Julián Casanova
16
de abril de 2014
“Las elecciones celebradas
el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo”, dejó
escrito el rey Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles,
antes de abandonar el Palacio Real la noche del martes 14 de abril de 1931.
Cuando llegó a París, comienzo de su exilio, Alfonso XIII declaró que la
República era “una tormenta que pasará rápidamente”. Tardó en pasar más de lo
que él pensaba, o deseaba. Más de cinco años duró esa República en paz, antes
de que una sublevación militar y una guerra la destruyeran por las armas.
La República llegó con
celebraciones populares en la calle, mucha retórica y un ambiente festivo donde
se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma. La multitud se
echó a la calle cantando el Himno de Riego y La Marsellesa. Allí había obreros,
estudiantes, profesionales. La clase media “se lanzaba hacia la República” ante
la “desorientación de los elementos conservadores”, escribió unos años después
José María Gil Robles. Y la escena se repitió en todas las grandes y pequeñas
ciudades, como puede comprobarse en la prensa, en las fotografías de la época,
en los numerosos testimonios de contemporáneos que quisieron dejar constancia
de aquel gran cambio que parecía tener algo de magia, llegando de forma
pacífica, sin sangre.
A la República la
recibieron unos con fiesta y otros de luto. La Iglesia católica, por ejemplo,
vivió su llegada como una auténtica desgracia. Con luto, rezos y pesimismo
reaccionaron, efectivamente, la mayoría de los católicos, clérigos y obispos
ante esa República celebrada por el pueblo en las calles. Y era lógico que así
lo hicieran. Como lógico era también que mostraran su desconcierto y estupor
todos esos terratenientes ennoblecidos y muchos industriales y financieros con
título nobiliario, que perdieron de golpe al rey, su fiel protector, al que
muchos de ellos abandonaron en las últimas semanas de su reinado.
El gobierno provisional lo
presidía Niceto Alcalá Zamora, ex monárquico, católico y hombre de orden, una
pieza clave para mantener el posible y necesario apoyo al nuevo régimen de los
republicanos más moderados. Sus ministros, republicanos de todos los colores y
tres socialistas, representaban a las clases medias profesionales, a la pequeña
burguesía y a la clase obrera militante o simpatizante de las ideas
socialistas. Ninguno de ellos, salvo Alcalá Zamora, había desempeñado un alto
cargo político con la Monarquía, aunque no eran jóvenes inexpertos, la mayoría
rondaba los cincuenta años, y llevaban mucho tiempo en la lucha política, al
frente de partidos republicanos y organizaciones socialistas. Tampoco era,
frente lo que se ha dicho a menudo, un gobierno de intelectuales. Salvo Manuel
Azaña, presente en el gobierno como dirigente de un partido republicano, no
estaban allí esos intelectuales que tanto habían contribuido con sus discursos
y escritos a darle la estocada a la Monarquía durante 1930. Ni Unamuno, ni
Ortega, ni Pérez de Ayala o Marañón. Estos últimos desaparecieron muy pronto
además de la vida pública o acabaron incluso distanciados del régimen
republicano.
Lo que hizo ese gobierno
en las primeras semanas, todavía con la resaca de la fiesta popular, fue
legislar a golpe de decreto. Difícil es imaginar, efectivamente, un gobierno
con más planes de reformas políticas y sociales. Antes de la inauguración de
las Cortes Constituyentes, el gobierno provisional de la República puso en
práctica una Ley de Reforma Militar, obra de Manuel Azaña, y una serie de
decretos básicos de Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, que tenían
como objetivo modificar radicalmente las relaciones laborales. Tal proyecto
reformista encarnaba, en conjunto, la fe en el progreso y en una transformación
política y social que barrería la estructura caciquil y el poder de las
instituciones militar y eclesiástica.
El camino marcado por el
gobierno provisional pasaba por convocar elecciones a Cortes y dotar a la
República de una Constitución. “Una República democrática de trabajadores de
toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia”, proclamaba el
artículo primero de su Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan
solo siete meses después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII.
Esa Constitución, que
decía que la República era “un Estado integral, compatible con la autonomía de
los Municipios y de las Regiones”, declaraba también la no confesionalidad del
Estado, eliminaba la financiación estatal del clero e introducía el matrimonio
civil y el divorcio. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a
las mujeres, algo que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos
democráticos de las naciones más avanzadas.
Constitución, elecciones
libres, sufragio universal masculino y femenino, gobiernos responsables ante
los parlamentos. En eso consistía la democracia entonces. No era fácil
conseguirla y menos consolidarla, porque todas las repúblicas europeas que
nacieron en aquellos turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial,
desde Alemania a Grecia, pasando por Portugal, España o Austria, acabaron
acosadas por fuerzas reaccionarias y derribadas por regímenes fascistas o
autoritarios.
Nunca en la historia de
España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y
conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales. En los dos primeros
años de la República se acometió la organización del ejército, la separación de
la Iglesia y del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la
distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases
trabajadoras, la protección laboral y la educación pública.
Pero esa legislación
republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante
las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y
los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre varios mundos culturales
antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y
trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución. La Segunda República pasó
dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y
unos meses finales de acoso y derribo.
Como consecuencia de esos
antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y
tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos. En primer lugar, del
antirrepublicanismo y posiciones antidemocráticas de los sectores más
influyentes de la sociedad: hombres de negocios, industriales, terratenientes,
la Iglesia y el ejército. Tras unos meses de desorganización inicial de las
fuerzas de la derecha, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el
escenario republicano. Ese estrecho vínculo entre religión y propiedad se
manifestó en la movilización de cientos de miles de labradores católicos, de
propietarios pobres y “muy pobres”, y en el control casi absoluto por parte de
los terratenientes de organizaciones que se suponían creadas para mejorar los
intereses de esos labradores. En esa tarea, el dinero y el púlpito obraron
milagros: el primero sirvió para financiar, entre otras cosas, una influyente
red de prensa local y provincial; desde el segundo, el clero se encargó de
unir, más que nunca, la defensa de la religión con la del orden y la propiedad.
Y en eso coincidieron obispos, abogados y sectores profesionales del
catolicismo en las ciudades, integristas y poderosos terratenientes como
Lamamié de Clairac o Francisco Estévanez, que con tanto afán defendieron en las
Cortes constituyentes los intereses cerealistas de Castilla; y todos esos
cientos de miles de católicos con pocas propiedades pero amantes del orden y la
religión.
Dominada por grandes
terratenientes y sectores profesionales urbanos, la Confederación Española de
Derechas Autónomas (CEDA), el primer partido de masas de la historia de la
derecha española, creado a comienzos de 1933, se propuso defender la
“civilización cristiana”, combatir la legislación “sectaria” de la República y
“revisar” la Constitución. Cuando esa “revisión” de la República sobre bases
corporativas no fue posible efectuarla a través de la conquista del poder por
medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a pensar
en métodos más expeditivos. Sus juventudes y los partidos monárquicos ya habían
emprendido la vía de la fascistización bastante ante. A partir de la derrota
electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos
por conseguir la desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse
al golpe militar.
Si, frente a la
democracia, la derecha creía en el autoritarismo, una parte de la izquierda
prefería la revolución como alternativa al gobierno parlamentario. La
insurrección como métodos de coacción frente a la autoridad establecida fue
utilizada primero por los anarquistas y detrás de sus sucesivos intentos
insurreccionales –en enero de 1932 y enero y diciembre de 1933- había, esencialmente,
un repudio del sistema institucional representativo y la creencia de que la
fuerza era el único camino para liquidar los privilegios de clase y los abusos
consustanciales al poder. Sin embargo, como la historia de la República
muestra, desde el principio hasta el final, el recurso a la fuerza frente al
régimen parlamentario no fue patrimonio exclusivo de los anarquistas ni tampoco
parece que el ideal democrático estuviera muy arraigado entre algunos sectores
políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la vía
insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los anarquistas más
radicales la habían abandonado ya por agotamiento.
Esas graves alteraciones
del orden, como lo había sido ya la fracasada rebelión del general Sanjurjo en
agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y
del sistema parlamentario, demostraron que hubo un recurso habitual a la
violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de
los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República
ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas
armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al
régimen, los movimientos insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque
fuera con un coste alto de sangre. En los primeros meses de 1936, la vía
insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba
agotada, como había ocurrido también en otros países, y las organizaciones
sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934.
Había habido elecciones en febrero, libres y sin falseamiento gubernamental, en
las que la CEDA, como los demás partidos, puso todos sus medios, que eran
muchos, para ganarlas y existía un Gobierno, presidido de nuevo por Manuel
Azaña, que emprendía otra vez el camino de las reformas, con una sociedad, eso
sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada que la de 1931. El
sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y como pasaba en todos
los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo
de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos
agigantados.
Nada de eso, sin embargo,
conducía necesariamente al final de la República ni a una guerra civil. Ésta
empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado
y del Gobierno republicanos para mantener el orden. El golpe de muerte a la
República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de
defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese
régimen en julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de
seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo:
hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del
Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia
abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se
oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936,
comenzó la guerra civil. Atrás quedaban cinco años de cambio, conflicto,
esperanzas rotas y proyectos frustrados. Nada sería ya igual después del golpe
de Estado de julio de 1936.
HECHOS A RECORDAR. TRES
FASES:
-Bienio reformista
(Primero, un gobierno provisional, presidido por Alcalá Zamora; después, a
partir de octubre de 1931, gobierno de Azaña, hasta septiembre de 1933)
-Bienio radical-cedista:
desde noviembre de 1933 a diciembre de 1933, con gobiernos presididos por dirigentes
del Partido Radical de Lerroux, con apoyo de la CEDA de Gil Robles.
-Período del Frente
Popular, desde febrero de 1936 hasta el golpe de Estado de julio de 1936. Dos
gobiernos: uno de Azaña y otro de Casares Quiroga
La República en paz duró
cinco años. Y duró tres años más en guerra, desde julio de 1936 hasta su
derrota definitiva el 1 de abril de 1939. Tuvo dos presidentes: Alcalá Zamora,
desde diciembre de 1931 (cuando se aprobó la Constitución) hasta abril de 1936
y Manuel Azaña, desde mayo de 1936 hasta el final de la guerra.
Hubo 3 elecciones
generales: las Constituyentes, con sufragio universal masculina, ganadas por
republicanos y socialistas; las de noviembre de 1933, la primera vez que en
España votaban las mujeres, ganadas por el Partido Radical (centro) y la CEDA
(derecha católica); y las de febrero de 1936, ganadas por la coalición del
Frente Popular, socialistas y republicanos (y algunos comunistas, por primera
vez en la historia de España).
Fuente: www.juliancasanova.es
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