Artículos de
Opinión | Eduardo Montagut Contreras * | 19-03-2014 |
El oficio de
traer niños al mundo ha sido casi exclusivamente una tarea femenina, hasta
fechas muy recientes. En el Antiguo Régimen era lo más corriente, aunque desde
muy temprano la medicina oficial pretendió establecer una serie de controles
sobre este oficio. La universidad, desde la Edad Media, intentó establecer una
clara diferencia entre lo que era ciencia y lo que se consideraba saber
popular, que estaba en manos de practicones, sangradores, cirujanos y parteras.
Las tareas que realizaban estas personas pasarían a asimilarse a trabajos
manuales y, por tanto, considerados viles. En España, además, estaría el caso
de las parteras moriscas, particularmente malditas, ya que se las acusaba de
poder contaminar a las criaturas al nacer.
Las
comadronas, parteras o matronas estarían inmersas, como hemos señalado, dentro
del universo de la medicina popular, cuyos saberes eran trasmitidos de unas a
otras, muchas veces en el mismo seno familiar, sin necesidad de recurrir a la
cultura escrita. Algunos autores valoraban muy positivamente estas prácticas,
como Damián Carbón en su Libro del Arte de las Comadronas o Madrinas cuando
expresaba que este trabajo era “por honestidad” propio de mujeres. Pero otros
autores y autoridades consideraban que había una delgada frontera entre el
oficio de matrona y las prácticas de la brujería. En las Coplas de Comadres de
Rodrigo de Reinoso podemos ver esa asociación con las hechiceras. También,
había comparaciones con el oficio de celestinas, alcahuetas y trotaconventos.
En Francia, por ejemplo, la situación de las parteras empeoró con el tiempo. En
plena Edad Media muchas localidades contaban con comadronas juradas que
controlaban el acceso de la profesión. El arte se adquiría mediante el
aprendizaje con una comadrona en ejercicio y la candidata era luego examinada
por un médico elegido por la corporación municipal correspondiente. Pero en la
Baja Edad Media comenzaron a asociarse a muchas parteras con el ejercicio de la
brujería y la hechicería.
En realidad,
el pecado de las comadronas residía no tanto en que fueran más o menos
ignorantes sino en el hecho de que ayudaban a las mujeres a recobrar su poder
sobre su cuerpo y su sexualidad. No olvidemos, además, la cuestión del aborto,
porque en la España moderna, especialmente en el mundo urbano, abundaron los
embarazos no deseados. Al parecer, en el Madrid de Felipe IV llegó a haber un
servicio más o menos organizado de mujeres que se dedicaban a practicar abortos.
En agosto de 1634 azotaron a una mujer, llamada madre Juana, por esta cuestión.
El conflicto
entre la medicina institucionalizada y la realizada por personas sin formación
universitaria, así como los intentos de control de la primera sobre la segunda
tienen que ver, en el caso que aquí nos ocupa, con la histórica división sexual
del trabajo aplicada al campo de la sanidad donde el trabajo de las mujeres ha
sido siempre considerado como sospechoso y luego subalterno o auxiliar del
ejercido y dominado por los hombres. Es innegable que los avances en
obstetricia e higiene durante la Edad Moderna arrinconaron prácticas poco
ortodoxas y perjudiciales para la salud de madres e hijos pero, también es
cierto que gran parte del peso del carácter preventivo y curativo de la
medicina ha recaído, desde tiempo inmemorial, en las mujeres y muchos de sus
saberes estaban más relacionados con la realidad que la metafísica de muchas
facultades de medicina. La salud de la familia ha sido responsabilidad casi
exclusiva de las mujeres
En Castilla
las comadronas terminaron por ser controladas por medio de un examen realizado
por el Real Tribunal del Protomedicato, como se estableció en tiempos de los
Reyes Católicos. Pero, al parecer, los excesos cometidos en la expedición de
títulos que permitían el ejercicio de la profesión, motivaron que se prohibiese
la intervención de esta institución. Las Cortes de Valladolid de 1523 lo
solicitaron y así terminó por ordenarlo Carlos I. En su nombre, el príncipe
Felipe confirmó esta prohibición en 1552. Ya siendo rey y por mediación de las
Cortes de Madrid de 1567 se dictó la definitiva prohibición. En la disposición
se puede leer que se habían detectado constantes excesos cometidos por los
protomédicos a la hora de examinar personas inhábiles y en las penas
establecidas contra especieros, parteras, ensalmadores y otras personas, por no
estar examinadas. De ese modo, y durante dos siglos aproximadamente, en
Castilla se abandonó el control sobre las parteras. Pero, por otro lado, las
autoridades municipales solían obligar a las comadronas a acudir al
Protomedicato para que sacaran una licencia para ejercer, limitándose éste, por
no contravenir la ley, a expedir una testimonio o despacho. Durante la época de
los Austrias hubo distintas autoridades e instituciones que requirieron un
mayor control sobre el ejercicio de las comadronas. Las propias Cortes, tan
contrarias al Protomedicato, quisieron que se tratase la cuestión de la
inspección y propusieron que fuera ejercida por las justicias locales.
En otros
lugares de la Monarquía sí se establecían controles. Al parecer, se practicaban
en Zaragoza, Sevilla, Barcelona y en otras ciudades. Por su parte, en el Reino
de Valencia se guardaba la costumbre de examinar a las parteras para que
ninguna pudiese ejercer sin título. Por una ejecutoria de la Real Audiencia del
año 1677, en el pleito entre el Claustro de médicos y el Colegio de cirujanos
de Valencia, se atribuyó a los primeros la facultad de examinar a las
comadronas, estableciendo penas para quien ejerciese el oficio sin el título
correspondiente.
El
Protomedicato terminó por dirigirse al rey Fernando VI denunciando las graves
consecuencias que se estaban detectando en los partos por la impericia de las
parteras y de algunos hombres que se dedicaban también a estas tareas. El
Tribunal, por boca de su presidente, pedía que se examinase a quiénes quisieran
ejercer esta profesión. Al final, se aprobó la Real Cédula de Parteros y
Parteras en 1750. Se decidió que el Protomedicato volviese a expedir títulos, con
los derechos consiguientes, aunque se procuró que no fueran muy elevados porque
muchas de las aspirantes a ser comadronas eran gente de condición social
humilde. También se consagró el papel masculino en esta profesión pero en un
plano distinto al de las mujeres, ya que para que un hombre pudiera ejercer en
un parto debía ser cirujano. Al parecer, otros requisitos para ser comadrona
eran los siguientes: limpieza de sangre, fe de bautismo y certificación del
párroco de su vida y buenas costumbres.
La preocupación
por la educación en el siglo XVIII en pos del ideal de la utilidad pública
también llegó al mundo de la medicina, enfrentándose con la enseñanza
fosilizada de esta ciencia en la universidad española. En lo que aquí nos
interesa, es importante la inclusión de nuevos saberes en el plan de enseñanza
de los Colegios de Cirugía que se abrieron en aquella época, enfrentados al
Protomedicato que deseaba intervenir en los mismos. En las Ordenanzas del
madrileño del año 1787 se dedicaba un capítulo a las matronas. En él se decía
que “como la asistencia de las matronas al parto es tan conveniente (…), es
justo que en este estudio público se las proporcione toda la instrucción
necesaria, para que procedan en todas las urgencias, con acierto y utilidad; a
cuyo fin deberá este mismo profesor dedicarse, en el tiempo y horas que pueda,
sin perjuicio de la enseñanza de los alumnos del Colegio, a instruir en una de
las piezas del edificio, y a puertas cerradas, a las mujeres que quieran
aprender y tomar lecciones”. Como vemos, se seguía considerando a la mujer como
el agente más adecuado para esta tarea pero siempre supeditada al control
masculino de la profesión y sin que pudieran cursar los mismos estudios que los
hombres para ser cirujanos, ya que su formación era considerada como una
enseñanza libre, no oficial. Un claro criterio ilustrado de utilidad llevaba a
que se mejorase en la enseñanza de la obstetricia, vinculándola a la
institución que realmente enseñaba la práctica médica, pero no se elevó a la
mujer al mismo nivel que el hombre.
En 1804 se
estableció que los Colegios de Cirugía serían los encargados de controlar a las
matronas. Se haría un examen “en un solo acto teórico-práctico, de la misma
duración que el de los sangradores, de las partes del arte de la obstetricia en
que deben estar instruidas, y del modo de administrar el agua de socorro a los
párvulos, y en qué situaciones podrán executarlo por si”. Las matronas debían
estar casadas o ser viudas, presentar fe de bautismo y de buena vida y costumbres,
ser limpias de sangre y haber practicado durante tres años con cirujano o
partera aprobada. Para aquellas matronas rurales o que viviesen en lugares muy
alejados de donde hubiese un Colegio de Cirugía, se desplazaría un profesor
para examinarlas.
* Eduardo
Montagut Contreras. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea. @Montagut5
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