domingo, 2 de marzo de 2014

“LAS ACUSACIONES HAY QUE ACREDITARLAS”

César de Navascués responde en una entrevista a los ataques dirigidos a su padre
González-Ruano con Marisol, una de las niñas prodigio del cine español / Foto cedida por la Fundación Mapfre (EL PAÍS)
César González-Ruano falleció cuando su hijo César contaba 24 años. Desde niño aprendió a convivir con la leyenda negra que rodeaba a la vida de su padre. Hombre discreto y trabajador, solo en alguna ocasión ha respondido a informaciones en las que se implicaba a su progenitor de asuntos que no se podían probar. “Era una figura pública y como tal puede ser objeto de opiniones de todo tipo, pero las acusaciones que no se pueden demostrar con papeles que lo acrediten mejor abstenerse. Las especulaciones o las suposiciones deben quedar para las charlas de café”, cuenta en una cafetería en una soleada mañana de invierno. No ha leído El marqués y la esvástica. Hasta hace apenas unas semanas, los autores del libro ni siquiera se habían puesto en contacto con él. Tres años de investigaciones, declaraciones de periodistas, intelectuales, historiadores, vecinos del escritor, hijos de amigos o enemigos, casi quinientas páginas dedicadas a recrear su vida y una parte de su obra, pero ni una línea con la opinión de alguno de sus hijos vivos.
Salvo el árbol genealógico de la familia, que lo ha guardado por si sus hijos y nietos quieren saber de dónde proceden, los papeles de su padre los entregó hace décadas a la Fundación Mapfre. De Navascués (Berlín, 1940) ni siquiera ha leído todos los artículos que escribió su padre, pero recuerda bien sus opiniones sobre el nazismo. “Definitivamente no le gustaba. Salió pitando de Berlín y hubo momentos en nuestra vida que fuimos rehenes de la Gestapo en París. Solía decir que si los nazis hubieran ganado la guerra todos iríamos con un sello en el culo. Sin embargo era un hombre de derechas, los suyos ganaron la guerra”, cuenta.
Sus primeros recuerdos del mar son los de una playa de Sitges donde pasó los primeros años de su infancia. Allí se instaló su padre nada más regresar a España tras el pasado parisiense. Luego se mudaron a Madrid a un piso en la calle de Río Rosas. A medida que se hizo mayor, se negó a convertirse en un niño de papá y empezó a escribir, firmando con el apellido de su madre. Se decantó por el periodismo, “quería hechos, nada de literatura”. El periodista ahora jubilado —los últimos años de su carrera ejerció en Abc— recuerda con claridad las mañanas en las que su progenitor se sentaba a escribir en el madrileño Café Teide. En ocasiones compartió velada a su lado, escuchando las conversaciones que mantenía con la gente que se acercaba a saludarlo. Su leyenda cuenta que antes de convertirse en el periodista de moda llamaba a los cafés literarios preguntando por sí mismo; cultivó su fama de señorito golfo y cautivó a miles de lectores de periódico con crónicas, artículos y entrevistas en las que muchos han conjugado el desagrado con el fulgor de la gran literatura. “Nunca en su vida, tuvo un empleo fijo ni carné de la seguridad social. Su filosofía era la del calcetín: si había dinero no trabajaba y si había que llenar la nevera o ir al médico tocaba escribir. Lo hacía con pluma (ni siquiera sabía cargarlas) y escribía del tirón sin apenas correcciones”.
“Nunca tuvo un empleo fijo, ni carné de la Seguridad Social”
Recibe con sorpresa la noticia sobre el juicio al que fue sometido su padre por la Francia libre, tras ser denunciado por uno de sus compañeros de celda. “Hubo muchas denuncias al acabar la guerra y muchas eran falsas o estaban teñidas del color de la venganza, pero me sorprende la noticia. En 1963, a los pocos días de celebrase mi boda, pasamos a Francia desde San Sebastián. Mi padre y mi madre estaban alojados en el María Cristina y fuimos allí a visitarlos. Fue precisamente mi padre quien propuso la excursión al país vecino. En aquellos años se cruzaba la frontera y los gendarmes revisaban el pasaporte, supongo que había un registro de los ciudadanos buscados por la justicia”.
Como heredero de Ruano tuvo que enfrentarse a numerosas deudas pero, lo más sorprendente para él, fue descubrir nada más fallecer que tenía otra familia. Ruano se había divorciado en los años de la República, pero técnicamente el divorcio se anuló con el franquismo. Gracias a las argucias de su padre, su madre figuró como esposa cuando hizo falta. Todos los herederos conviven ahora sin problemas.



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