La comparación de Artur Mas con el
expresidente fallecido es forzada. El conductor de la Transición buscó
instaurar la democracia; la ambición histórica del ‘president’, en cambio, está
al servicio de intereses coyunturales
EVA VÁZQUEZ |
El lunes, 24
de marzo, al día siguiente del fallecimiento de Adolfo Suárez, casi todos los
diarios de este país recogían las declaraciones de Artur Mas glosando la figura
del desaparecido y su audacia política. Con escaso sentido de la oportunidad,
el actual president de la Generalitat aprovechaba la triste
circunstancia para, echando mano de la habitual sinécdoque, anunciar que Cataluña
también estaba dispuesta a asumir riesgos. Mucho más que la frase textual, me
pareció revelador -casi sintomático- que Mas considerara toda una referencia y
modelo para él al primer presidente de la democracia española.
No dudo que
tenga sentido establecer paralelismos entre sus respectivas trayectorias. Así,
de la misma forma que el pasado político de Adolfo Suárez nada tenía que ver
(más bien al contrario) con la empresa democratizadora que luego asumió como un
empeño casi personal, tampoco el lector curioso conseguirá encontrar en ninguna
de las hagiografías dedicadas a ensalzar la figura de Mas que se han publicado
en los últimos tiempos (en una de las cuales se llega a definir como pensador)
la menor referencia no ya a unas convicciones juveniles de signo ni remotamente
parecidas a las que ahora defiende, sino ni tan siquiera el más elemental
interés por la política en sus años mozos.
Pero la
tarea de hurgar en el pasado da de sí en una escasa medida (aunque sea la
práctica habitual, casi el modus vivendi, de algunos por las latitudes
en las que vivo). Mucha más importancia que eso tiene sin duda dilucidar si
cabe el establecimiento de otras coincidencias en la manera de hacer política
de ambos. Y es ahí donde creo que, en efecto, cabe hablar de paralelismo. Pero
de un paralelismo con diferencias notables, como intentaré mostrar a
continuación. Como es natural, a la hora de la despedida nadie ha querido
recordar las descalificaciones que recibía constantemente Adolfo Suárez cuando
detentaba el poder (con aquella desdeñosa comparación con un jefe de planta de
grandes almacenes en lugar muy destacado). Sin embargo, tal vez haya una
descalificación, de contenido inequívocamente político, en la que sí convenga
detenerse en este momento. Me refiero a la que hacía referencia a su condición
de especialista en el regarte corto, en la jugada hábil, en la reacción felina
en el momento en el que se sentía contra las cuerdas. Si creo que conviene
evocar esta descalificación es porque constituye el contrapunto de la grandeza
de miras, de la visión de Estado, del compromiso con la democracia y con España
que en la hora del adiós prácticamente todos los comentaristas han resaltado
como la gran virtud del desaparecido.
Mas pasará a la historia como el peor líder de la
Generalitat en un periodo democrático
Me van a
disculpar, pero no puedo evitar que me venga a la cabeza la citadísima afirmación
marxiana según la cual la historia no se repite, pero, cuando parece que ello
ocurre, en realidad lo hace en forma de farsa o, tal vez fuera mejor decir en
este caso, de caricatura. También en Artur Mas encontramos una combinación de
ambos aspectos, solo que en una forma y medida muy distintas a como estaban
presentes en Suárez. Porque mientras en este todos sus astutos movimientos
tácticos estaban al servicio de cumplir con el encargo recibido -cuyo contenido
no ofrecía dudas: alcanzar una democracia homologable a las de nuestro
entorno-, en aquel se diría que las cosas funcionan al revés, esto es, las
grandes metas anunciadas, los ambiciosos horizontes históricos proclamados,
están al servicio del interés más coyuntural, del corto plazo más limitado.
Solo así se
entienden las indefiniciones, idas y venidas, y vaivenes diversos de un president
que hasta hace cuatro días huía como gato escaldado de mencionar la palabra
independencia (al punto de que no osó incluirla en su programa electoral en las
últimas elecciones), hasta hace dos la rechazaba por anacrónica, ayer mismo no
dejaba claro si la votaría a título personal o como responsable de su partido,
a día de hoy se abraza a ella con desatado entusiasmo y mañana ni se sabe por
dónde se va a descolgar. De la misma forma que es esta subordinación de la
estrategia a la táctica la que explica que, tras tanta soflama retórica y
grandilocuente acerca de la necesidad de conocer la voluntad del pueblo de
Cataluña, el propio Mas personalmente pergeñara para la consulta del próximo 9
de noviembre una pregunta disparatada e ininteligible que hasta sus propios
partidarios justifican en función de la correlación de fuerzas parlamentaria
que le sostiene y de un objetivo bien a ras de suelo: su necesidad de obtener
los votos necesarios para la aprobación de los presupuestos del presente año.
No pretendo
afirmar que a Mas la posteridad le traiga sin cuidado. Al contrario, transmite
en muchos momentos la sensación de estar muy preocupado por la manera en que se
le recordará en el futuro (de ahí su obsesión por aparecer asociado a figuras
como Gandhi, Martin Luther King o Mandela). Pero nunca estuvo en manos de los
propios protagonistas determinar la forma en que se valorará su legado. Con el
debido respeto a las personas y a las instituciones, me atrevo a afirmar con
toda rotundidad y sin esconderme tras circunloquios o formulaciones elípticas
que, a mi juicio, Artur Mas pasará sin duda a la historia… pero como el peor president
de la Generalitat en el período democrático. Un president que nunca supo
interpretar adecuadamente los sentimientos profundos y complejos de la
ciudadanía de Cataluña, que se dejó llevar por una particular mezcla de
oportunismo sin perspectiva y mesianismo sin principio de realidad alguno, que
careció del menor sentido de la autocrítica para analizar, tras cada fracaso (y
convendrá resaltar que si se examina su biografía política en conjunto se
comprueba que está formada por un auténtico rosario de ellos), en que se había
equivocado y, por tanto, en qué se hacía necesario rectificar. Un president,
en fin, que, incapaz de asumir sus errores, se dedicó a huir hacia adelante, en
un insensato ejercicio de aventurerismo político que terminó comprometiendo muy
severamente la convivencia en el seno de la sociedad catalana
No descarto,
por supuesto (aunque no soy optimista al respecto), que todo esto desemboque en
una situación en la que al final, forzado por las circunstancias, Mas se vea
obligado a rectificar. Sin margen de error pueden Vds. apostar a que, si ello
ocurriera, intentaría salvar la cara presentando su derrota política como una
victoria. Váyanse preparando en tal caso para leer o escuchar cosas tales como
“gracias a nuestro coraje y tenacidad hemos conseguido arrancar de Madrid lo
que de otra forma nunca nos hubiera cedido de buen grado”, “hizo falta plantear
lo máximo para poder alcanzar finalmente unos objetivos razonables”, “queda
mucha tarea para alcanzar la plenitud nacional pero dejamos para nuestros hijos
un país mejor del que recibimos y con mayores cotas de autogobierno”, etc.
Quizá Haya Barones En Convergencia Planeando Cómo
Salir Del Embrollo En El Que Están Metidos
Pero,
incluso en un escenario así, Mas habría dejado detrás suyo cotas enormes de
frustración colectiva, sentimiento que, cuando entra en descomposición, termina
derivando en esa específica variante de putrefacción del alma que es el
resentimiento. Acepto, en descargo de Mas, que no ha estado solo. Todo eso lo
veía mucha gente, que no se privaba de comentarlo en privado. El rey, en
efecto, estaba desnudo, pero al parecer sus numerosos ayudas de cámara
políticos y mediáticos (a los que Xavier Sardà hacía referencia en su artículo
"Un Kiev a la catalana", publicado en El Periódico de Cataluña
el pasado 23 de marzo) no querían decírselo, se conoce que para no darle un
disgusto. Si el silencio de toda esta corte era cómplice, su adulación solo
merece el calificativo de culpable.
Aunque tal
vez no haya que descartar un último paralelismo con Suárez, y es que haya
barones en el partido de Mas que estén a estas horas planeando la manera de
salir del embrollo en el que la más que dudosa competencia política de su líder
les ha metido.
Manuel Cruz es catedrático de filosofía
contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Una comunidad
ensimismada (Los Libros de la Catarata, 2014)
Fuente: www.elpais.com
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