La
democracia es una carrera sin meta, un sistema en constante renovación que ha
de perfeccionarse cada año mediante la participación y la presión ciudadana.
nuevatribuna.es | Por Pedro L. Angosto | 26
Junio 2014 - 16:16 h.
Foto: Prudencio Morales |
Antes de
existir lo que hasta hace poco conocíamos como democracia, los gobiernos eran
impuestos por los reyes de acuerdo con los poderes fácticos dominantes en cada
momento. El proceso histórico que llevó a la democracia comenzó en la mayoría
de los casos por la decapitación de monarcas absolutos o por la defenestración
de la oligarquía y culminó con el miedo de Occidente a los “efectos
contaminantes” de la Revolución Rusa, sobre todo tras ser ese país el que más
puso para derrotar al nazi-fascismo. Tómese como punto de partida la Revolución
inglesa, la independencia de Estados Unidos o la Revolución francesa –para
quién esto escribe verdadero origen teórico y práctico de la democracia con
mayúsculas-, el traspaso de poderes desde las clases poderosas a quienes
padecían sus abusos no fue un hecho puntual sino un largo camino que se anduvo
a través de los años con la animadversión violenta de los privilegiados y que
careció de punto de llegada, porque cuando los nuevos dirigentes –a los que se
iban incorporando “gentes” presuntamente reconvertidas del antiguo régimen-
comienzan a hablar de salvaguardar las instituciones, de constituciones
intocables o de la democracia como un hecho estanco es que ésta ha sido
suplantada, mistificada y falseada, dejando de servir a los intereses generales
que por definición le son inherentes para convertirse en un instrumento de
dominio de clase. La democracia es una carrera sin meta, un sistema en
constante renovación que ha de perfeccionarse cada año mediante la
participación y la presión ciudadana, a cada conquista de derechos ha de
suceder otra que afecte a capas más amplias de la sociedad teniendo en cuenta
de que nunca se llegará al final mientras existan personas excluidas,
necesitadas, explotadas o marginadas. Es cuando el pueblo se adormece al calor
de cierto grado de bienestar económico y de los mensajes narcotizantes del
nuevo poder envejecido e infectado de pasado, que la democracia deja de serlo
utilizando para ello los instrumentos que ésta ha puesto en manos de sus
enemigos naturales: Los privilegiados sólo aceptaron que su voto valiese lo
mismo que el de un menestral cuando tuvieron miedo a perderlo todo o cuando
descubrieron que era posible manipular su conciencia hasta el extremo de
hacerle pensar y actuar contra sus propios intereses. Es una lección que
deberíamos haber aprendido hace mucho tiempo, pero el hombre es lento y tarda
en aprender casi tanto como en evolucionar.
Pero para no
perdernos en los árboles que a menudo no dejan ver el bosque, pasemos a ver
unos cuantos hechos concretos que demuestran a nuestro entender que lo que hoy
llaman democracia, en todo el mundo en general y en España en particular, ha
dejado de serlo. El aforamiento fue una conquista de la clase trabajadora
encaminada a proteger a sus representantes de la persecución judicial y
policial. Afectaba exclusivamente a la actividad política y pública de los
mismos, jamás a delitos comunes; hoy seguiría siendo válido para ese caso, pero
sólo se usa para obstruir a la Justicia y mantener fuera de la Ley, a sus
anchas, a personas que han cometido gravísimos delitos contra el Erario y, por
tanto, contra lo más esencial de la democracia. Antes de las luchas obreras y
de los movimientos democráticos que sacudieron Europa durante los siglos XIX y
XX, tanto la Educación como la Sanidad estaban en manos de la Iglesia: Escuelas
para pobres y hospitales de beneficencia formaban parte de la amplísima red de
socialización tejida por los representantes de Dios en la Tierra para
adoctrinar más allá del último suspiro. Es cuando la democracia triunfa que la
Escuela y el Hospital se hacen públicos, es decir de todos, y se convierten en
un derecho consustancial a todo ser humano por el hecho de serlo no por gracia
divina o real: Hoy, quienes una y otra vez hablan de “nuestra democracia
consolidada” y otras zarandajas están procediendo a la desamortización de lo
público para regresarnos a épocas preconstitucionales bajo el eufemismo
sangriento que “están devolviendo a la sociedad lo que a ella pertenece”,
aunque esa “sociedad” de la que hablan esté compuesta por personas y entidades
privadas con nombres y apellidos de todos conocidos que pretenden convertir
derechos universales en lucrativo negocio particular. La democracia puso
también límites y controles a la actividad de las grandes empresas y entidades
financieras nacionales y transnacionales, frenando sus aspiraciones
monopolísticas mediante leyes que castigaban a aquellas que por su tamaño e
implantación en un determinado territorio podían condicionar el precio de las
cosas; en la actualidad asistimos a un proceso de concentración industrial y
financiera tan brutal y a una desregulación tan salvaje de la actividad
económica que esas empresas o entidades no sólo condicionan los precios sino
que también la forma en que prestan servicios: A nadie escapan los abusos y
pactos insoportables de telefónicas, eléctricas, financieras, gasistas, petroleras
y demás corporaciones globales dedicadas a prestar de forma cada vez más
sangrante para el consumidor servicios esenciales que por tener ese carácter
debieran ser sustraídos al lucro incesante de los depredadores.
Lo que hoy llaman democracia, en todo el
mundo en general y en España en particular, ha dejado de serlo
La
democracia impuso –en los países en los que triunfó- la jornada laboral de ocho
horas diarias y cuarenta semanales, el descanso en sábados y domingos, treinta
días de vacaciones y la jubilación a los sesenta y cinco años con una pensión
pública que permitiese vivir dignamente, dentro de un proceso encaminado a la
reducción y reparto progresivo de un tiempo de trabajo cada día menor por las
innovaciones tecnológicas. Aunque esos derechos se aprobaron en la mayoría de
los Estados europeos a principios del siglo XX, apenas tienen sesenta años,
pues fue a partir del final de la Segunda Guerra Mundial que se hicieron
efectivos. Hoy, quienes han ocupado los poderes públicos para el medro personal
y reconstruir el Antiguo Régimen, hablan de reformas cuando lo que hacen es
contrarreformar, es decir desregular lo que llaman “mercado laboral” para
eliminar todos y cada uno de los derechos conquistados y convertir al
trabajador en un objeto que se usa y se tira tras ser exprimido sin ningún tipo
de responsabilidad ni obligación. Lo mismo se puede decir del derecho a una
jubilación pública digna, principal objetivo de las entidades financieras
mundiales, empeñadas como están en tomar la Caja Pública de Pensiones y
sustituirla por fondos privados sin ningún tipo de garantía en el tiempo y que
sólo permitirán una vejez económicamente adecuada a aquellos que ya tuvieron
una vida activa muy holgada.
Para que
estas aberraciones estén tomando cuerpo entre nosotros ha sido imprescindible
la creación de un inmenso ejército de parados de larga duración, tan larga como
para llegar a considerar regalo de los dioses un contrato por dos horas los
miércoles de una a tres o un trabajo de doce horas diarias por seiscientos
euros si te portas bien, tan larga que te haga ver al otro como un competidor
por tu pan, como un enemigo mortal con el que nada tienes que ver y al que has
de pisotear si quieres ser algo en la vida. Pero no sólo eso, también, el
apartamiento ciudadano de la actividad política, de las asociaciones de
vecinos, de los sindicatos, de las asociaciones de padres, incluso de las
comunidades de propietarios de viviendas, dejando desnudo el tejido social de
los países y manos libres a oportunistas y logreros. También, cómo no, la
impunidad política y judicial con que se mueven los delincuentes que imputados
una y otra vez en los delitos más graves que se puedan cometer en la esfera
pública y privada siguen en sus puestos como si nada hubiesen hecho, como si actividad
pública y privada fuesen una misma cosa y el cohecho, la prevaricación, la
estafa, el robo, la mangancia, el nepotismo, la quiebra fraudulenta, el
alzamiento de bienes, el soborno, el enchufismo y el chanchullo fuesen maneras
correctísimas de proceder. Y no, no lo son, la democracia es incompatible con
ese orden de cosas, y cuando toman carta de naturaleza hasta el extremo de
entrar a formar parte de nuestra cotidianidad es porque la democracia agoniza o
ha muerto ya.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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