esta gente
conoce y del que depende para sobrevivir. «Aquí atendemos a todo el que viene:
al que aún tiene un trabajo, al que lo ha perdido y al que no lo quiere»,
explica María Paula, coordinadora del grupo, que se afana en atender la cola y
ofrecer abrigo en un ropero ambulante en el que mejorar los zapatos o un
jersey. Antón se saca un cigarrito y se lamenta de la falta de trabajo. «Hay
mucha crisis», justifico.
-Sí. Como en
España.
Aquellos
buenos tiempos
La palabra
atrae a João, una especie de versión portuguesa de Robert Carlyle, que pasó en
el país vecino los buenos años: «Vivía en Tarrasa y ganaba 1.195 euros, que era
un buen dinero. Pagaba 500 de apartamento y tenía novia. Vivíamos en la
gloria». Estoy seguro de que sí. Pero ahora, João, que ya calza 45 tacos, está
varado en Lisboa, sin oficio ni beneficio. Con el estómago lleno, la calle se
va llenando de buenos recuerdos. Luis, otro paria, asegura que llegó a ganar
3.000 euros al mes cuando estaba en Alemania. Se lo fundía todo. Acabó en
Noruega, inadaptado, y volvió a Lisboa. Al arroyo.
La AND, que
efectúa estas intervenciones de urgencia por todo el país, no recibe ayudas
públicas, según explica la coordinadora del grupo: «Lo hacemos con donaciones privadas,
principalmente de empresarios. Y el trabajo de los voluntarios». La degradación
económica del país va arrojando a la calle un siniestro reguero de víctimas que
sobreviven con dificultad y que cada vez son menos invisibles. Una parte del
centenar de indigentes que se arremolinan en el Rossio, saldrá de allí para
dormir en un cuarto. Otros lo harán entre cartones, alumbrados por los
escaparates de las tiendas de lujo de la avenida de la Liberdade o junto al
Tajo en Santa Apolonia.
No hay que
ser un lince para detectar al pequeño ejército de excluidos que se mueve por la
ciudad. Son muy parecidos a los de Vigo o A Coruña. Sin embargo, en Lisboa,
hoy, es posible ver a un hombre recoger una colilla que acaba tirar otro. Y lo
escribo porque lo he visto.
Fuente: www.lavozdegalicia.es
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