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| Manuel Alcaraz Ramos | Profesor Titular de Derecho
Constitucional en la Universidad de Alicante | 27
Junio 2014 - 13:37 h.
Max Weber
distinguió memorablemente entre una “ética de la convicción”, propia de los
científicos y, por extensión, de la ciudadanía, y una “ética de la
responsabilidad”, propia de los políticos, que se distinguiría porque éstos, a
veces, deben olvidar sus preferencias morales para atender a lo que consideran
necesidad o bien común. A veces se frivoliza la cuestión para mostrar la
supuesta maldad de la política: todo político es corruptible ya que está
dispuesto a renunciar a sus convicciones. Pero esto es caricatura: en ocasiones
esa renuncia supone un bien moral más alto, pues desistir de las propias
convicciones es un gran sacrificio que, en este contexto, se hace para agregar
dignidad o bienestar a la mayoría. Otra cosa es la ausencia de convicciones o
el oportunismo de enunciar como si lo fueran lo que son intereses particulares.
En estos tiempos revueltos convendría recuperar esta clásica distinción antes
de condenar a los infiernos de la corrupción a “todos” los políticos o antes de
indultar –jurídica o moralmente- a canallas manifiestos.
Me atrevo a
proponer otra forma de ética genérica en los asuntos públicos, la que
denominaré “ética de la conveniencia”. En realidad no es ninguna novedad y en
el espacio público está omnipresente como mecanismo de (auto)justificación del
capitalismo: cada capitalista –desde Adam Smith- pregona que su egoísmo
personal es condición para el progreso de la comunidad, lo que le permite hacer
cualquier cosa para maximizar sus beneficios económicos. El resultado es que el
sistema, en su conjunto, es amoral y cualquier intento de reconsiderarlo desde
la ética es un arabesco estúpido, una “hiena piadosa”, como diría Marx. En el
ámbito institucional hay algunos ejemplos de estos relatos morales: sin duda en
los discursos destinados a legitimar sistemas autoritarios, pero, también, en
la ética privativa de la monarquía.
Monarquía y
no Corona, porque Corona es una institución despersonalizada, del Estado, que
será ocupada por quien disponga la Constitución; pero monarquía no sólo es
sistema de jefatura del Estado sino modo de concepción de la vida misma para la
familia real –o pretendientes- e, incluso, como sistema jerarquizado de ideas,
para algunos fieles. Las formas en que los Estados europeos resolvieron la
disyuntiva monarquía/república es dispar, pero hay denominador común: las
monarquías que se adaptaron a la soberanía popular sobrevivieron, las demás
sucumbieron. Las dificultades de la Corona de España para realizar ese tránsito
es lo que, como explica Pérez Royo, ha provocado la mayoría de crisis en las
constituciones españolas y los problemas de legitimación que aún padece la de
1978. La singularidad anida en que la nuestra “regresó”, tras más de 40 años,
para ser una monarquía democrática… de la mano de un dictador. Y ahí residió la
“paradoja de la Transición”: el rey fue a la vez mácula y salvación de la
democracia.
En ese
esquema Juan Carlos no ha tenido ni ética de la convicción ni ética de la responsabilidad.
La suya ha sido ética de la conveniencia: creyó firmemente lo que era
conveniente para él era lo único conveniente para España –prepolítica,
ahistórica-. Pudo ser demócrata porque estuvo convencido de que sólo arraigaría
la Corona en sus sienes si aceptaba de buen grado la democracia. Y actuó en
consecuencia, según su conveniencia, con y contra su padre, con y contra las
Leyes Fundamentales, con y contra la sombra de Franco, con y contra los
generales golpistas. Los errores de su reinado a malas penas pueden ser
calificados de estrictamente políticos, sino de vicios privados que, según se
conocieron, quebraban la confianza y deterioraban al personaje, en especial
cuando la mayoría del pueblo lo pasó muy mal. Pero no han desdicho la ética de
la conveniencia.
Ética
peculiar aceptada por buena parte de la ciudadanía. Quizá esa sea la lectura de
una reciente encuesta: la cuestión no es monarquía sí o no en abstracto, sino
lo que aporta la monarquía. Y la monarquía, a la mayoría, proporciona certidumbre.
La crisis, que provoca la crispación antimonárquica, vuelve a situar a la
institución de la Corona en el mismo sitio en que la opinión pública la emplazó
en la Transición. Durante el periodo constituyente Juan Carlos sabía que podía
esgrimir su utilidad porque las encuestas reclamaban con pareja intensidad
valores como justicia, libertad y orden; ahora la población española deambula
también entre la necesidad de castigar a los culpables del desastre económico e
institucional, recuperar la decencia de la política y la de procurarse
seguridad individual y familiar. Si se prefiere: no añadir rupturas
institucionales irreversibles a la ruptura social, si bien si ésta prosigue la
otra será inevitable y de resultado incierto.
Mal haría la
izquierda haciendo que la Corona se vuelva “de derechas”: aunque cierre un
sistema de dominación condensado en un Estado capitalista, no parece que exista
ninguna alternativa revolucionaria real al mismo capitalismo. Por otra parte,
los avances del Estado democrático y social no han encontrado impedimento grave
en la Corona. Y mal ha hecho al derecha queriéndose apropiar de la Corona,
incluso protegiéndola con un turbio aforamiento. La ética de conveniencia está
ahí, en la nueva Casa de Felipe VI, pero no como la experimentó su padre:
tampoco es extraño que las encuestas pidan que el rey actúe
inconstitucionalmente promoviendo acuerdos políticos directos. La renovada
ética de la convivencia sobrevuela una complejidad social desconocida:
comprenderla y manejarla es lo que los políticos deberían hacer según su ética
de la responsabilidad. Siempre es más fácil insultar o aplaudir que
reflexionar, pero tengo la convicción de que lo vamos necesitando.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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