Alejandro
Torrús
Día 23.3.14
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"El coronel Casado pecó no de
ingenuidad por aferrarse a las migajas de piedad que parecía regalar Franco en
sus concesiones, sino de soberbia y deslealtad, por su deseo de imponer la
razón militar sobre la civil, y de otorgar superioridad a lo que no era estrictamente
su deber. Ni el deber de Franco era destruir un poder legítimamente
constituido, ni lo era el de Casado", escribe Ángel Bahamonde, catedrático
de Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III de Madrid, en la obra
Madrid 1939, la conjura del coronel Casado (Ed. Cátedra), que verá la luz en el
mes de abril.
El principio del fin de la República
había comenzado apenas tres semanas antes, la noche del 5 de marzo de 1939. El
coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, perpetró esa noche un
golpe de Estado en la zona republicana sublevándose contra el Gobierno
presidido por el doctor Juan Negrín. El anuncio había sido realizado ante los
micrófonos de Unión Radio junto a Julián Besteiro (PSOE). El golpe era el
resultado de una estrategia conspirativa que se venía elaborando desde febrero
de 1938, tras las derrota en Teruel, y que tenía por objetivo terminar con la
Guerra Civil con una paz honrosa para los vencidos.
Franco, sus servicios secretos y la
llamada quinta columna de Madrid habían ido alimentando esta ilusión entre los
militares de carrera que habían sido fieles a la República. De hecho, en el mes
de febrero de 1939 la quinta columna madrileña había transmitido a Casado y a
Besteiro una especie de declaración de clemencia que se conoció con la
denominación de Concesiones del Generalísimo. Casado y un nutrido grupo de
militares profesionales creyeron en la benevolencia de Franco y soñaron con un
abrazo entre militares de uno y otro bando que pusiera fin a la Guerra Civil.
El coronel, dice Bahamonde, entendía que
tras la sublevación contra el gobierno de Negrín y la expulsión y persecución
de los comunistas de cualquier puesto de responsabilidad política y militar
había cumplido la parte del programa convenido con Franco para llegar a una paz
sin vencedores ni vencidos, "salvo para los comunistas, verdaderos chivos
expiatorios". Era el momento, pues, de la segunda fase: "Las
negociaciones entre los compañeros de armas, el nuevo abrazo de Vergara",
escribe Bahamonde.
Las esperanzas de Casado, sin embargo,
no tenían un fundamento real. Después de treinta y tres meses de guerra
virulenta, acompañada de duros castigos a la retaguardia republicana, ningún
indicio "hacía razonable la sola idea de que Franco deseara la paz, y
menos una paz honrosa que dejara un aliento de dignidad a su enemigo".
Así, en la reunión mantenida en aeródromo de Gamonal, Franco, a través de sus
emisarios, dejó claro que no admitiría "cualquier tipo de limitación del
triunfo final".
"El lenguaje ambiguo de las concesiones
se transformó en letra muerta. No existiría ninguna clase de garantías
verbales, ni por escrito. Tampoco se facilitaría el éxodo masivo de
responsables,salvo para Casado y los miembros del Consejo", señala el
historiador.
La ofensiva final
A primeras horas de la madrugada del 26
de marzo, tal y como estaba previsto desde el día 21, es decir, desde dos días
antes de la primera reunión de Gamonal, Franco ordenó la puesta en marcha de la
última ofensiva de la guerra. El radiograma enviado a Casado fue el siguiente:
"Ante la inminencia del movimiento de avance en varios puntos del frente,
en algunos de ellos imposible de aplazar ya, compete a fuerzas en línea enemiga
ante preparación artillería o aviación, saquen bandera blanca, aprovechando la
breve pausa que se hará para enviar rehenes con igual bandera, objeto:
entregarse utilizando instrucciones dadas para la entrega espontánea".
A las cinco de la madrugada comenzó la
ofensiva por la zona de Pozoblanco, sin encontrar resistencia republicana. A
las 9:15 horas Casado envió un comunicado a Franco con el intento de frenar la
ofensiva. Franco no contestó y continuó con la ofensiva bautizada como "de
la Victoria".
El 30 de marzo Segismundo Casado
abandonaba España por el puerto de Gandía en una salida "excepcional y
privilegiada". "Fueron sus valedores el propio ejército franquista y
la marina británica", escribe Bahamonde. No sucedió lo mismo con la
multitud de población civil que se agolpaba en los puertos, que una vez más fue
abandonada a su suerte por la comunidad internacional y sufrió la represión del
régimen franquista. Había terminado la guerra pero no había llegado la paz.
Fuente: www.publico.es
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