Marx y
Spencer (la cadena de tiendas inglesa) han triunfado sobre Marx y Engels”,
sentenció Margaret Thatcher cuando –en el apogeo de su carrera política–
proclamó el triunfo del neoliberalismo en su país. Nunca hubo milagro en el
thatcherismo, sólo ingresos extraordinarios durante la década de los ochenta
gracias la destrucción sistemática de todas las medidas de protección social
junto con la venta de un par de joyas de la corona halladas en el desván del
imperio: las empresas estatales y el petróleo del Mar del Norte.
Con
puntillosidad británica, Thatcher ejecutó las recetas neoliberales como la
privatización de empresas estatales, la reforma de los sindicatos, la reducción
de impuestos y la rebaja del gasto social. Por una parte, consiguió reducir la
inflación pero, por otra, no supo contener el desempleo, que aumentó
drásticamente durante sus años en el cargo. Su política causó sufrimiento a
millones de personas abandonadas por el Estado de bienestar y provocó un
fanatismo mercantilista que, con los años, llevó al sistema a su peor crisis en
cerca de un siglo.
La era
Thatcher tuvo su punto de partida con su victoria electoral en 1979, que
revalidaría en dos ocasiones y que le permitió liderar el gobierno británico
hasta 1990. Esos once años en el poder representaron un hito en la política de
Reino Unido del siglo XX, acostumbrada a primeros ministros menos duraderos. Esos
once años no sólo supusieron una etapa clave en la historia británica, sino la
institucionalización de un sistema político, el “thatcherismo”, con tantos
adeptos como detractores, y cuyas consecuencias los británicos sufren aún hoy.
Sus
admiradores señalan que la Dama de Hierro resucitó el mito del imperio
británico, aunque este fuese en realidad un apéndice de EE UU. Para sus
críticos, fue una ideóloga que legitimó las desigualdades, deterioró la
educación y la sanidad, causó un terrible daño a los servicios públicos,
prostituyó la prestigiosa BBC y destruyó el arraigado sentido de solidaridad y
de orgullo cívico de los británicos. Fue en el conflicto de Malvinas cuando la
Thatcher vivió uno de los momentos cruciales de su carrera. Contra las predicciones
y opiniones, esta vez de una mayoría de su gabinete, decidió que la
recuperación de las islas por parte de la dictadura militar argentina no podía
quedar impune y envió su flota a retomarlas a sangre y fuego. La superioridad
británica fue irresistible. No hubo excesivas bajas y la Thatcher sería
reelegida con una mayoría de 144 escaños.
Thatcher
nunca olvidó el apoyo, casi en solitario, de Reagan a su guerra para retener
las Malvinas, convirtiendo al Reino Unido en una prolongación de la estrategia
global estadounidense.
Permitió el
uso del territorio británico para bombardear Libia en los ’80, respaldó la
guerra de las galaxias estadounidense para debilitar a la URSS y, por medio de
su relación con Mijail Gorbachov, jugó un papel clave en la implosión del
bloque soviético.
En 1984, la
primera ministra sobrevivió a un atentado del IRA que tenía por objetivo la
cumbre del Partido Conservador celebrada en Brighton.
Pragmática
pero constante, no le importó la ocasional impopularidad y libró una batalla
contra los sindicatos, a los que acusaba de tener excesivos privilegios.
Eliminó, por ejemplo, la costumbre de votar a mano alzada en las asambleas
sindicales, estableció el voto secreto para decidir si se iba a una huelga, y
el enfrentamiento decisivo con los mineros, en el que pararon durante un año,
se saldó con la derrota sindical. La Premier que venía reforzada por su
clamorosa victoria en las Malvinas, no tendría pelos en la lengua en la
refriega con los sindicatos, declaró que igual que se había vencido al enemigo
del exterior (Argentina) “había que vencer al del interior” (los mineros)
porque eran más peligrosos.
En la
elección de 1988 también arrasó.
Después de
festejar sus once años en Downing Street, el carisma de Thatcher fue quedando
eclipsado por iniciativas que generaron conflictos, incluso a miembros de su
propio partido, y su buena estrella comenzó a eclipsarse: la disputa con
algunos de sus ministros sobre la Unión Europea alimentó una conspiración que
la desalojaría del poder. Entre sus decisiones más controvertidas figura el
“poll tax”, un impuesto local que obligaba a todos a contribuir por igual y que
generó importantes disturbios sociales, y su oposición a una mayor integración
en Europa. Presionada por su partido, Thatcher terminó dimitiendo en noviembre
de 1990, tras lo cual John Major se convirtió en líder “tory” y primer
ministro.
Los “tories”
reivindican ahora su estatura como estadista en la escena internacional,
“vencedora” en segunda instancia de la Guerra Fría y precursora del euroescepticismo
que en su día incitó a la revuelta interna en su partido, pero que el tiempo ha
terminado reconociendo. “¿Vamos a tener una moneda única que no podemos
controlar y vamos a ser incapaces de determinar nuestros propios tipos de
interés?”, fue la pregunta que dejó en el aire Margaret Thatcher en su última
entrevista como primera ministra, cuando sus miembros de gabinete Geoffrey Howe
y Nigel Lawson habían roto ya filas con ella y alentaban la conspiración al
estilo Rey Lear.
Los ojos
vidriosos de la Dama de Hierro en su despedida de Downing Street lo dijeron
todo. Durante años, y pese a ceder finalmente el timón a su “delfín” John
Major, la sensación de haber sido víctima de una traición la persiguió hasta su
último minuto de vida. En 1992, temiendo la disolución inevitable de su legado,
llegó a suplicar desde las páginas de Newsweek: “¡No deshagan mi trabajo!”.
Thatcher
escribió dos libros de memorias que fueron publicados en 1993 y 1995. Sin
embargo, con la llegada del nuevo siglo comenzaron también los problemas de
salud de la no tan de hierro Margaret Thatcher. En 2001 y 2002 sufrió una serie
de accidentes cerebrovasculares que provocaron que redujera sus apariciones
públicas y cancelara sus actividades como oradora. La familia de la ex primera
ministra admitió en 2008 que padecía demencia senil por lo que desde hace más
de una década confundía la guerra de los Balcanes con la de Malvinas y se
sorprendía cada vez que le recordaban que su marido Denis había fallecido. ¿Qué
oscuro lugar en los laberintos de su mente habrá ocupado el hundimiento del
crucero General Belgrano?
“Hundimos
ese barco porque era peligroso para nuestros barcos (…) Había órdenes de
hundirlo y fue hundido. Estaba en un área peligrosa para nuestros barcos. Ya lo
he dicho por cuarta vez”, dijo Thatcher sin mostrar jamás el menor
remordimiento de conciencia. Ni siquiera un ápice de duda o de empatía.
En su
historia del siglo XX, Tiempos Modernos, el historiador británico Paul Johnson
sólo dedica a Margaret Thatcher una línea. “(Con ella) Gran Bretaña inicia en
1979 una dolorosa readaptación (…) y regresa al mercado”, escribe el flemático
autor británico que en 1989 derramó ríos de tinta cuando la revista Time
proclamó a Maggie una de las veinte personalidades que moldearon el siglo XX.
El tiempo ha
limado las peores aristas de esta mujer que rigió los destinos de los
británicos. Dos décadas después de su caída, “Maggie” sigue polarizando a la
población británica, en un camino paralelo al trazado en Estados Unidos por su
incombustible aliado en la “contrarrevolución” conservadora, Ronald Reagan.
Pese a que es ahora, precisamente, cuando los británicos en particular y los
europeos en general, están pagando la auténtica factura de la desregulación de
Thatcher y Reagan.
Sin embargo,
tanto con el estreno de la película La Dama de Hierro, con Meryll Streep como
en el mundo político, parece existir un pacto para silenciar el debate sobre el
infausto legado de Maggie porque su impronta en bastantes aspectos ha
perdurado. Cuando llegaron al poder prometiendo “la tercera vía”, los
socialistas de Tony Blair prácticamente no tocaron la legislación laboral
introducida por la Thatcher.
La “Dama de
Hierro” ha muerto de un derrame cerebral. Su deceso se produce un año después
del 30º aniversario de la Guerra de Malvinas, que fue el punto de inflexión de
su mandato, y del colapso de un neoliberalismo demente y senil que pretende
sobrevivir a una de sus más destacadas adalides.
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