LORENZO SILVA
Actualizado: 08/06/2014 01:43 horas
El observador circula entre el gentío congregado en
la Puerta del Sol en la tarde del día de la abdicación real. Banderas
republicanas por doquier: se las divisa colgadas de las marquesinas y las
estatuas (incluida la ecuestre de Carlos III, para mayor escarnio de la
dinastía reinante), prendidas a mástiles que alguien agita, anudadas como capas
al cuello de sus porteadores. Entre los concurrentes, que pueden rondar dos o
tres millares, el cálculo escapa a las aptitudes del observador, predominan los
jóvenes: son muchos los que apenas pasan de los veinte años. En el aire
flota un pegajoso olor a hachís. No dirá que en toda la plaza, pero en más
de un corro, y más de tres, puede asegurar haberlo percibido. También se fija
en la estrella roja que algunas de las tricolores usadas como capas lucen en su
centro.
Dos relevantes diferencias con aquel 14 de abril
que vivió, en esta misma plaza, la proclamación de la república que
plausiblemente no conocerá esta tarde su tercera reedición. Nadie mostraba
entonces estrellas rojas, y duda mucho que nadie, entre aquellos españoles
enfervorecidos de 1931, acudiera drogado a cambiar el curso de la Historia. El
observador puede apostarlo porque pudo hablar con un testigo de los hechos: su
abuelo materno, a la sazón guardia de Seguridad y de servicio en la actual sede
de la Comunidad de Madrid, entonces el edificio de Gobernación. Aquellos
republicanos venían tan sobrios y decididos que cuando un oficial pidió al
abuelo y a los otros guardias que salieran a disolverlos, le respondieron que
los disolviera él.
Piensa el observador en las pocas posibilidades
reales que a corto plazo tiene el regreso de la república a la que el abuelo
sirvió lealmente (tan lealmente que le costó el empleo), y que él mismo
considera la forma idónea de gobierno; más idónea, desde luego, que otorgar la
jefatura del Estado a quienes a lo largo de los siglos se van alineando en una
determinada estirpe. Quienes a ella se oponen no son pocos, ni desdeñables,
están organizados y además tienen una mayoría en el Parlamento con mandato
todavía vigente por un año y pico. Y entre quienes la piden, como entre
quienes acabaron manejando aquella república segunda de las españolas, de
desdichado final, hay, en cambio, quienes más que propiciarla o defenderla
ayudan a hacerla inviable.
Que le pregunten, dondequiera que esté, a don
Manuel Azaña y Díaz, su último presidente, y una de las cabezas más lúcidas
que ha dado un país que es más proclive a generar seres que usan la testa para
embestir al contrario. El mismo que pedía paz, piedad y perdón cuando ya nadie
le oía, ni siquiera entre los suyos, y a quien no se ha reconocido en debida
forma su legado, como jefe del Estado legítimo y democráticamente elegido y
como pensador e intelectual. Un solo instituto de enseñanza secundaria llevaba
su nombre en toda España, en la vecina ciudad de Getafe, y el pretérito es
pertinente porque un año antes de que el centro cumpliera treinta, aprovechando
su unificación con otro, la Consejería, desoyendo la petición del claustro y el
consejo escolar, decidió quitárselo al último presidente de la república para
dárselo al ya muy sobradamente homenajeado Marcelino Menéndez y Pelayo. De nada
sirvieron las peticiones y protestas de profesores y demás miembros de la
comunidad educativa. Azaña fue erradicado, borrado, muerto por segunda vez.
El observador ha sabido hace poco la historia, de
labios de los profesores. Viendo esta desmayada marea tricolor, y sin poder
contar con la república que de ella no va a salir, piensa en pedirle al nuevo
rey que considere interceder para reparar el agravio a su digno predecesor en
la más alta magistratura del Estado. Cree que si él, sintiéndose republicano,
respeta la monarquía que otros quieren y sostienen, no menos le debe, esta
España que hoy es reino, respeto a quien en su día encabezó la república que
fue. Sería, Majestad, un rasgo de elegancia.
Fuente: www.elmundo.es
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