Parece claro
que toda la estructura del régimen político montado durante la denominada
"Transición" se desvencija por momentos. Aquella operación de
filigranas que dio como resultado la Constitución del 78 y el actual sistema
político no tuvo otro "mérito" que la anuencia en la que coincidieron
la casi totalidad de las fuerzas políticas y sindicales existentes entonces,
con la excepción honrosa de las adscritas a las fuerzas de la izquierda
abertzale vasca.
LOS ORÍGENES
DE LA MONARQUÍA "INSTAURADA"
Pero, desde
la perspectiva estrictamente institucional, tratar de enlazar
constitucionalmente a una dictadura de rancio pedigrí fascista con un régimen
que se pretendía democrático no pasó de ser una chapuza propia de la catadura
de los personajes que fueron sus artífices. Los situados a la derecha
movimentista, porque su visión autoritaria y cortoplacista solo les permitía
calcular las virguerías legales que tenían que poner en marcha para garantizar
con formas nuevas la continuidad de la máquina del Estado heredada del
Generalísimo. Para aquellos otros que provenían de la dirección del PCE, porque
se trataba de hombres que habían envejecido en la dureza del exilio, y los
sexagenarios muy difícilmente pueden encabezar procesos políticos
revolucionarios que son patrimonio biológico de los más jóvenes. A la
incapacidad de los dirigentes comunistas de entonces para captar cuál era la
estrategia correcta a aplicar en aquellos momentos se unía su clara deriva
hacia posiciones ideológicas eurocomunistas y socialdemócratas. De los
psocialistas, tiernistas y demás grupos creados para la ocasión, no vale la
pena ni hablar. Su representatividad social no les traspasaba a sí mismos, y su
significación política en el Estado español era nula.
¿UNA
CORRELACIÓN DE FUERZAS DESFAVORABLE?
A la muerte
del dictador, el aparato del Estado que con el concurso de las clases sociales
hegemónicas él mismo había construido ya se encontraba herido de muerte. Ese
hecho lo han reconocido a lo largo de estas últimas décadas quienes en aquellos
momentos lo dirigían. La conflictividad social de la segunda mitad de los
setenta no tiene parangón con ninguna situación que nos podamos imaginar hoy .
Los capitales huían hacia Suiza con la misma prisa con la que las ratas
abandonan un buque en fase de naufragio. La oleada de huelgas que se
desarrollaron en todo el Estado español durante aquellos años superó en número
a las que se habían producido en acontecimientos históricos como los que
precedieron a la Revolución Rusa. Quien luego fuera ministro de Asuntos
Exteriores del gobierno de Arias Navarro, José María de Areilza, conde de
Motrico, describía muy gráficamente en aquellos días el panorama social:
"O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria
acaba con todo".
LA
ARGUMENTACIÓN AD HOC PARA JUSTIFICAR LA ACEPTACION DE LA MONARQUÍA
Aquellos que
aún hoy fabrican pretextos ad hoc para justificar las renuncias del PCE durante
la "Transición" y su aceptación vergonzante de la Monarquía esgrimen
el argumento de que la permanencia en los mandos del Ejército de los mismos
oficiales que habían hecho la Guerra Civil hacía imposible acabar con el
Régimen y su proyecto de continuidad en la persona del monarca. Se trata de un
razonamiento malévolamente tramposo y que está en flagrante contradicción con
los principios que hicieron posible el largo itinerario de lucha de los
comunistas españoles. El Ejército constituyó siempre la última ratio del estado
franquista, y la lucha de los comunistas tuvo siempre en cuenta la existencia
de esa premisa. La muerte de Franco aceleró el proceso de deterioro de su
régimen, pero el PCE tenía claro desde mucho antes que la desaparición de la
persona del dictador no iba a suponer el colapso inmediato del aparato
franquista. Sería la lucha perseverante y la influencia que el Partido
Comunista había conquistado en la sociedad española lo que podía permitir crear
las condiciones para que la caída del franquismo se realizara en las
circunstancias más favorables para los intereses populares. No se pretendía, a
corto plazo la toma de ningún palacio de invierno, pero sí que el peso de la
urdimbre de organizaciones populares existente hiciera posible la imposición de
una III República avanzada que conectara históricamente con la II.
LA IMPOSIBLE
CONGELACIÓN DE LA HISTORIA
Aunque la
historia carece de plazos definibles y precisos, hoy resulta evidente que, más
tarde o más temprano, el fraude construido con la "Transición" tenía
que quedar un día al descubierto. Y por múltiples razones. Una de ellas, porque
la pretensión de intentar borrar el hilo umbilical que necesariamente enlaza a
la II República con una hipotética conquista de las libertades democráticas a
la postre resulta un proyecto inviable. La prueba de que ello es así la podemos
constatar cada día en las calles cuando, de nuevo, vuelven a ondear por miles
las banderas tricolores en manifestaciones y eventos públicos. Ya no las portan
las viejas generaciones que vivieron los agitados años de la II República y que
hicieron de ella la razón de sus vidas. Las enarbolan los integrantes de las
generaciones que nacieron sesenta años después. Este hecho no es baladí. Pone
de manifiesto que la historia no se puede congelar ni borrar. Y no como
resultado de ningún tipo de extraña mística, sino porque sus secuencias
políticas, culturales y sociales permanecen enlazadas, dialécticamente
enlazadas, en un todo que les da coherencia. Por ello, la asunción por parte de
las nuevas generaciones del hecho republicano y su historia es irreversible.
¿Alguien puede imaginarse que la recuperación del republicanismo pueda ser una
moda pasajera de los jóvenes, ante el balance pavoroso que ofrecen los 36 años
últimos de monarquía borbónica?
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