Abusos, desigualdad, frustración, deterioro de la convivencia, hartazgo,
desmoralización social… Son algunos de los síntomas que vienen anunciando la
enfermedad de una sociedad en crisis.
nuevatribuna.es | José Vidal Portillo | 30 Noviembre 2014 - 12:59 h.
Indecencia,
abusos, desigualdad, frustración de expectativas, deterioro de la convivencia,
hartazgo, desmoralización social… Son algunos de los síntomas que, desde hace
tiempo, vienen anunciando la enfermedad de una sociedad en crisis. Consecuencia
lógica del enquistamiento de problemas sin resolver en nuestro entramado
político e institucional.
La austeridad como
respuesta a la crisis económica, que hace que los ricos sean más ricos y los
pobres más pobres, un paro estructural insoportable que condena a generaciones
sin futuro, corrupción sistémica y
crisis de liderazgo y credibilidad, dibujan una democracia disfuncional y
atrofiada que amenaza con la quiebra del “contrato social”
Durante
años, lejos de atajar los problemas de raíz, quienes han tenido la capacidad
y/o responsabilidad de solucionarlo no han sabido o no han querido hacerlo y,
en el mejor de los casos, han aplicado medidas cosméticas o paliativas para
combatir algunos de los síntomas. Contribuyendo así a un sistema cada vez más
esclerotizado.
De tal forma
que, un día sí y otro también, hemos ido viendo las injusticias y los
excrementos que expulsan las cloacas de un sistema que no funciona
adecuadamente, que no resuelve eficazmente los problemas reales de los
ciudadanos, que favorece comportamientos no lícitos y que huele mal. La
austeridad como respuesta a la crisis económica, que hace que los ricos sean
más ricos y los pobres más pobres, un paro estructural insoportable que condena
a generaciones sin futuro, corrupción sistémica y crisis de liderazgo y
credibilidad, dibujan una democracia disfuncional y atrofiada que amenaza con
la quiebra del “contrato social”. El que da sentido a la democracia y el orden
social, en virtud del cual nos sometemos a una autoridad, unas normas morales y
unas leyes.
Sin embargo,
el problema de fondo no viene sólo de las consecuencias derivadas de una crisis
económica brutal, que también. Tampoco es por la corrupción más o menos
generalizada, que también. Ni porque las instituciones sean inoperantes y la
clase dirigente esté desprestigiada, que también. El problema de fondo es la
filosofía que mece la cuna de esas crisis.
Esa
filosofía que ha favorecido, aún más y sin contrapesos, el individualismo
egoísta, la codicia y los intereses particulares, olvidando el bien común de
las personas y el interés general como objetivo de convivencia y de progreso.
Una cultura donde la mediocridad se ha impuesto a la inteligencia y cuyo
paradigma se ha ido construyendo alrededor del dinero y el poder, desplazando a
las personas y valores sustantivos (ética, honradez, igualdad, justicia,
solidaridad).
Es esa
cultura, doctrina o ideología, la que ha permitido -y está permitiendo- la
fractura de pilares fundamentales de nuestra convivencia y de nuestro sistema
democrático. Ejemplo elocuente son las élites o representantes fundamentales de
la estructura social de nuestro país (ya sea desde el entorno de la Monarquía,
políticos, empresarios, representantes sindicales o altos funcionarios) que,
rompiendo el principio de ciudadanía y ninguneando al Estado de derecho, abusan
de su posición privilegiada y de dominio, secuestran la voluntad ciudadana en
la toma de decisiones (con la partitocracia y el control de las
instituciones) y, desde la doble moral y la opacidad, trafican con ideas,
principios y valores. Además de ser pillados en fraudes, robos, cobro de
comisiones, blanqueo de capitales. Y nos preguntamos… ¿Cómo hemos llegado hasta
aquí?
La
delincuencia y la corrupción es casi tan antigua como el mundo y consustancial
con la naturaleza humana, por lo menos desde que se inventó la propiedad
privada (origen de las grandes desigualdades, que diría Rousseau). Los
ingredientes siempre son los mismos: El deseo irrefrenable de tener más
(riqueza, poder…), un corruptor que corrompe, alguien que se deja corromper, un
sistema que no lo impide o lo favorece y una cultura con pérdida de valores que
alienta la deshonestidad y la codicia, bajo una mal entendida competitividad.
Conductas
individuales de este tipo siempre las habrá, mientras existan desigualdades. El
problema viene cuando esas conductas deshonestas trascienden del plano
individual y entran en el corazón del sistema. Cuando anida en el núcleo de la
estructura social de la mano de las élites (los que mandan, gobiernan y
dirigen). Cuando estas conductas y estas élites van capturando la estructura de
la vida social, política y económica, en beneficio propio, y con el todo
vale. Y algo de eso es lo que hoy nos ocurre, aunque tampoco es nuevo.
Lo nuevo, es
la permisividad y la facilidad con la que hemos abrazado y dejado hacer una
organización social que ha favorecido esa cultura que contribuye al desarrollo
de estos fenómenos perversos. Tolerancia, …o derrota de principios.
Lo nuevo,
realmente, es cómo el sistema de relaciones económicas hoy (la denominada
economía de mercado, o los mercados), en un mundo globalizado, se ha degradado
tanto que, saltándose sus propias reglas, se ha convertido en un gran casino
mundial en el que el afán de lucro desmedido es el único motor, la codicia su
catecismo y donde la banca siempre gana. Un sistema cuya pervivencia se
basa en élites con la influencia y con el poder para garantizar su posición de dominio
y control social.
De tal forma
que, si siempre el poder financiero y económico ha intentado influir en el
poder político y en las instituciones, ahora mucho más. Ahora el poder de
los sistemas financieros (cada vez más fuerte y sin control) está sometiendo al
poder político y a los Estados nación. Bancos, organismos e instituciones y
tecnócratas, junto a muchos francotiradores e imitadores, contribuyen a esa
cultura de colonización y del ¡todo vale!. Y los ciudadanos hemos permanecido
expectantes o, indirectamente, hemos contribuido favoreciendo esa cultura de
amoralidad.
La
tolerancia desde antaño hacia algunas prácticas indebidas y conductas
reprochables, fueran individuales o colectivas, ya sea el famoso, “con IVA” o
“sin IVA”, o el pensar que unas elecciones absolvían o blanqueaban a
sospechosos de corrupción, se ha demostrado que ha sido una mala
práctica. Como mala práctica ha sido el dejarnos convencer de que el
origen de una crisis sistémica, como la que todavía estamos sufriendo, no es el
resultado de la especulación financiera y el fracaso del mercado sino
porque vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Ahora sabemos
realmente quiénes eran los que vivían por encima de sus posibilidades.
De aquellos
barros estos lodos
Hoy, paro y
corrupción son las dos principales preocupaciones de los españoles, según todos
los datos demoscópicos. Pero, sobre todo, lo que las encuestas reflejan es un
malestar y una desmoralización social sin precedentes. Una mezcla que, como no
podía ser menos, anticipa previsibles consecuencias en nuestra arquitectura
institucional ante la falta de respuesta efectiva.
Estas
lacras, paro y corrupción, más relacionadas entre sí de lo que parece y que
tanto afectan a la convivencia democrática, junto a otras que venimos
padeciendo desde hace ya mucho tiempo, perviven pese a las reiteradas promesas
milagrosas sobre su solución o erradicación. Síntoma del fracaso de la
clase dirigente y del sistema.
Una
permanente demostración de incompetencia de quienes, teniendo la responsabilidad
desde el plano político e institucional, han estado más preocupados de sus
cosas que de las cosas de los demás, más preocupados de su interés personal que
del interés general. La excrecencia del sistema.
Responsables
públicos e institucionales que, lejos de limpiar a fondo, han tapado. En lugar
de atacar el problema han buscado excusas y han puesto muros de contención.
Porque lo que importa no es atajar de raíz una mala práctica, sino que no
afecte a sus expectativas personales o políticas. Porque todo se mide en
términos de rentabilidad personal, económica o electoral, en lugar de lo que es
cabal. Y lo que importa es cómo seguir manteniendo o alcanzar el poder,
aunque haya que vender humo (marketing y propaganda) en lugar de soluciones
reales.
Un ejemplo
son los permanentes discursos adanistas y eslóganes que, lejos de levantar el
ánimo, caen en la propaganda zafia, como cuando se dice que “estamos saliendo”
pero hay que seguir con la austeridad, el sacrificio y las reformas (que se
traducen en seguir bajando salarios y un mercado laboral cada vez más
precario). Propuestas dogmáticas que, aunque hayan fracasado, siguen
insistiendo porque subyacen otras intenciones.
Decía
Stiglitz: "Es como el barbero medieval cuando decía que la sangría
funcionaba porque el paciente todavía no había muerto".
En
definitiva, es la confluencia fatal de una cultura y de unos siervos
ideológicos que habiendo colonizado estructuras institucionales y partidos
políticos, se han sentido confiados que eran imprescindibles y sus acciones
impunes. Por eso, cuando sus excesos son puestos al descubierto o
pillados in fraganti, intentan todo tipo de maniobras de distracción antes de,
como mucho, pedir perdón para intentar eludir sus responsabilidades.
Si un
trabajador se equivoca gravemente en su trabajo es despedido. Sin embargo,
nuestras élites, ya sean económicas, políticas o institucionales, no.
¡Cómo les cuesta!
Recientemente
asistimos perplejos al culebrón patético de un Presidente de una Comunidad
Autónoma, que no hace mucho decía “hay que limpiar de corrupción España” y “hay
que ser inflexible”, cuando le preguntan si va a dimitir por haberse gastado
dinero público en viajes privados a Canarias cuando era Senador por
Extremadura, dice que “dimitir sería una dejación de responsabilidades”. Es
más, primero, tras negar reiteradas veces que los viajes no eran privados,
afirma que reembolsará el dinero y, tras armar una dudosa documentación, dice
que si alguien tiene dudas devuelve el dinero. Pero de dimitir nada de nada.
El drama surge
cuando el hartazgo provoca alternativas que amenazan la posición de dominio
del stablishment. Entonces se recurre a actos de contrición por lo mal
hecho o lo dejado sin hacer, …cuando pedir perdón ya no es suficiente. Se
intenta hacer ver que todo es producto de algunos excesos y de la crisis
económica y que con la recuperación económica todo volverá a la normalidad, …
cuando ya nada va a ser igual. También se recurre al miedo, el riesgo para la
estabilidad y el crecimiento económico o los peligros para la democracia.
Pero,
¿quiénes son los que realmente dan miedo y ponen en peligro la democracia?
Los que han
permitido la degradación moral que vivimos, al no combatir de verdad la
corrupción, amparándola, defendiéndose o defendiendo a los de su tribu.
Los que
confunden libertad económica y política con el laissez-faire en el
que la pobreza, la desigualdad y la exclusión social aparecen como un hecho
inevitable y necesario para el progreso. Los mismos que propugnan un Estado
mínimo para poder seguir manteniendo sus negocios sin trabas y sus fechorías.
Los que con
sus políticas y prácticas económicas dogmáticas están rompiendo la cohesión
social y aumentando el sufrimiento para muchos sectores de la población que no
ven expectativas de futuro.
Los que han
permitido el saqueo de las empresas públicas y se dedican a desmantelar los
servicios públicos (educación, sanidad…) para el negocio de sus amigos.
Los que con
su patriotismo y sus banderas identitarias, pero su dinero en cuentas suizas o
paraísos fiscales, en lugar de buscar la convivencia propician los
enfrentamientos por intereses bastardos o electoralistas. Es escandaloso ver
como nacionalismos de distinto signo se retroalimentan.
Que se
necesita un cambio, y radical, es más que evidente. Hace falta una regeneración
profunda. Más democracia. Más transparencia, más controles, más inteligencia y
menos mediocridad, más valores… Una hoja de ruta en la que las personas sean lo
primero, con empleo y pensiones dignas, cohesión social, y la redefinición del
modelo de Estado. Podemos y debemos cambiar la realidad. Quiénes han de liderar
ese proyecto colectivo es otra historia. Y nada fácil.
Pero
deberíamos empezar por cerrar algunas puertas y abrir ventanas
asegurándonos de que lo que entra es aire puro y no pestilencias pasadas.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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