27 marzo de 2014
Vicenç
Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Las
desigualdades en la mayoría de países a los dos lados del Atlántico norte,
Norteamérica y la Unión Europea, han crecido enormemente, alcanzando unos
niveles nunca vistos desde principios del siglo pasado, cuando tuvo lugar la
Gran Depresión. Este crecimiento ha sido particularmente acentuado en los
países conocidos como PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España), que se
convierten en GIPSI cuando se añade Italia.
¿Por qué este crecimiento tan notable?
Existe
ya toda una extensa bibliografía que intenta explicar este hecho. Una síntesis
de las distintas razones que se han dado aparece en el discurso que el Premio
Nobel de Economía, James Alexander Mirrlees, dio con motivo de su ingreso a la
Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras, y que se publicó en La
Vanguardia el 23 de marzo de 2014. Es un resumen de lo que constituye la
sabiduría convencional en el conocimiento económico actual. El problema que
conlleva y reproduce este conocimiento hegemónico es que ignora el contexto
político, que condiciona y determina el conocimiento económico.
Por
ejemplo, una de las explicaciones que se han dado con mayor frecuencia para
explicar la disminución de los salarios (una de las mayores causas del
crecimiento de las desigualdades) es la globalización económica, con la
movilidad de capitales que se desplazan a países de bajos salarios para
abaratar sus productos. Pero esta explicación ignora que los países
escandinavos como Suecia o Noruega, por ejemplo, están entre los países más
globalizados del mundo. Es decir, sumando sus exportaciones e importaciones se
alcanzan los porcentajes del PIB de los más altos existentes en el mundo.
Debido a su pequeño tamaño, la economía de estos países está enormemente
integrada y globalizada. Y, en cambio, sus salarios están entre los más
elevados del mundo. Y ello se debe a que el mundo del trabajo y sus
instrumentos políticos y sindicales son muy fuertes y han ejercido una fuerte
influencia sobre sus Estados.
Estos
datos muestran que no es la globalización económica en sí, sino la manera como
se realiza tal globalización, la que determina el nivel salarial. En otras
palabras, son las variables políticas (lo que se llama el contexto político)
las que determinan el fenómeno económico (y no a la inversa). Esta
realidad constantemente es olvidada incluso por autores progresistas, como
Christian Felber, que en su conocido libro La economía del bien común
apenas toca el contexto político, reduciendo su libro a un tratado de
ingeniería económica sin considerar las variables políticas que harían posible
su realización.
Por qué los indicadores de desigualdad que se utilizan
no nos sirven para entender la desigualdad
Esta
ignorancia o desconocimiento del contexto político ha llevado al
establecimiento de unas ciencias económicas que nos limitan en el entendimiento
de las desigualdades. Comencemos por el estudio de los indicadores de
desigualdad. El más común para medir las desigualdades de renta es el
coeficiente de Gini, que intenta medir el nivel de desigualdades mediante un
valor que va de 0 a 1. 0 quiere decir igualdad completa y 1 desigualdad total.
En general, el Gini es más bajo en los países escandinavos que en los países
PIGS o GIPSI.
Ahora
bien, sin negar que este indicador pueda sernos útil, la realidad es que la
información que nos proporciona es muy limitada, pues no nos señala por qué
este nivel está donde está ni por qué varía. Para poder entender y, por lo
tanto, medir mejor las desigualdades, hay que comenzar por entender de dónde
proceden las rentas. Y las dos fuentes más importantes son la propiedad del
capital, por un lado, y el mundo del trabajo, por otro. Es decir, la
desigualdad en la distribución de las rentas depende primordialmente de la
distribución de la propiedad del capital y de la distribución de las rentas del
trabajo. La relación de poder entre las fuerzas del capital, por un lado, y las
fuerzas del trabajo, por otro, es lo determinante en la distribución de las
rentas en un país. La evidencia de que esto es así es abrumadora y, en cambio,
el lector raramente lo leerá en los mayores medios de información.
En
realidad, este hecho es una de las razones que explica la falta de atención
(cuando no abierta hostilidad) que el tema de las desigualdades tiene dentro de
lo que se llaman “ciencias económicas”. Como dijo hace unos años el Premio
Nobel de Economía Robert Lucas (miembro del consejo científico de uno de los
centros más importante y prestigiosos de investigación económica en España, la
Barcelona Graduate School of Economics) “una de las tendencias perniciosas y
dañinas en el conocimiento económico… en realidad, venenosa para tal
conocimiento, es el estudio de temas de distribución” (Robert Lucas, “The
Industrial Revolution: Past and Future”. Annual Report 2003 Federal Reserve
Bank of Minneapolis, May 2004).
A
los economistas próximos al capital les molesta que se investiguen las causas
de las desigualdades pues la evidencia científica muestra que la principal
causa de su crecimiento ha sido, precisamente, el enorme crecimiento de las
rentas del capital a costa de las rentas del trabajo, hecho que es consecuencia
del gran dominio de las instituciones políticas y mediáticas por parte del
capital, dominio que ha diluido y violado el carácter democrático de las
instituciones representativas de los países donde el crecimiento de las
desigualdades ha tenido lugar (ver el excelente libro Capital in the
Twenty-First Century, de Thomas Piketty, 2014).
Es
más, el protagonismo del capital financiero (y muy en particular de la banca)
dentro del capital, junto con el descenso de las rentas del trabajo, generador
del descenso de la demanda, explica el comportamiento especulativo de ese
capital, origen de la enorme crisis, tanto financiera como económica (y, por lo
tanto, política), que estamos viviendo. El lector puede así entender por qué el
Sr. Lucas y un gran número de economistas próximos al capital no quieren ni oír
hablar de temas de desigualdades, porque, por poco que se mire, se ve
claramente el origen de tanto sufrimiento que las clases populares están
padeciendo, que no es otro que el enorme dominio que el capital tiene sobre las
instituciones del Estado.
La concentración del capital
Permítanme
que me extienda en estos puntos. Es bien sabido que la propiedad del capital
está mucho más concentrada que la distribución de las rentas. Así, el 10% de la
población en la mayoría de países de la OCDE (el club de países más ricos del
mundo) tienen más del 50% de la propiedad del capital. En España, uno de los
países con mayor concentración, tiene alrededor del 65% (tabla 7.2 en el libro
de Piketty). Por otra parte, la mitad de la población en su conjunto no tiene
ninguna propiedad: en realidad, está endeudada. De esta concentración se deriva
que cuanto mayor es el porcentaje de las rentas que derivan del capital, mayor
es la desigualdad en la distribución de las rentas. Es lo que solía decirse que
cuanto mayor poder tiene la clase capitalista (término que ya no se utiliza por
considerárselo “anticuado”), mayores son las desigualdades en un país.
Naturalmente
que estas desigualdades entre el mundo del capital y el del trabajo no son las
únicas que explican las desigualdades de renta en un país. Pero sí que son las
más importantes. Les siguen las desigualdades dentro del mundo del trabajo, que
se reflejan predominantemente en la extensión del abanico salarial. Pero
incluso estas dependen de las fuerzas derivadas del capital. Cuanto mayor es el
poder de la clase capitalista, mayor es la dispersión salarial, hecho que la
economía convencional atribuye a su hincapié en estimular la eficiencia
económica, aun cuando la evidencia científica muestra que no hay ninguna
relación entre dispersión salarial y eficiencia económica. En realidad, algunas
de las empresas más eficientes (como las cooperativas del grupo Mondragón) son
las que tienen menor dispersión salarial. El objetivo de esta dispersión no es
económico sino político: el de dividir y, por lo tanto, debilitar al mundo del
trabajo.
Esta
observación, por cierto, explica las limitaciones de aquellos autores que ciñen
la definición del problema al 1% de la sociedad, eslogan generado por el
movimiento Occupy Wall Street y que ha sido importado a España. El sistema
económico se sostiene precisamente por la lealtad del siguiente 9% superior de
renta, que deriva sus rentas del trabajo, pero cuyo poder y permanencia
dependen de su servicio al 1%. Los grandes gurús mediáticos, por ejemplo,
reciben salarios elevadísimos cuya cuantía no deriva de su competencia o
eficiencia, sino de su función reproductora de los valores que favorecen los
intereses del 1%.
En conclusión, las causas de las desigualdades son
políticas y tienen que ver predominantemente con el grado de influencia
política que los propietarios del capital tienen sobre los Estados. Cuanta
mayor es su influencia, mayor es la desigualdad social. El hecho de que estas
hayan crecido enormemente desde los años 80 se debe al cambio político
realizado por el Presidente Reagan y la Sra. Thatcher –la revolución
neoliberal–, que fue y es la victoria del capital sobre las fuerzas del
trabajo, victoria que continúa debido a la incorporación de los partidos de
centroizquierda gobernantes al esquema neoliberal promovido por el capital.
Cada una de las políticas neoliberales (los recortes del gasto público y
transferencias sociales, la desregulación del mercado de trabajo, el
debilitamiento de los sindicatos, la descentralización e individualización de
los convenios colectivos, la bajada de salarios y otras medidas) repercute en
el beneficio del capital y su concentración a costa de las rentas del trabajo.
Son políticas claramente de clase que no se definen con este término por
considerarlo “anticuado”. Es precisamente resultado de la enorme influencia del
capital que tal terminología se considere anticuada. Es predecible que los
portavoces del capital así lo presenten, pero es suicida que los portavoces de
las izquierdas, en teoría próximas a las clases populares, también consideren
estos términos anticuados. Confunden antiguo con anticuado. La ley de gravedad
es antigua pero no es anticuada. Si usted lo duda es fácil de comprobar: salte
de un cuarto piso y lo verá. Y esto es lo que está ocurriendo con gran número
de las izquierdas gobernantes en España y en Europa. Están cayendo del cuarto
piso y todavía no se han dado cuenta del porqué. Le agradecería al lector que
les enviara este artículo.
Fuente: www.publico.es
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