La monarquía comenzó
a asentarse en 1977, con el apoyo decisivo de los comunistas y de los
nacionalistas catalanes y vascos, con un PSOE entonces tácticamente expectante
y sentimentalmente republicano
Política | 08/06/2014 - 01:00h
| Última actualización: 08/06/2014 - 01:41h
Juan Carlos I saluda a
Santiago Carrillo. LVD
Madrid
La restauración monárquica se asentó en España
con el apoyo del Partido Comunista, el principal grupo de oposición a la
dictadura del general Franco. Este dato, relativamente olvidado, sobre
todo por las generaciones que no vivieron la transición y que no tienen la
obligación de conocer todos sus detalles, es importante para entender mejor el
actual momento. (Las jóvenes generaciones no tienen la obligación de vivir
mentalmente en el pasado, todo lo contrario, pero unos manuales escolares más
atentos a la historia reciente habrían contribuido a una mejor y mayor cultura
cívica).La historia de España del siglo XX es tan compleja como la del XIX, y
conviene recordar hubo tres vectores fundamentales para la legitimación
popular de la monarquía –antes del referéndum constitucional de 1978-. Esos
tres vectores fueron los comunistas, los nacionalistas catalanes y los
nacionalistas vascos.
Ciertamente, el Rey disponía de otros importantes apoyos, pero sin esos tres pilares la evolución política del país habría sido muy distinta. Juan Carlos de Borbón era el actor dominante en los primeros compases de la transición. Controlaba el poder ejecutivo y tenía bajos sus órdenes a las Fuerzas Armadas, que le habían jurado lealtad en tanto que sucesor del general Franco. Mandaba mucho, pero su futuro dependía de su capacidad para pacificar el gran conflicto político y social en ciernes.
Juan Carlos disponía de los plenos poderes heredados del dictador (hasta la aprobación de la Constitución) y los utilizó, a partir de verano de 1976, para acelerar la implantación de una democracia parlamentaria de corte europeo, desechando las invitaciones a la dictablanda, a un cierto autoritarismo gradualista, o a una democracia con límites, que le planteaban los sectores más inmovilistas del Régimen, sectores empresariales y alguna potencia extranjera. Deseoso de legitimar la monarquía, Juan Carlos I quiso evitar escenarios que elevasen, aún más, la tensión social existente y le obligasen a encabezar un régimen explícitamente represivo.
No es ningún secreto que el Gobierno de Estados Unidos, preocupado por el arraigo de los partidos comunistas en la mayoría de los países del Sur de Europa, abogaba por la exclusión de esta fuerza política en el nuevo escenario español. Alarmados por la revolución de Portugal (relevante influencia comunista en el Movimiento de las Fuerzas Armadas) y la evolución de Italia (auge electoral del partido comunista, por encima del 30%), en los cuarteles generales de Washington preocupaba una democratización de España con un partido comunista influyente. La legalización del PCE acabó siendo, por tanto, la piedra de toque de la política española en los meses previos a primeras las elecciones libres desde 1936.
Para los militares –para la cúpula militar, más exactamente- era un asunto tabú. Los comunistas representaban para ellos la más peligrosa fuerza de vanguardia contra la que habían luchado en la Guerra Civil. El Enemigo. Valga la siguiente anécdota, a modo de ejemplo. En la celebración de la Pascua Militar de 1978, cuando el PCE ya estaba legalizado, el jefe de Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez, hizo una significativa mención al talento militar de algunos jefes comunistas en la Guerra Civil – citó a Enrique Líster y Juan Modesto- y uno de los asistentes, el general de la Guardia Civil Iniesta Cano, se santiguó. Otros altos oficiales murmuraron severos comentarios de protesta.
Adolfo Suárez acabó deseando la legalización del PCE. Luego veremos por qué. Felipe González, dudaba. Pensaba que la exclusión de los comunistas podía favorecer claramente al PSOE en las urnas, pero también temía los efectos de la exclusión. Los comunistas podían intentar presentarse a las elecciones con otro nombre y con candidatos independientes, sin los líderes en el exilio, y obtener un buen resultado electoral, en tanto que víctimas de una democracia incompleta. Estaba en juego la legitimidad del cambio y el PSOE podía aparecer como la muleta de izquierdas de un régimen con miedo a una parte de la sociedad. Comisiones Obreras era demasiado potente para dejar al PCE fuera de juego.
Los partidos comunistas eran fuertes en toda la Europa del Sur. Resistentes clandestinos en Portugal, España y Grecia; partidos de masas en Francia e Italia. El PCE y el PSUC –unidos, pero formalmente diferenciados-, disponían de una organización clandestina más que notable, una significativa influencia en las principales fábricas, en los centros de estudio y en la vida cultural. Junto con el Movimiento (el partido único) y algunas parroquias, el Partido era unos de los lugares donde los jóvenes podían entrar en contacto con la política, con el plus emocional de la clandestinidad.
El Partido se había convertido en un mito, por méritos propios y por decisión expresa del franquismo. Para reducir la inicial hostilidad de las democracias occidentales, una hostilidad más formal que real, una hostilidad hipócrita en muchos casos, la dictadura española colocó un foco obsesivo sobre los comunistas. Franco ofrecía un doble servicio a Estados Unidos y a sus socios en la OTAN: bases militares y persecución sistemática de los comunistas. Franco, baluarte. Franco, retaguardia de la Guerra Fría, sin necesidad de entrar en la OTAN, ingreso que habría sido vetado por algunos países europeos de fuerte vocación democrática (belgas, holandeses, escandinavos…).
Ciertamente, el Rey disponía de otros importantes apoyos, pero sin esos tres pilares la evolución política del país habría sido muy distinta. Juan Carlos de Borbón era el actor dominante en los primeros compases de la transición. Controlaba el poder ejecutivo y tenía bajos sus órdenes a las Fuerzas Armadas, que le habían jurado lealtad en tanto que sucesor del general Franco. Mandaba mucho, pero su futuro dependía de su capacidad para pacificar el gran conflicto político y social en ciernes.
Juan Carlos disponía de los plenos poderes heredados del dictador (hasta la aprobación de la Constitución) y los utilizó, a partir de verano de 1976, para acelerar la implantación de una democracia parlamentaria de corte europeo, desechando las invitaciones a la dictablanda, a un cierto autoritarismo gradualista, o a una democracia con límites, que le planteaban los sectores más inmovilistas del Régimen, sectores empresariales y alguna potencia extranjera. Deseoso de legitimar la monarquía, Juan Carlos I quiso evitar escenarios que elevasen, aún más, la tensión social existente y le obligasen a encabezar un régimen explícitamente represivo.
No es ningún secreto que el Gobierno de Estados Unidos, preocupado por el arraigo de los partidos comunistas en la mayoría de los países del Sur de Europa, abogaba por la exclusión de esta fuerza política en el nuevo escenario español. Alarmados por la revolución de Portugal (relevante influencia comunista en el Movimiento de las Fuerzas Armadas) y la evolución de Italia (auge electoral del partido comunista, por encima del 30%), en los cuarteles generales de Washington preocupaba una democratización de España con un partido comunista influyente. La legalización del PCE acabó siendo, por tanto, la piedra de toque de la política española en los meses previos a primeras las elecciones libres desde 1936.
Para los militares –para la cúpula militar, más exactamente- era un asunto tabú. Los comunistas representaban para ellos la más peligrosa fuerza de vanguardia contra la que habían luchado en la Guerra Civil. El Enemigo. Valga la siguiente anécdota, a modo de ejemplo. En la celebración de la Pascua Militar de 1978, cuando el PCE ya estaba legalizado, el jefe de Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez, hizo una significativa mención al talento militar de algunos jefes comunistas en la Guerra Civil – citó a Enrique Líster y Juan Modesto- y uno de los asistentes, el general de la Guardia Civil Iniesta Cano, se santiguó. Otros altos oficiales murmuraron severos comentarios de protesta.
Adolfo Suárez acabó deseando la legalización del PCE. Luego veremos por qué. Felipe González, dudaba. Pensaba que la exclusión de los comunistas podía favorecer claramente al PSOE en las urnas, pero también temía los efectos de la exclusión. Los comunistas podían intentar presentarse a las elecciones con otro nombre y con candidatos independientes, sin los líderes en el exilio, y obtener un buen resultado electoral, en tanto que víctimas de una democracia incompleta. Estaba en juego la legitimidad del cambio y el PSOE podía aparecer como la muleta de izquierdas de un régimen con miedo a una parte de la sociedad. Comisiones Obreras era demasiado potente para dejar al PCE fuera de juego.
Los partidos comunistas eran fuertes en toda la Europa del Sur. Resistentes clandestinos en Portugal, España y Grecia; partidos de masas en Francia e Italia. El PCE y el PSUC –unidos, pero formalmente diferenciados-, disponían de una organización clandestina más que notable, una significativa influencia en las principales fábricas, en los centros de estudio y en la vida cultural. Junto con el Movimiento (el partido único) y algunas parroquias, el Partido era unos de los lugares donde los jóvenes podían entrar en contacto con la política, con el plus emocional de la clandestinidad.
El Partido se había convertido en un mito, por méritos propios y por decisión expresa del franquismo. Para reducir la inicial hostilidad de las democracias occidentales, una hostilidad más formal que real, una hostilidad hipócrita en muchos casos, la dictadura española colocó un foco obsesivo sobre los comunistas. Franco ofrecía un doble servicio a Estados Unidos y a sus socios en la OTAN: bases militares y persecución sistemática de los comunistas. Franco, baluarte. Franco, retaguardia de la Guerra Fría, sin necesidad de entrar en la OTAN, ingreso que habría sido vetado por algunos países europeos de fuerte vocación democrática (belgas, holandeses, escandinavos…).
Esta dialéctica engrandeció a los comunistas ante los sectores de la población más opuestos a la dictadura, hasta convertir al Partido en símbolo principal de la resistencia. Radio España Independiente –la Pirenaica- engrandeció ese mito dando voz a la propaganda antifranquista –siempre tremendamente voluntariosa, siempre como sí Franco estuviese a punto de caer-, pero también a muchas cartas enviadas desde todos los rincones de España con el testimonio de la dureza cotidiana de la dictadura. En muchos pueblos de España, alejados de la gran ciudad y sometidos al autoritarismo más descarnado, la Pirenaica era el único contacto con un relato distinto de la realidad. La familia reunida de noche alrededor de una mesa, escuchando la radio, tapados con una manta, para que los vecinos no oyesen nada. Una emisión entrecortada por los pitidos y ruidos de las señales de interceptación. Un reciente y valioso llibro de Rosario Fontova y Armand Belsebre, titulado 'Las cartas de la Pirenaica', explica muy bien la historia de la emisora comunista. La Pirenaica no emitía desde un lugar perdido de los Pirineos –fue bautizada así para enviar un mensaje de proximidad e incrementar el mito de la clandestinidad-. Su primer programa lo emitió desde Moscú el 22 de julio de 1941. En 1955 se traslado a Bucarest, Rumania. A partir de 1960 dispuso de medios técnicos para sortear las señales de interceptación en onda corta, utilizando varias frecuencias. Su última emisión fue la del 14 de julio de 1977, tras la constitución de las Cortes democráticas, con Dolores Ibarruri y Rafael Alberti en la mesa del Congreso.
Es interesante escuchar la última emisión. El PCE presentaba el cierre de la REI como una “prueba más” de la voluntad de los comunistas de aceptar el nuevo ordenamiento político español.
Fuente: http://www.lavanguardia.com/
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