Los
siete supervivientes de un consejo de guerra franquista se reúnen en el
aniversario del juicio sumarísimo con el que Franco les hizo pagar las
consecuencias de un acto que no habían cometido: la explosión de un artefacto
en el Valle de los Caídos.
PATRICIA
CAMPELO Madrid 24/11/2014 00:00
Los siete condenados en
el consejo de guerra por la explosión en el Valle de los Caídos en 1962. P.
CAMPELO
La
militancia antifranquista les unió, en los años 60, y un Consejo de Guerra sin
garantías que concluyó con dos penas de muerte y condenas de cárcel selló
definitivamente sus destinos. Los siete supervivientes del juicio sumarísimo
celebrado en Burgos el 20 de octubre de 1962 se reúnen cada año desde
hace 30 para rememorar los hechos que cambiaron sus vidas.
El
último encuentro tuvo lugar este sábado en la localidad madrileña de Rivas
Vaciamadrid, residencia de uno de ellos, y sirvió de homenaje a Paquita
Román, la única mujer detenida y juzgada en el mismo expediente, que
falleció el pasado agosto. Congregados con sus familias, compartieron recuerdos
y entregaron a las hijas y nietas de Paquita poemas y otros escritos en
recuerdo a la luchadora antifranquista.
En
este viaje reparador a través de la memoria, el episodio de la explosión en el
Valle de los Caídos en el verano de 1962 cobra especial importancia para este
grupo de hombres. A principios de los años 60, todos eran unos jóvenes de
izquierdas con actividad sindical y de propaganda contra el régimen
franquista. Algunos concretaron su militancia política en
la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL). Sus acciones se
limitaban a reuniones y a la edición de panfletos que copiaban por las
noches y después repartían por Madrid. Papeles que denunciaban los abusos de la
dictadura. Pero la explosión de un artefacto en la basílica del Valle de los
Caídos en agosto de 1962 provocó la búsqueda de posibles sospechosos y les
colocó en el punto de mira de la policía, que seguía sus pasos desde hacía
meses.
Aquella
bomba casera apenas ocasionó daños en el recinto de Cuelgamuros, pero
empañaba la imagen de un régimen que pretendía dar apariencia de bienestar
en el extranjero. Se trataba, para Franco, de "actos de
terrorismo que tenían como objetivo frenar el creciente desarrollo de nuestra
economía y debilitar el prestigio de nuestra país en el exterior",
según el comunicado del Ministerio de
Gobernación publicado en ABC.
Los
verdaderos autores de la explosión, Antonio Martín Bellido -fallecido
el pasado agosto- y Paul Denais, huyeron a Francia y, sin más pruebas que
la sospecha, Lucio de la Nava, Alejandro Mateo, Elio Salas, José Martin
Rodríguez, Ricardo Metola, Eugenio Cordero, Rafael Asenjo, Paquita Román
Aguilera, Francisco Sánchez Ruano, Julio Moreno y Antonio
Astigarraga fueron detenidos las semanas siguientes a la
explosión y convertidos en cabeza de turco.
Hoy,
los siete supervivientes, De la Nava, Salas, Mateo, Martín, Metola, Cordero y
Asenjo, tienen edades comprendidas entre los 74 y los 80 años. Los episodios de
detención, palizas en la Dirección General de Seguridad
[DGS], Consejo de Guerra y posterior cárcel los padecieron a sus
veintitantos. "Hoy justo se cumplen 52 años del día que nos
trasladaron de la cárcel de Carabanchel a la de Burgos", advierte Lucio de
la Nava a Público. "Sí, recuerdo que cayó una nevada e íbamos
en mangas de camisa, ¡qué frío!", apostilla José Martín.
En
Burgos cumplieron los primeros 40 días de aislamiento en celdas individuales.
"Nos castigaron con unos días de más porque nos negamos a ir a misa en
Carabanchel", puntualiza Martín. "Salimos de aislamiento dos o tres
días antes de Nochebuena; recuerdo que teníamos sabañones en las manos del
frío que hizo aquel noviembre", añade. "Las celdas
tendrían unos tres metros cuadrados; yo me pasaba el día tratando de
correr como podía", explica De la Nava.
El
Consejo de Guerra dictó para ellos penas de entre 8 y 30 años y dos
sentencias de muerte conmutadas por años de reclusión. Les acusaron de
asociación ilícita, bandidaje y terrorismo. Ninguno de estos extremos pudo
probarse.
Al
poco, las condenas se vieron rebajadas gracias a las tres amnistías
generales concedidas tras la muerte del papa Juan XXIII, por los llamados
‘XXV años de paz' y por el año Jacobeo.
Palizas
en la Dirección General de Seguridad
La
cárcel fue la última parada de un itinerario que comenzó con las detenciones y
con el paso por los calabozos del edificio del reloj de la Puerta del Sol,
la antigua Dirección General de Seguridad. "Allí te metían el tiempo que
la policía quisiera. Yo estuve encerrado siete días sin que nadie me
dirigiera la palabra. Cuando me sacaron a declarar y vi el ventanal con la luz
que entraba pensé que estaba en el paraíso, me quedé como tonto y desperté
con un guantazo que me tiró al suelo. Ahí me di cuenta de dónde estaba
y de lo que estaba pasando", relata Alejandro Mateo.
"Yo
estuve unos seis días. Por el día te tenían sin decir nada, y cuando llegaba
la noche te subían y empezaban las presiones y los palos", aclara
Martín. "Y a las mujeres les hacían unas perrerías..., era brutal.
Les descubrían los pechos y les daban con una regla", cuenta Elio
Salas sobre el calvario de su compañera de expediente y amiga Paquita, que fue
recluida en las cárceles de Ventas y de Alcalá de Henares. "Ella
siempre estuvo muy dolida con aquello. El trato en la DGS hacia las mujeres
era aún más vejatorio", apostilla De la Nava.
Por
aquellos calabazos desfilaron cientos de presos políticos. Alejandro Mateo
coincidió con uno que le avanzó "ellos ya saben todo lo que tú les
puedas decir". Después, Mateo supo que se trataba del escritor Luis
Martín Santos, autor de Tiempo de Silencio.
"Lo
mejor fue cuando a Alejandro le hicieron las fotografías; cuando
acabaron, él preguntó a los policías ‘¿cuándo tengo que venir a recogerlas?',
¡y le soltaron una ‘hostia'!", relata De la Nava entre risas. "Eso
era para que vieran que, a pesar de las palizas, no les teníamos miedo",
explica Mateo, el mismo que mantuvo ocupada a la policía toda una noche picando
en un descampado de Madrid buscando la propaganda que, según él, había
enterrado en lugar de repartirla por la ciudad. "Era mentira, claro, allí
no apareció nada", concluye.
El
juez instructor que les deseó la ejecución
Finalizado
el rosario de palizas en la DGS, el grupo fue llevado ante el juez instructor. "Pensábamos
que al fin íbamos a contarle lo que nos habían hecho, pero nos dijo que a ver
si podía conseguir que nos fusilaran a todos", recuerda Salas. "Yo le
dije que me habían pegado y él cogió un flexo que tenía en la mesa y me dio
en la cabeza diciendo que tenían que haberme matado", lamenta De la
Nava.
Todo
el dolor ocasionado por aquellos episodios de represión lo soportaron bajo la
premisa de saber que estaban pagando por unos hechos que no habían cometido.
"No tuvimos nada que ver con aquello, nunca planeamos volar el Valle de
los Caídos pero aunque lo hubiéramos hecho yo no lo habría lamentado",
reconoce De la Nava. Con Antonio Martín Bellido, el verdadero autor del
artefacto que estalló en la tumba de Cuelgamuros, mantuvieron una estrecha
relación. Incluso uno de ellos, Francisco Sánchez, ya fallecido, acudió con él
y con Denais al Tribunal Supremo para revisar y eliminar su condena, pero su
petición fue rechazada en 2006.
"Hace
poco nos reunimos con él [con Antonio Martín] en la sede de la CNT, en Tirso de
Molina", puntualiza De la Nava sobre un encuentro en el que también estaba
la persona que los delató y que, con el tiempo, acabó en puestos de relevancia
del gobierno socialista. "El que nos entregó llegó a ocupar un cargo en el
gobierno de Felipe González, que le protegió", revela Salas.
"Fue un espía de los servicios de información de Carrero Blanco y
luego pasó a serlo de Felipe González y a las órdenes de Corcuera",
remacha De la Nava.
Además
de Sánchez Ruano, el resto del grupo también ha tratado de eliminar las
condenas que tanto daño les causaron en su etapa laboral. "Paquita
encontró trabajo en Michelín porque hablaba muy bien francés y era un requisito
que pedían. Llevaba uno o dos días trabajando y la llamaron de la dirección
para decirle que, por causas ajenas a la empresa, tenían que despedirla",
relata Mateo. "A mí me despidieron de Teléfonica y de la petroquímica de
Tarragona", deplora Lucio.
Hasta
la fecha, lo único que han logrado es una carta del que fuera ministro
socialista de Justicia Francisco Caamaño afirmando que "lamentan"
lo ocurrido y que se trató de un juicio "ilegal e ilegítimo".
"No
tenemos ningún rencor, pero es difícil olvidar el daño. Sólo quiero que se haga
justicia y que pasen por un tribunal todos los que intervinieron en
aquello", resume De la Nava a la vez que avanza que tanto él como sus
compañeros seguirán "luchando por las libertades" y porque se conozca
"toda la verdad".
Fuente:
www.publico.es
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