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| 28 Febrero 2014 - 12:39 h.
Al buscar en
las raíces de la soñada unidad europea, hay quien se remonta al imperio romano
con bastante frivolidad o al tiempo en que los Papas daban el visto bueno de
parte de Dios a quienes iban, en su nombre, a gobernar la tierra. También están
quienes citan a un analfabeto del calibre de Carlo Magno, a Carlos I
de España y V de Alemania evocando, en su primera etapa, el nombre egregio
de Erasmo de Rotterdam. Y sí, a partir del Renacimiento se dan los
primeros pasos con Ficino, Pico della Mirandola, Ariosto o el nombrado
Erasmo, empero, la Iglesia y sus batallas pesan todavía demasiado. La
Ilustración y la Revolución francesa quisieron apartar a Dios de las cosas de
los hombres y fue entonces cuando se comenzó a hablar de una Europa unida
despojada de atributos divinos que Napoleón, y luego la Santa Alianza,
en su periodo confeso e imperial se encargó de tirar por los suelos. Europa, la
idea de una Europa unida, se mueve en la obra de la mayoría de los pensadores
del siglo XIX, a excepción de los románticos y nacionalistas que buscan en las
arcadias perdidas de paraísos históricos que nunca existieron la razón del ser
nacional. Folclore, una literatura pasada sobrevalorada, tradiciones de muy
poco valor tradicional, leyendas míticas y, de nuevo, el hecho religioso,
retroceden Europa al Antiguo Régimen, obviando lo mucho que ha avanzado el
hombre en los últimos dos siglos. Herder, precursor del romanticismo alemán,
negará el principio kantiano e ilustrado de que la unidad de la Humanidad se
manifiesta en su diversidad, sosteniendo que cada cultura es el resultado de un
pueblo y una circunstancia histórica movida por un pasado legendario… El daño
está hecho: El europeísmo quedará aparcado hasta que a finales del XIX los
hombres de la III República francesa lo pongan de nuevo sobre la mesa.
Fue Aristide
Briand, socialista, presidente del Consejo y ministro de Exteriores de
Francia quien expuso en 1929, en la sede de la Sociedad de Naciones la
necesidad de construir una federación europea que sirviese para erradicar la
guerra de la faz del continente basándose en los principios que habían
inspirado la Revolución francesa. Los Estados continuarían siendo soberanos, pero
los problemas comunes se tratarían entre todos, y uno de los principales era la
desigualdad entre los distintos países europeos. Para Briand, la unidad de
Europa sería imposible si persistían las diferencias sociales dentro de los
países y dentro de la nueva entidad supranacional. Benda, Herriot, Combes,
Clemenceau y el canciller alemán Stresemann apoyoron la iniciativa
de Briand, no así los representantes del Reino Unido que, siguiendo su
particular interés, mostraron su total oposición al proyecto unitario
argumentando que menoscabaría a la Sociedad de Naciones, Sociedad que siempre
les había importado un bledo. A Briand, que murió en 1932, siguieron Schuman
y Monnet, quienes junto a De Gasperi y Adenauer darían los primeros
pasos de lo que actualmente conocemos como Unión Europea: “Europa –diría
Schuman en su célebre declaración de 1950- no se hará de una vez ni en una obra
de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer
lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige
que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la
acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania”. Shuman se
había opuesto al Frente Popular francés y al comienzo de la invasión nazi fue
colaboracionista al dar su apoyo al gobierno filonazi del general Petain.
Los aliados fueron tibios con él y lo dejaron estar, su declaración parte tanto
de su nuevo afán europeísta como del deseo norteamericano de formar una Europa
Occidental fuerte dentro de su particular guerra contra la Unión Soviética. Se
desvirtúa así el programa primigenio de Briand, y la construcción de la unidad
europea nace, por tanto, hipotecada: No es la unión en sí lo que buscan los
llamados padres de Europa con Schuman a la cabeza, sino evitar un nuevo
conflicto franco-germano y crear un contrapeso al poder soviético.
Otro héroe
de la II Guerra Mundial, Charles de Gaulle, querrá darle a Europa una
impronta nueva, liberándola de la tutela norteamericana, hasta el extremo de
declarar que si el Reino Unido entraba en Europa, Europa desaparecería pues no
era otra cosa que el caballo de Troya de la nación yanqui. Tras los años De
Gaulle, se abrió un periodo de incertidumbre que terminaría en la década de los
ochenta con el nuevo impulso que a la unidad dieron Helmul Kohl, François
Mitterrand y Felipe González. Durante diez años se avanzó en la cohesión
europea, destinando cuantiosos fondos a los países periféricos, pero apenas se
avanzó en la unión política que había enunciado Briand cincuenta años antes:
Europa se constituía como una potencia económica en torno al eje franco-alemán
y aunque quizá haya sido el periodo en el que más se avanzó en la construcción
europea, se olvidó la unión política, la maravillosa herencia recibida de los
grandes europeístas, del propio Briand, pero también de Combes, Ferry,
Renan, Benda, France, Jaures, Ortega, Esplá, Pacciardi, Natoli y tantos
otros que afirmaron que Europa no era sólo una entidad económica de primer
orden, sino la patria de la Democracia, del respeto a los Derechos Humanos, de
la Justicia Social, de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad, de la
cultura, del asilo político, del humanismo, de la civilización y del laicismo.
Por el contrario, se pusieron las bases para los tratados de Maastricht, del
euro y de la Europa de los mercaderes, ajena por completo a los intereses de
los ciudadanos europeos.
Hoy, cuando
Europa tiene moneda única, directivas de obligado cumplimiento para todos los
integrantes menos para Inglaterra, una Constitución lamentable, un Parlamento
inútil y un Gobierno –la Comisión Europea- que hace las veces de nomenclatura
que obra al dictado de los grandes poderes económicos globales, Europa se
desvanece, se evapora, se diluye a fuerza de servir a intereses que no son los
de la gente que la habita, sino los de esa nomenclatura y sus allegados. Europa
obliga a arrancar viñas y olivos dónde no pueden crecer otras cosas; se somete
a los dicterios económicos del Fondo Monetario Internacional; juega con la
deuda de los países periféricos hasta hacerla impagable debido a su nefasta
política económica y a la inexistencia de un verdadero Banco Central que
hubiese hecho suya la totalidad de esa deuda sin favorecer descaradamente a uno
de sus miembros, Alemania, que se ha estado financiando gratis gracias a la
ruina de otros países; se blinda contra los extranjeros y contra los propios
que ven cómo la miseria se extiende como el fuego sobre un reguero de pólvora;
obliga a la privatización de los servicios públicos para beneficiar a los
grandes bancos y a los lobbys económicos internacionales que trajeron la ruina;
abandera la desregulación de los mercados financieros; consiente la
deslocalización industrial al no imponer una tasa a los productos fabricados en
países donde no existen los derechos sociales y se olvida de los Derechos
Humanos, que es tanto como decir que se olvida de sí misma.
Esta Unión
no es europea, sino una secuela de la que vive al otro lado del Atlántico, tan
ajena a nosotros como el tipo de organización política y económica que
“florece” antes de llegar a Japón. La verdadera unión europea está por hacer y
se hará sobre los escombros de ésta que es madrastra y verdugo, regresando la
mirada hacia nuestros grandes hombres, hacia Víctor Hugo por ejemplo:
“¡Mi venganza es fraternidad! ¡No más de fronteras! ¡El Rin para todos! ¡Seamos
la misma república, seamos los Estados Unidos de Europa, seamos la federación
continental, seamos libertad europea, seamos paz universal!”. Escogieron por
nosotros el camino equivocado, el que más convenía a quienes molesta la
Democracia y agrada la plutocracia, es hora de enderezarlo antes de que las
ruinas y el dolor vuelvan a teñir de lágrimas las hermosísimas ciudades del
continente. Libertad, igualdad y fraternidad. Ya se dijo hace mucho tiempo.
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