sábado, 28 de junio de 2014

LA MONARQUÍA Y LA ÉTICA DE LA CONVENIENCIA

nuevatribuna.es | Manuel Alcaraz Ramos | Profesor Titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante | 27 Junio 2014 - 13:37 h.

Max Weber distinguió memorablemente entre una “ética de la convicción”, propia de los científicos y, por extensión, de la ciudadanía, y una “ética de la responsabilidad”, propia de los políticos, que se distinguiría porque éstos, a veces, deben olvidar sus preferencias morales para atender a lo que consideran necesidad o bien común. A veces se frivoliza la cuestión para mostrar la supuesta maldad de la política: todo político es corruptible ya que está dispuesto a renunciar a sus convicciones. Pero esto es caricatura: en ocasiones esa renuncia supone un bien moral más alto, pues desistir de las propias convicciones es un gran sacrificio que, en este contexto, se hace para agregar dignidad o bienestar a la mayoría. Otra cosa es la ausencia de convicciones o el oportunismo de enunciar como si lo fueran lo que son intereses particulares. En estos tiempos revueltos convendría recuperar esta clásica distinción antes de condenar a los infiernos de la corrupción a “todos” los políticos o antes de indultar –jurídica o moralmente- a canallas manifiestos.
Me atrevo a proponer otra forma de ética genérica en los asuntos públicos, la que denominaré “ética de la conveniencia”. En realidad no es ninguna novedad y en el espacio público está omnipresente como mecanismo de (auto)justificación del capitalismo: cada capitalista –desde Adam Smith- pregona que su egoísmo personal es condición para el progreso de la comunidad, lo que le permite hacer cualquier cosa para maximizar sus beneficios económicos. El resultado es que el sistema, en su conjunto, es amoral y cualquier intento de reconsiderarlo desde la ética es un arabesco estúpido, una “hiena piadosa”, como diría Marx. En el ámbito institucional hay algunos ejemplos de estos relatos morales: sin duda en los discursos destinados a legitimar sistemas autoritarios, pero, también, en la ética privativa de la monarquía.
Monarquía y no Corona, porque Corona es una institución despersonalizada, del Estado, que será ocupada por quien disponga la Constitución; pero monarquía no sólo es sistema de jefatura del Estado sino modo de concepción de la vida misma para la familia real –o pretendientes- e, incluso, como sistema jerarquizado de ideas, para algunos fieles. Las formas en que los Estados europeos resolvieron la disyuntiva monarquía/república es dispar, pero hay denominador común: las monarquías que se adaptaron a la soberanía popular sobrevivieron, las demás sucumbieron. Las dificultades de la Corona de España para realizar ese tránsito es lo que, como explica Pérez Royo, ha provocado la mayoría de crisis en las constituciones españolas y los problemas de legitimación que aún padece la de 1978. La singularidad anida en que la nuestra “regresó”, tras más de 40 años, para ser una monarquía democrática… de la mano de un dictador. Y ahí residió la “paradoja de la Transición”: el rey fue a la vez mácula y salvación de la democracia.
En ese esquema Juan Carlos no ha tenido ni ética de la convicción ni ética de la responsabilidad. La suya ha sido ética de la conveniencia: creyó firmemente lo que era conveniente para él era lo único conveniente para España –prepolítica, ahistórica-. Pudo ser demócrata porque estuvo convencido de que sólo arraigaría la Corona en sus sienes si aceptaba de buen grado la democracia. Y actuó en consecuencia, según su conveniencia, con y contra su padre, con y contra las Leyes Fundamentales, con y contra la sombra de Franco, con y contra los generales golpistas. Los errores de su reinado a malas penas pueden ser calificados de estrictamente políticos, sino de vicios privados que, según se conocieron, quebraban la confianza y deterioraban al personaje, en especial cuando la mayoría del pueblo lo pasó muy mal. Pero no han desdicho la ética de la conveniencia.
Ética peculiar aceptada por buena parte de la ciudadanía. Quizá esa sea la lectura de una reciente encuesta: la cuestión no es monarquía sí o no en abstracto, sino lo que aporta la monarquía. Y la monarquía, a la mayoría, proporciona certidumbre. La crisis, que provoca la crispación antimonárquica, vuelve a situar a la institución de la Corona en el mismo sitio en que la opinión pública la emplazó en la Transición. Durante el periodo constituyente Juan Carlos sabía que podía esgrimir su utilidad porque las encuestas reclamaban con pareja intensidad valores como justicia, libertad y orden; ahora la población española deambula también entre la necesidad de castigar a los culpables del desastre económico e institucional, recuperar la decencia de la política y la de procurarse seguridad individual y familiar. Si se prefiere: no añadir rupturas institucionales irreversibles a la ruptura social, si bien si ésta prosigue la otra será inevitable y de resultado incierto.
Mal haría la izquierda haciendo que la Corona se vuelva “de derechas”: aunque cierre un sistema de dominación condensado en un Estado capitalista, no parece que exista ninguna alternativa revolucionaria real al mismo capitalismo. Por otra parte, los avances del Estado democrático y social no han encontrado impedimento grave en la Corona. Y mal ha hecho al derecha queriéndose apropiar de la Corona, incluso protegiéndola con un turbio aforamiento. La ética de conveniencia está ahí, en la nueva Casa de Felipe VI, pero no como la experimentó su padre: tampoco es extraño que las encuestas pidan que el rey actúe inconstitucionalmente promoviendo acuerdos políticos directos. La renovada ética de la convivencia sobrevuela una complejidad social desconocida: comprenderla y manejarla es lo que los políticos deberían hacer según su ética de la responsabilidad. Siempre es más fácil insultar o aplaudir que reflexionar, pero tengo la convicción de que lo vamos necesitando.






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