El relato del pasado superará el
Estado-nación y aceptará las regiones culturales
Si nos importa la historia, deberíamos más
bien empezar por preguntarnos cómo no escribir la historia de Europa en el
siglo XXI. Europa no es un Estado-nación y no parece que vaya a serlo en las
próximas décadas. Europa tiene hoy unas fronteras muy imprecisas. Por tanto la
historia de Europa no puede escribirse como una unidad (política, pero no solo
política) o como el proceso hacia una unidad, ni es posible definirla como un
espacio cerrado cuya evolución pueda ser registrada desde un concreto momento
histórico hasta el presente. Europa no es una cultura, un idioma, un pueblo (y
menos aún una raza) sino muchas: la historia de Europa no puede escribirse como
el surgimiento de una cultura o de un lenguaje, o como la historia de un
pueblo, sino como la de muchos. Europa hoy no es una religión, sino muchas. Su
historia no puede reducirse a la de un único pasado religioso y por tanto no
hay una tradición religiosa, ni siquiera la del cristianismo, que pueda
reclamar para sí la atención exclusiva del historiador.
Pero los
problemas que se plantean al escribir una historia de Europa en el siglo XXI no
proceden solamente de la realidad europea sino de los fundamentos mismos de la
historia tal y como la practicamos hoy. Después de un siglo XX en el que la
relación entre la historia y las ciencias sociales produjo una concepción de la
historia gobernada por leyes y reglas fijas históricas, los historiadores
tienden hoy a contemplar la historia como un proceso no lineal en el que esas
leyes y reglas ya no son normativas sino que están abiertas a un número
limitado de posibilidades, y configuradas en numerosas ocasiones como una
construcción del pasado. La historia de Europa no puede verse como un producto
de fuerzas teleológicas conducentes al capitalismo, al Estado-nación, a la
libertad, a los derechos humanos, etcétera.
Pero si
tomamos la historia de Europa en un sentido más modesto, es decir, como una
construcción imprevista, las posibilidades para una nueva historia de Europa
existen. Una “construcción” —y más aún si es imprevista— significa que el
historiador escruta en su pasado e identifica variables que le permiten
construir una realidad compleja y contradictoria aunque articulada. Una
construcción no significa una invención o una manera de “crear” el pasado sino
algo basado sólidamente en hechos y documentos (en evidencias lato sensu).
Muy posiblemente tengamos que aceptar en el futuro que no tenemos una historia
de Europa sino muchas historias de Europa, cuyo único requisito será el de que
tengan que estar basadas en sólidas evidencias, métodos adecuados y meditado
razonamiento. Tendremos muchas historias de Europa diferentes (lo que, por
cierto, no es una debilidad: ¿cuántas tenemos ya hoy?).
Es más, el
hecho de que queramos escribir la historia de muchas naciones, de muchos
sistemas sociales, culturas, religiones, creencias y proyectos en sus interacciones
significa que la nueva historia de Europa será una historia de implicaciones de
dimensión transfronteriza, así como una historia comparativa. En paralelo, el
mundo global en el que vivimos nos obligará a escribir una historia que analice
esas implicaciones y las compare con las de otras áreas del mundo. Esa historia
será, por supuesto, una historia con naciones, con Estados-nación, con
creencias esenciales y con dogmas religiosos y culturales, etcétera, pero será
también una historia que reconoce el papel del Estado moderno asociado de
maneras muy diferentes a las naciones, una historia del reconocimiento de las
regiones culturales (en el interior de los Estados y más allá de ellos) así
como de sus complejidades internas, en términos de clases, culturas y razas, de
las políticas de hoy y del pasado. Dispondremos, por tanto, de las historias de
diversas Europas (lo que es cada vez más el caso hoy en día).
Concebida de
este modo, la historia y los historiadores perderán parte de su influencia en
la sociedad. No serán los gurús que algunos de ellos intentan ser. De hecho se
trata de un “relativismo historicista” que será escasamente útil para la
construcción de una política europea, con independencia de la idea que tengamos
de la misma. Difícilmente será un instrumento válido para una respuesta rápida
y eficiente a los diversos problemas que se supone tiene hoy Europa como
construcción política: un Ejército coordinado, una política exterior común, un
sistema bancario y financiero unido, un sentimiento de unidad que refuerce un
tipo de comunidad imaginada que conduzca a emprender acciones comunes y que
potencie su solidaridad interna en el corto plazo, etcétera.
Pero, por
otra parte, este tipo de historia tendrá otras muchas ventajas. Ayudará a
relativizar los conflictos. Desarrollará un discurso en el que la crueldad, la
violencia y las responsabilidades de los pueblos europeos en el pasado no se
olviden, pero en el que prevalezca un sentido menos fatal del pasado de cara a
la construcción del futuro. Se hará tal cosa sin descuidar las lecciones del
pasado. Pero esa historia de Europa no borrará tampoco el positivo legado
europeo resultante de acciones comunes de sus pueblos en el pasado (sentido de
la libertad, democracia, derechos humanos, etcétera…). Será tolerante y menos
normativa con respecto a otras trayectorias históricas y con respecto a la
diversidad de historias europeas, etcétera. En todos esos sentidos será una
herramienta más poderosa para la construcción de Europa desde abajo, lo que tal
vez será lento, aunque seguro e inevitable.
A este
respecto hay dos preguntas que inmediatamente es necesario formular: ¿Es papel
del historiador el alimentar un proceso político, como parece haberlo sido en
el siglo XIX para muchos historiadores anclados en lo nacional? ¿Es la historia
la única herramienta que puede emplear nuestra sociedad en aras de un futuro
más unido? Posiblemente, el futuro de Europa y por extensión el de los Estados
que la componen no deba construirse solamente sobre el pasado sino sobre las
evidencias del pasado y sobre el deseo de construir un futuro mejor y en común.
El modo en el que tenga que construirse ese futuro no pertenece al ámbito de la
historia sino al de la política. En ese sentido, una historia, con todos sus
aspectos conflictivos, debería ser el sedimento del futuro, pero no debería
determinar la construcción del futuro. El pasado no puede ser olvidado, pero el
deseo de construir una polis común y más justa tendría que ser aún más
importante a la hora de forjar el futuro. El futuro es una opción creativa, no
un legado. La historia es nada más y nada menos que un legado y una lección
para el futuro.
Bartolomé Yun Casalilla es catedrático de Historia Moderna
de la Universidad Pablo de Olavide. Profesor del Instituto Universitario
Europeo de Florencia (2003-2013) y director de su Departamento de Historia
(2009-2012).
Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola
Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola
Fuente: www.elpais.com
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