Lidia Falcón
Publicado en 2014/03/28
No sorprende la elevación a los altares de Adolfo
Suárez en el momento de su muerte por parte de políticos, periodistas y
creadores de opinión. Ni siquiera esos honores de ética y estética franquista,
con los mismos curas, obispos y militares que exhibía la televisión única de
los años sesenta, organizados por el Gobierno actual y coreados por todos los
partidos. No sorprende tampoco el coro mediático oficial entonando el canto
gregoriano con entusiasmo inigualable ante ningún otro héroe. No sorprende, aunque
apena, el papanatismo de los badulaques que han soportado horas de cola en el
velatorio, que han seguido llorando el furgón mortuorio y que repiten en las
entrevistas que fue el mejor presidente de España (sic); al fin y al cabo eso
es lo que les han enseñado en la escuela y en la televisión desde hace treinta
y ocho años y son por tanto víctimas de un enorme engaño.
Me sorprende más que no haya un repaso serio y
exhaustivo, por la mayor parte de la izquierda, de quién fue Adolfo Suárez y
qué es lo que hizo realmente. El análisis del papel que cumplió Suárez requiere
de un detallado y objetivo estudio de lo que se pretendía para nuestro país
desde los grandes poderes que gobernaban, y gobiernan, el planeta: el económico
repartido entre la producción industrial, agrícola y financiera; el militar con
el lobby armamentístico, uno de los más importantes del mundo, y la industria
mediática y cultural, imprescindible para que las víctimas de la conspiración
la aceptasen, gozosamente, como han hecho estos días. No puede limitarse la
crítica a repasar superficialmente las etapas de las reformas con que se
construyó la superestructura legal y política que diese apariencia de legalidad
y democracia al mantenimiento del imperio capitalista.
Lo cierto es que Adolfo Suárez no fue más que el
encargado de llevar a cabo el proyecto capitalista que la Comunidad Económica
Europea tenía previsto para España, desde hacía más de una década. En los años
ochenta, en un programa de televisión en la cadena estatal, Carmen García Bloise,
miembro de la ejecutiva del PSOE, persona de confianza de Alfonso Guerra, y
bien informada, explicó que el sistema que se había montado para España estaba
diseñado desde los años sesenta por el Mercado Común y la OTAN. Que ella lo
sabía muy bien porque, como hija de exilados socialistas en Bélgica, había
asistido desde muy joven a las reuniones que sostenían sus padres y compañeros
de ideología con los dirigentes de las grandes instituciones europeas, con los
responsables estadounidenses de la Alianza Atlántica, de la CIA, los británicos
del Intelligence Service, y sobre todo los hermanos alemanes del SPD, que no
contemplaban otro cuadro político para nuestro país que el que resultó
implantado con la Constitución de 1978.
Para llevar a cabo dicho plan –y no creo que hoy pueda
dudarse de que se cumplió a la perfección– desde que se esperaba la muerte del
dictador, se organizó la Transición, bajo las condiciones que le impusieron al
rey. Resulta absolutamente ridículo afirmar, como hacen algunos medios, que el
rey es el artífice de la democracia actual y que para llegar a tal fin le
encargó a Suárez la aparentemente difícil tarea de desmontar la dictadura.
Porque no es bueno olvidar que el franquismo, como
tal, en las sucesivas elecciones que se celebraron en la Transición no alcanzó
más que el 4% de los votos; entendiendo como tal las organizaciones de Fuerza
Nueva, Guerrilleros de Cristo Rey, etc., mientras la derecha que comenzaba a
disimular su pasado fascista, como Alianza Popular o Coalición Democrática
obtenían el 10%. Contra todo lo esperado, lo propuesto y lo planificado, por
Franco y sus huestes, España y sus 40 millones de españoles no se habían
convertido masivamente al fascismo. Mientras, la UCD obtenía 6 millones de
votantes, el PSOE, 5 y el PCE, uno y medio, lo que significaba que el país se
escoraba a la izquierda. Y ése, y no otro, era el peligro que tanto temían los
poderes fácticos.
Ni el rey tenía, ni tiene, más plan que el que el
Departamento de Estado de EEUU decida; ni sabía, ni sabe, lo que es la
democracia. Una vez los representantes de la UE y de EEUU se reunieron con el
asesor del rey, Torcuato Fernández de Miranda, y le encargaron que encontrara a
un funcionario de ninguna relevancia ni ideas propias, que saliera de las filas
del franquismo para no alarmar a la caverna, para que llevara a cabo las
reformas legales que hacían falta a fin de situarnos –malamente– a la altura de
las democracias europeas; a aquel siniestro personaje (repasen las fotos que
tenemos de él) se le ocurrió sacar del pasillo donde dormitaba como edecán de
Herrero Tejedor al joven, atractivo, atildado y relamido, como galán de las
películas de Cifesa, Adolfo Suárez.
Y fue un acierto, sin duda. Porque Suárez al principio
no sólo fue cumpliendo todos los pasos que sus jefes le dictaban: lo primero,
la Ley de la Reforma Política y las elecciones que había que organizar, sino
que se lo creyó. Hubo más discusión entre las potencias importantes económicas
sobre la legalización del PCE, teniendo en cuenta que en Alemania estaba
prohibido y que al Departamento de Estado de EEUU le entra urticaria cuando oye
la palabra comunista, pero Santiago Carrillo se lo puso fácil: el pueblo
español gozosamente aceptaba la restauración de la monarquía borbónica que con
tanto deshonor había expulsado del país en el año 1931. Y con él a toda su
camarilla: capital, banca, hombres de negocios como De la Rosa, latifundistas
del sur y del oeste que constituyen su corte; comprendía claramente el papel
imprescindible que cumplía el Ejército franquista y seguía financiando y
adorando a su Iglesia católica.
Inmediatamente era preciso doblegar la columna
vertebral del movimiento obrero y hacerle firmar los Pactos de la Moncloa, por
los que el capital imponía sus condiciones. Se acabaron las multitudinarias
manifestaciones –recordemos la de la SEAT en Barcelona–, las huelgas
interminables –recordemos la de Roca en Barcelona–, y las asambleas obreras, y
el proletariado se convirtió en servidor sumiso de la patronal. Así el país se
asentó como un buen socio de los centros de poder económico internacionales.
Cierto que para conseguir tan buen resultado Comisiones Obreras y el PCE
colaboraron sumisa y eficazmente, pero tanto unos como otros habían sido
advertidos con severidad: o esto o el caos, sucedáneo de la Guerra Civil y de
la implantación de una nueva dictadura. Y tal amenaza no debe ser secreto para
nadie ya que Carrillo lo ha confesado y ratificado numerosas veces.
Los Pactos llevaron a la rebaja de salarios, al
aumento de la explotación de los trabajadores y a la desmovilización de los
sindicatos. Pero fueron definitivos para asegurar la tranquilidad laboral que
necesitaba el capital. Y todo iba a avanzando como se debía, hasta que Suárez,
ensoberbecido y poco lúcido, cada día más convencido de su propio mérito, se
creyó que solo él tomaba las decisiones, que era providencial su papel en la
transformación española, que realmente había inventado el sistema y la
democracia, y llegó el momento de echarlo. Para nadie es un secreto que el rey
lo detestaba, que sus antes aliados conspiraban continuamente contra él y que
la decisión de dimitir la tomó cuando todos, especialmente el Departamento de
Estado de EEUU, le empujaron de malos modos hacia la puerta; como él mismo lo
explicó en aquella comparecencia patética en la televisión, que los de mi
generación, y varias más, vimos en directo. Porque, tampoco es un secreto,
Suárez no era tan partidario de la OTAN como se necesitaba, es Calvo Sotelo,
con la secreta alianza del PSOE, el que nos mete; Suárez comenzaba a
convertirse en un socialdemócrata inventado por él mismo, que no tenía detrás
ningún respaldo ni económico –el CDS que crea está en la miseria– ni político,
pues la SPD alemana ya había apostado por el PSOE.
El golpe de Estado del 23-F es un montaje entre todos
los poderes: económico, militar, político, con el rey al frente, para advertir
a los que iban a gobernar a continuación que no se permitían veleidades como
las de Suárez. Y la inmensa manifestación del pueblo en Madrid después del
golpe venía a decir: de acuerdo, antes de que nos fusilen al amanecer
elegiremos a Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, nos rendiremos al
capital y le estaremos eternamente agradecidos al rey que nos ha salvado la
vida. No se debe olvidar que esa Transición idílica que nos han contado sumó
más de 600 muertos, víctimas una buena parte de los facciosos y organizaciones
policiales que nunca fueron ni descubiertos ni castigados.
Entonces, ¿a qué aceptar, desde una postura realmente
de izquierdas, que Suárez fue un dirigente político de gran altura, con enormes
cualidades para el consenso y los pactos, y que construyó la democracia en
España?
Diríase que la izquierda sigue padeciendo el “síndrome
de Estocolmo” como tan acertadamente lo definía Carlos París, y presa de la
necesidad de ser reconocida como “una fuerza política seria”, no se atreve a
gritar de una vez que “el rey va desnudo”. Este miedo se evidencia cuando la
exigencia de proclamar la III República está siendo siempre pospuesta por la
mayoría de los dirigentes de izquierda a un tiempo futuro e indeterminado, que
les tranquilice.
Fuente: http://dedona.wordpress.com/
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