El Tribunal Constitucional establece que el
“derecho a decidir” no es el derecho de autodeterminación, pero sí una
aspiración política a la que puede llegarse por un procedimiento ajustado a la
legalidad
EVA VÁZQUEZ |
Cuando un
alumno comienza la carrera de Derecho se le suele enseñar que una de las
funciones del Derecho no es tanto alcanzar la justicia, un término demasiado
absoluto y siempre de difícil concreción, sino establecer la paz, es decir,
hacer que las relaciones de convivencia entre las personas y los grupos sean
las más justas posibles de acuerdo con los principios de libertad e igualdad, o
de “igual libertad” en los términos más precisos que emplea Rawls. De la
justicia a la convivencia justa, de la mayúscula hemos pasado a la minúscula.
En esta dirección
se expresaba Hans Kelsen, probablemente el jurista más respetado del siglo XX,
en las dos últimas líneas de su conocido ensayo Qué es la justicia: “En
definitiva, mi justicia”, decía Kelsen, “es la de la libertad, la de la paz; la
de la democracia, la de la tolerancia”. Un sano y realista ejercicio de
escepticismo para hacer posibles valores tan sublimes.
Los jueces
son los últimos depositarios de estos valores en un sistema democrático. Así lo
hemos convenido y a ello debemos atenernos porque los pactos deben cumplirse y
toda democracia nace de un pacto originario al que denominamos Constitución.
¿Cómo llevan a cabo los jueces su labor para que surja este efecto pacificador
del Derecho? Actuando dentro de sus funciones con arreglo al principio de independencia
judicial, que básicamente significa ser independiente de todos los poderes
excepto de uno, del Derecho, del ordenamiento jurídico, del cual, como
paradoja, son absolutamente dependientes. El juez, así, está sometido al
Derecho y solo al Derecho.
Si actúa de
esta manera y lo explica en sentencias bien razonadas, convincentes en su
argumentación y sus conclusiones, es decir, en la exposición de los hechos, en
sus fundamentos jurídicos y en su fallo, el efecto pacificador suele ser
inmediato. Del barullo, hasta del guirigay, inherente al debate político,
normalmente de trazo grueso y de un partidismo muchas veces irracional, se pasa
a la claridad, a la comprensión completa de un problema, al camino a seguir
para encontrarle una salida razonable. En definitiva a la paz, al efecto
pacificador del Derecho del que antes hablábamos.
El Constitucional, tan injustamente tratado, ha estado
a la altura de las circunstancias
Esto me
parece que es lo que sucederá tras la excelente sentencia sobre la resolución del
Parlamento de Cataluña de 23 de enero de 2013 por la que se aprueba la Declaración
de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña. Pienso que el
TC, tan injustamente tratado por unos y otros, ha estado a la altura de las
circunstancias a pesar de la fuerte presión ambiental en materia tan delicada.
Tres eran
las cuestiones a debate: primera, si el acto parlamentario a enjuiciar tenía
carácter jurídico —y, por tanto, era susceptible de control jurisdiccional o
bien era una simple propuesta política formulada dentro del amplísimo marco de
la libertad de expresión; solo susceptible del control político, en este caso,
al ser un acto parlamentario, del control ejercido por los electores en los
comicios siguientes. Segunda, si el pueblo de Cataluña era un sujeto político y
jurídico soberano. Tercera, si el término “derecho a decidir” utilizado en la
declaración era contrario al texto constitucional. Vamos a comentar brevemente
lo que la sentencia dice sobre tales cuestiones.
La primera
era decisiva: si el acto parlamentario impugnado no hubiera podido ser sometido
a enjuiciamiento por el TC, el asunto se hubiera dado por concluido y no se
habría entrado en las cuestiones de fondo. Pero el Tribunal se inclina, con
buen criterio, por considerarlo un acto de naturaleza jurídica al no tratarse
de un acto de trámite sino de un acto definitivo, que expresa la voluntad
institucional de la cámara catalana y que, además, es capaz de producir efectos
jurídicos por dos razones: a), porque impide discurrir de forma legítima por el
cauce de diálogo institucional con el Estado y con las instituciones
comunitarias e internacionales que propone el principio cuarto, al conferir al
Parlamento atribuciones propias de la soberanía, y no de la autonomía; y b),
porque el carácter asertivo de la resolución impugnada (“acuerda iniciar el
proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir”) reclama el
cumplimiento de unas actuaciones concretas susceptibles de control
parlamentario, según el reglamento de la cámara catalana. En conclusión, la
resolución impugnada tiene y produce efectos de carácter jurídico.
Despejada
esta cuestión previa, la sentencia entra en las otras dos. Respecto al
principio de soberanía la discusión es fútil, ya que choca frontalmente con los
artículos 1.2 y 2 de la Constitución. En efecto, el principio primero de la
declaración impugnada dice así: “El pueblo de Cataluña tiene, por razones de
legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano”. El
artículo 1.2 CE establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo
español" y el artículo 2 establece la unidad de la nación española.
Dejando al margen opiniones políticas perfectamente respetables al respecto,
según el Derecho el pueblo de Cataluña es un sujeto jurídico creado por el
Estatuto catalán y un poder constituido no puede convertirse nunca en
constituyente. Se trata de algo tan elemental que nadie con mínimos
conocimientos jurídicos puede ponerlo en duda.
La sentencia da una
salida al callejón en que se encuentra la Generalitat de Cataluña
Más
interesante es la última cuestión, el llamado “derecho a decidir” en la
declaración. Ahí el Tribunal podría haber tomado partido en una dirección:
considerar que la indudable inconstitucionalidad del principio relativo a la soberanía
de Cataluña contaminaba al resto de la declaración y toda ella era
inconstitucional. Pero el Tribunal no hace eso, sino que da un generoso quiebro
y considera que, de acuerdo con el principio de conservación de las normas, y
este acto parlamentario es una norma, el resto de principios permiten una
interpretación conforme a la Constitución. Así, interpretados de forma
sistemática, los demás principios se limitan a inspirar un proceso hacia un
“derecho a decidir” —se entrecomilla en el texto— que no excluye seguir los
cauces constitucionales que permitan traducir la voluntad política en realidad
jurídica, especialmente el principio de diálogo (“se dialogará y negociará con
el Estado español”) y el principio de legalidad (“se utilizarán todos los marcos
legales existentes”).
En este
punto del, repito, entrecomillado “derecho a decidir”, se centra el meollo de
la cuestión. Sobre el mismo se recalcan dos cuestiones obvias pero importantes
para aclarar la posición del Tribunal: no es el derecho de autodeterminación ni
tampoco es el resultado de una atribución de soberanía. Pero se añade que se
trata de “una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un
proceso ajustado a la legalidad constitucional”. Además de unas
puntualizaciones sobre los principios de legitimidad democrática, diálogo y
legalidad, recogidos en la declaración, la sentencia muestra su apertura al
establecer, repitiendo vieja doctrina propia, que la primacía de la
Constitución no exige una adhesión positiva a la misma porque nuestra
democracia no es una “democracia militante”, pero sí exige un deber de lealtad
constitucional.
Y en este
punto, ya al final de la sentencia, da una salida al callejón en que se
encuentra la Generalitat. Dice así el TC: “(…) si la Asamblea Legislativa de
una Comunidad Autónoma, que tiene reconocida por la Constitución iniciativa de
reforma constitucional (arts. 87.2 y 166 CE), formulase una propuesta en tal
sentido, el Parlamento español deberá entrar a considerarla”. Ahí el TC, al
modo del Tribunal Supremo del Canadá, da una lección de Derecho Constitucional.
Viene a decir: la Constitución no es un muro impenetrable, es un cauce para que
se exprese la voluntad popular. Pero este cauce, estos procedimientos, deben
ser legales porque democracia y Estado de derecho son dos conceptos
intrínsecamente unidos. El error es desviarse de la legalidad, error
inaceptable porque que es desviarse de la democracia.
Un asunto
complicado resuelto mediante una sentencia abierta y clara que restablece la
paz jurídica.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho
Constitucional.
Fuente: www.elpais.com
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