O se regenera la vida pública o se puede
caer en las aguas turbias del populismo
La impresión
de que las facturas falsas son todo el intríngulis de la vida pública es muy
desproporcionada, pero que lo sea no reduce el efecto de desazón colectiva,
sumada a lo que serán las secuelas de la crisis. No hace falta irse a la Roma
clásica para constatar que una sociedad requiere de virtudes públicas. Ahora
mismo, la crisis económica ha puesto al descubierto suficiente mugre como para
preguntarse si la autenticidad de una democracia es practicable sin una dosis
mínima de espíritu público. El panorama de la poscrisis debiera ser una
sociedad de confianza, de oportunidades, de mérito. Cuando una sociedad tiende
a desorganizarse quizás sea cuando más le faltan élites solventes y de
consistencia. Por desgracia, las nuevas élites son hoy un puñado de personajes
indocumentados que peroran a todas horas en los platós, con especial atención a
la vida íntima de los famosos.
De una parte
procuran una válvula de escape, llegar a casa y poner la televisión para
alejarse de los problemas. De otra activan una vulgarización brutal de la
opinión pública, la emergencia de opciones públicas degradadas y el
encapsulamiento de los mensajes políticos hasta extremos de desatino colectivo.
Todo lo más espurio y superficial se contagia. Ya no es solo banalidad televisiva
o barullo tertuliano. Representa el desgaste de todos aquellos valores que una
sociedad comparte en libertad y que tienen que ver con la estabilidad cohesiva,
con los vínculos entre generaciones. En fin, con las virtudes públicas.
Las virtudes
públicas significan ejemplaridad. Ahí es aplicable el principio del cristal
roto. En una zona urbana en crisis, un cristal roto que no se repone con
diligencia acaba por ir deteriorando más la cohesión y el equilibrio de la
zona. Del mismo modo, el principio de tolerancia cero —fórmula tal vez
antipática— significa que no atajar el delito menor contribuye a expandir la
delincuencia mayor. Ambas tesis tienen su concreción en la vida actual de los
partidos políticos, aunque la mayoría de sus protagonistas y seguidores sean de
toda integridad, con vocación de contribuir al bien común. Pero lo que más se
ve son las operaciones con facturas falsas. Es, a otra escala, el “con o sin
IVA”.
Y el
contagio de una opinión vulgar chabacana y tan voluble contribuye
indirectamente al predominio de la desconfianza. Las alternativas son o la
regeneración de la vida pública o una inmersión precipitada en las aguas
turbias del populismo.
Nicolas
Baverez, alumno y biógrafo de Aron y analista del declive francés, extrae las
cuatro lecciones centrales de su maestro. El hombre está en la Historia sin que
haya un principio por el que se pueda juzgarla en abstracto. Tampoco existe una
ley que la rija, un principio determinista. Para entender la política hay que
comparar sistemas y no partir de una esencia a priori. Del mismo modo, el
maniqueísmo o la postura ideológica impiden asumir la complejidad y la
incertidumbre que son propios del devenir histórico.
En las sociedades clientelares, el bien público se
reparte entre bastidores, como despojo de un saqueo
Es decir:
España no es una nación de pícaros y de falsificadores de facturas, sino una
sociedad democrática que en sus momentos bajos tiene unas propensiones que
acaban por perjudicarla, dañan el bien público y, en lo que es el mundo de hoy,
retraen la seguridad jurídica y desalientan la competitividad. Analógicas o
digitales, las sociedades abiertas se benefician de una política virtuosa.
Comparar es
de utilidad como cuando comenzamos a darnos cuenta de que la crisis del 98 no
era específicamente hispánica y que tenía paralelismos en toda Europa. En mayor
o menor medida, otros países europeos, especialmente en el sur, van acercándose
a la necesaria catarsis para que virtudes públicas y privadas converjan más. Se
legisla pero a la vez hace falta ejemplaridad. Si no es así, una sociedad se
deshilacha por momentos.
Al
contrario, de lo que se trata es de reconocer no solo la falibilidad de la
política: también el voto es falible. Es el sistema de prueba y error por el
que las democracias logran enderezar su transcurso. Esa es una de las mejores
razones del pluralismo. La libertad de elegir es a la vez un valor moral.
Virtudes
públicas y libertades son entidades que se complementan. De ella se nutre la
vida de las instituciones y el debate en la plaza pública mientras que una
sociedad de facturas falsas fomenta el irrespeto por la ley. En las sociedades
clientelares, el bien público se reparte entre bastidores, como despojo de un
saqueo. No es por casualidad que en las etapas de crecimiento la corrupción
pública subleve menos que en fases de recesión. Así mismo, con las crisis
económicas baja la confianza en los partidos, en la vida política y en la Unión
Europea. He ahí un cometido prioritario para articular una opinión pública
menos sujeta a tantos vaivenes. También generar opinión requiere virtudes
públicas.
Valentí Puig es escritor.
Fuente: www.elpais.com
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