Así nació
América. En medio de una codiciosa conquista y una destructora esclavitud que
arrancó más de 10 millones de almas...
nuevatribuna.es | Por Johari Gautier Carmona | 28 Febrero 2014 - 11:02 h.
Los
latigazos caen sobre su espalda con un estrépito devastador, se hunden en su
piel morena con una facilidad escalofriante, como si fuera mantequilla,
y, cada vez que se produce ese contacto, la sangre vuela en una dirección
inesperada, salpica por todas partes, convirtiendo la tarde calurosa en una
cortina sanguinolenta.
Veinte,
cincuenta o ciento veinte. La cifra depende del humor del verdugo y muy pocas
veces de los actos de la víctima, quien se aferra a sobrevivir sin preguntarse
por qué. Aunque en realidad la idea de la muerte siempre estuvo allí. Siempre.
El castigo
se debe, esta vez, a una leve fuga. La mujer que aguanta la infamia de un
hombre “civilizado” se ausentó poco más de quince minutos para pedir en la
hacienda de un vecino el jabón que le era negado, y poder lavarse como lo haría
cualquier ser humano de aquella época y de ésta.
Sin embargo,
los motivos para descargar su furia y afirmar un deseo de dominación
ignominiosa pueden extenderse a una infinidad de razones: una respuesta
atravesada, una mirada malinterpretada, o una baja accidental –y humana– en el
rendimiento de la recolección de algodón o de azúcar de caña. Cualquier asunto
que revalide la superioridad de una raza sobre otra.
Las imágenes
que brinda la película “12
años de esclavitud” del director Steve McQueen pueden parecer extraordinariamente
escalofriantes. Horrendamente inconcebibles y, sin embargo, representan una
fiel reconstrucción de unos tiempos en los que la esclavitud marcaba la
relación diaria entre blancos y negros.
El amo
receloso y vanidoso, siempre blanco –porque así lo quería el pensamiento moral
y religioso de la época–, hacía lo que quería con sus esclavos. Ellos le
pertenecían, como si fueran meros objetos –un lápiz, un vulgar juguete o una
camiseta–, y eso daba pie a situaciones absurdas e intolerables, crímenes que
superaban la lógica de todo pensamiento.
Violada
hasta la saciedad, y deseando la muerte como redención, la esclava que aquí nos
ocupa era la favorita del amo. Una hermosa morena de una mirada perdida, como
el destino de un pueblo llegado de África. Y ese amo que engañaba a su esposa
de la alta sociedad, blanca como él, amaba también a su esclava, pero como
parte de un juego sucio que le permitía verter toda su frustración en ella,
todo su odio, y ella lo recibía sin mediar palabras, las piernas abiertas,
mirándolo con una cara siempre solícita y complaciente.
Con este
amargo y realista retrato de la esclavitud, resurge el aborrecimiento más
inaceptable: el de un régimen que permite y se organiza para legitimar –e
imponer– la inferioridad y el sufrimiento de unos seres humanos, recordándonos
así los peores extravíos del siglo XX, pero en este caso los esclavos no tuvieron
que llevar una estrella pegada a la chaqueta: su piel era garante del desprecio
y de un castigo humillante.
Incluso la
Biblia, ese libro sagrado que ofrece un camino al entendimiento y a la
misericordia, fue usado para justificar el trato deshonroso aplicado durante
más de tres siglos al pueblo africano desde el norte canadiense hasta el
extremo sur de Argentina. Resulta difícil olvidar las palabras del
capataz de una plantación que en plena charla introductoria expone los
argumentos que le ayudan a asentar su poder: “El esclavo que no escuche a su
amo recibirá muchos azotes. ¡Lo dice la biblia!”.
Así nació
América. En medio de una codiciosa conquista y una destructora esclavitud que
arrancó más de 10 millones de almas a un continente que todavía trata de
reponerse de ese atropello. Y como tan bien lo ilustra la película de Steve
McQueen, pocas personas se interpusieron para que ese crimen organizado cesara.
Hoy los
tiempos de la esclavitud parecen lejanos. Pero, ¿Cuánto queda de esa pesadilla
que hizo temblar a un pueblo entero? ¿Y cómo se repone una comunidad expuesta a
tanto odio? Esas son las preguntas que surgen de un nacimiento que bien podría
parecer un aborto.
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