La
reivindicación de una democratización de la economía y de la empresa aparece de
forma regular en los momentos de crisis del capitalismo y de su sistema
político. Los movimientos obreros y socialistas de uno y de otro signo las
pusieron desde el principio en su lista de reivindicaciones y como parte de una
apuesta política más amplia destinada a crear una sociedad solidaria(1). Esta
estrategia es plenamente actual: no hay posibilidad de crear una democracia
política sostenible más o menos perfecta, si no va acompañada de alguna forma
de democracia económica y empresarial. Esta conclusión se hizo patente tras la
segunda guerra mundial y explica los grandes pactos sociales de la posguerra.
Aunque para abordar la aportación que puede hacer esta reivindicación en el
actual contexto de crisis financiera hay que ponerse de acuerdo en su
diagnóstico.
El
neoliberalismo como proyecto antidemocrático
La actual
crisis resulta del intento de responder con políticas de oferta al
estancamiento de la acumulación de los años sesenta y setenta del pasado siglo.
Desde principios de los años 1980 los países capitalistas desarrollados vienen
aplicando congelaciones de los salarios reales y reducciones impositivas a los
propietarios de los medios de producción con el fin de darle un renovado
impulso a la acumulación. Como consecuencia de ello, se han ido acumulando
grandes cantidades de riqueza ociosa en las manos de los sectores privilegiados
de la sociedad. La desregulación de los mercados financieros, con su inevitable
ola de especulación financiera, pretendía compensar el estancamiento del
consumo provocado por las reducciones salariales. Para ello se optó por crear
las condiciones para que sectores importantes de la población pudieran
completar unos ingresos cada vez más escasos procedentes del trabajo con rentas
financieras e inmobiliarias y naturalmente también para que los sectores
privilegiados de la sociedad pudieran revalorizar sus activos. El objetivo de
impulsar un nuevo ciclo sostenible de acumulación no acabó de alcanzarse y sólo
en la segunda mitad de los años 1990 se produjo una recuperación temporal
reseñable del crecimiento y del empleo en los EEUU ("renacimiento
económico norteamericano"), recuperación que sirvió para forzar aún más la
desregulación financiera. El coste a medio plazo de esta política fue la
incubación de una crisis fiscal estructural. El desvío de dinero público para
salvar a los bancos quebrados a partir de 2008 precisamente debido a las
actividades especulativas impulsadas por dichas políticas económicas, ha
terminado por provocar la quiebra del Estado del bienestar y la anulación de
facto de los grandes consensos de la postguerra.
Es
importante recordar que el ciclo que comienza hacia 1980 (“neoliberalismo”) es
una respuesta no democrática a la mencionada crisis de sobreacumulación. Esta
respuesta se impuso frente a las propuestas de “arriesgar más democracia” con
la que, en los años setenta la izquierda proponía salir de la crisis. “Más
democracia” habría significado, tanto en aquel momento como también en este,
una intervención de la sociedad civil, a través de los poderes públicos y de la
propia ciudadanía, en la gestión empresarial y la definición del rumbo
económico de las sociedades. En algunos países se ensayaron algunos pasos en
esa dirección. En Alemania Federal la Ley de Codeterminación de 1976 quedó en
parte desnaturalizada por la impugnación de la derecha pero fue un paso
importante en esta dirección. En Suecia la Ley sobre Democracia Industrial de
1976 y la propuesta de Fondos de los Asalariados, fueron más allá aunque tampoco
en este caso consiguieron imponerse tal y como habían sido formuladas en sus
inicios. El Informe Bullock (1977), que era una propuesta bien razonada para
ciudadanizar la gestión de las empresas británicas con más 2.000 empleados, se
estrelló contra la victoria electoral de Margaret Thatcher y la oposición
arcaizante de un sector de los sindicatos(2).
España llega
a la crisis de sobreacumulación de los años setenta con un sistema empresarial
particularmente autocrático y una población activa poco cualificada. La
precariedad de las políticas educativas del Régimen y las consecuencias a largo
plazo de la destrucción del trabajo cualificado durante y después de la guerra
civil, les restó a las empresas españolas mucha capacidad para adaptarse en
poco tiempo a los retos competitivos de finales de los años 1970. El resultado
fue el aumento de la tasa de desempleo y su cronificación hasta alcanzar los
índices más altos de todos los países de la OCDE. A pesar de ello, los
gobiernos democráticos fueron reticentes a intervenir en el espacio de las
empresas cancelando incluso cualquier forma de política industrial activa. Y
esto, a pesar de tres factores que lo habrían hecho no sólo necesario sino
también posible: a.) que la Constitución de 1978 reza que «Los poderes públicos
promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y
fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas.
También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a
la propiedad de los medios de producción» (art. 129.2); b.) que numerosos
estudios demostraban y demuestran que la eficiencia, sobre todo si se entiende
en un sentido amplio y sostenible es, por lo general, mayor en las empresas
democráticas que en las autocráticas(3): la democratización del espacio
empresarial habría colocado el sistema productivo del país en mejores
condiciones y le habría dado más capacidad para financiar un Estado del
Bienestar políticamente impostergable sin tener que recurrir al endeudamiento;
c.) que existe una rica experiencia de cooperativismo cuya generalización en
todo el Estado habría permitido reforzar el tejido productivo y la propia
andadura democrática del país, así como avanzar en la conformación de una
identidad democrática compartida entre todas sus nacionalidades. En
consecuencia: el desempleo, que desde 1982 no ha bajado nunca del 8%, sólo se
ha conseguido reducir temporalmente y a costa de una destrucción inmensa de
recursos no renovables (capitalismo popular inmobiliario), de recursos
subjetivos (precarización laboral), de la autonomía financiera del país
(endeudamiento) y de la degradación de sus cuentas públicas (proliferación del
trabajo sumergido destinado a compensar la falta de trabajo no sumergido). En
este sentido, el colapso financiero también es una consecuencia indirecta del
rodeo que hicieron aquellos primeros gobiernos democráticos alrededor de las
empresas, de haberlas mantenido intactas.
No es
casualidad que la principal oposición en todo el mundo a una salida democrática
a la crisis de sobreacumulación procediera de los patronos. Con razón intuían
que habrían generado una erosión de un principio capitalista sacrosanto: el
monopolio de la propiedad en la gestión de las empresas, la exclusión de
ciudadanos y productores de las grandes decisiones económicas y empresariales
y, en consecuencia, la redefinición de las grandes políticas económicas y
sociales. Y así lo hicieron valer en sus impugnaciones legales de las leyes
europeas de democratización empresarial que se fueron sucediendo en esos años.
En realidad, el proyecto de salida neoliberal a la crisis de sobreacumulación
se basaba en la reducción de la participación democrática a su mínima expresión
(“minimalismo democrático”) o en la liquidación de la democracia parlamentaria
cuando fuera necesario. Los diversos experimentos neoliberales tienen en común
justamente esto: la erosión democrática en sus diferentes formas. El golpe de
Estado contra el gobierno de Allende, que había puesto en marcha importantes
medidas de democracia industrial, acabó incluso con la democracia política(4).
En los países de Europa occidental esta erosión quedó mitigada hasta el inicio
de la gran recesión de 2008 por la inercia de los grandes pactos políticos de
la postguerra. Pero también estos fueron cediendo poco a poco con cada medida
de política monetarista y neoliberal. Hoy, ya hay varios países en Europa que
no son gobernados por poderes elegidos democráticamente, que vienen un estado
de excepción latente.
Maastricht
como motor restaurador
En este
caminar hacia un neoliberalismo cada vez más puro y consecuente fue decisivo el
Tratado de Maastricht. El proyecto de integración monetaria sin integración
fiscal y política, que sancionaría los intereses de aquellos países mejor
preparados para exportar –por ejemplo debido al desarrollo de políticas
industriales activas y sostenidas por parte de sus gobiernos– a costa de los
menos preparados resulta decisivo en esta andadura. Fue creando una Europa cada
vez más desigual que sólo se podría conseguir con una economía y unas finanzas
cada vez más inmunes a la voluntad del conjunto de los ciudadanos europeos. El
alejamiento de las decisiones sobre política económica, infraestructuras o
alimentarias que le conciernen a la ciudadanía, así como la ausencia de una
articulación democrática de las políticas comunitarias (autonomía del Banco
Central Europeo, falta de poder del Parlamento Europeo, etc.) son sus
principales razones. Pero también la concentración de muchas de estas
decisiones en un lugar –Bruselas– en el que el (gran) poder económico tiene más
capacidad de influir que los propios ciudadanos, estos últimos mucho peor
organizados, más dispersos y provistos de muchos menos recursos económicos.
Explica la implantación de las políticas económicas insolidarias que ahora
sufren las poblaciones de todos los países europeos debido a los drásticos
recortes sociales y salariales, y cuyo objetivo es precisamente que las
empresas nacionales puedan competir mejor con las de otros países europeos.
Estas políticas, por medio de las cuales los más fuertes se imponen a los más
débiles, explican la acumulación de desequilibrios comerciales entre el norte y
el sur hasta alcanzar niveles insostenibles. La consecuencia de estos
desequilibrios comerciales es el sobreendeudamiento del sur con los bancos de
Centroeuropa y la imposibilidad de varios gobiernos de devolver el dinero
prestado y de seguir financiándose en los mercados financieros. Sin la erosión
paralela de los sistemas políticos nacionales (aumento de la abstención,
autonomía creciente de los elegidos de los electores, cauces de delegación cada
vez más largos, liquidación de los espacios de opinión pública no dependientes
de intereses económico-mediáticos, etc.) no se habría podido llegar a esta
situación: las alarmas habrían sonado mucho antes, las alternativas habrían
podido ser discutidas en el espacio de la opinión pública, y los intereses a
largo plazo de las poblaciones europeas habrían quedado mejor garantizados.
Democracia
económica como estrategia para un cambio global
Todo esto
demuestra que la estrategia democrática es y ha sido siempre una pieza esencial
de cualquier diseño de sociedad democrática. El elemento democrático no puede
ser un condimento externo para darle legitimidad a un sistema político y económico
en el que se toman las grandes decisiones a espaldas de la ciudadanía. O para
utilizar la implicación de los trabajadores con el fin de forzar aún más la
competencia entre empresas, territorios y países sacrificando las relaciones
cooperativas. Hay formas de entender la democracia económica y empresarial que
van en este último sentido. Por ejemplo el co-management y la estrategia
sindical del corporativismo para la competitividad fijada en el Tratado de
Lisboa a propuesta de los sectores más conservadores del movimiento obrero
europeo. Esta estrategia frena la articulación de una oposición internacional a
la destrucción del llamado “modelo social europeo” y, tras el cambio de ciclo
de 2008, bloquea los intentos de respuesta coordinada de todo el movimiento
obrero europeo contra las políticas de liquidación de dicho modelo(5).
La nueva
estrategia de democracia económica -y empresarial- no puede agotarse, por
tanto, en la democratización del espacio micro (por ejemplo los puestos de
trabajo, o reparto de resultados económicos de la empresa) cuando esta se
convierte en una pieza más de un gran y abarcador mosaico neoliberal. En este
caso acaba siendo funcional al mismo, pierde su potencial democrático y
emancipador aún cuando pase efectivamente por el aumento de la participación de
los trabajadores en la gestión de algunos aspectos de la actividad empresarial.
Por el contrario, tiene que convertirse en parte de un programa más general
destinado a crear un orden económico y empresarial solidario y cooperativo
dentro y entre los territorios, así como social y ambientalmente sostenible. Se
trata, en definitiva, de un programa para la participación ciudadana en la
regulación de la economía, y de una forma de participación en la actividad
productiva entendida como una pieza (“micro”) de un proyecto más amplio
(“macro”) de transformación social.
De abajo a
arriba y de arriba a abajo
Se asentaría
en dos pilares: la creación de circuitos económicos locales (“desglobalización
parcial”: Walden Bello) y el redimensionamiento y la regulación del sistema
financiero poniéndolo al servicio de las necesidades de la economía productiva.
Las dos se complementan. Los espacios económicos locales facilitan el
acercamiento del sistema empresarial a la satisfacción de las necesidades de
los ciudadanos, lo cual estimula el empleo de procedimientos democráticos
dentro de las empresas con el fin de trasladar de forma eficiente estas
necesidades a diseños, planos y calendarios de producción, a la gestión de
personal, de los tiempos etc. Sin embargo, dadas las extraordinarias
dimensiones de los mercados financieros, su regulación sólo puede alcanzarse
hoy con ayuda de un gran paraguas institucional consensuado internacionalmente.
La experiencia de las cajas de ahorro españolas demuestra que no es posible
hacer una cosa sin la otra. Dichas Cajas son los únicos espacios empresariales
en España en los que la ciudadanía tiene representación en los consejos de
administración. Han funcionado durante más de 150 años de forma ejemplar para
desarrollar proyectos locales al servicio de las necesidades de los ciudadanos,
necesidades que no fueron cubiertas durante décadas por un Estado insensible a
las demandas de los territorios y las clases más necesitados. Su exposición a
la gran economía financiarizada por la que apuestan de facto todos los
gobiernos españoles a partir de 1985 para abordar el problema del paro
estructural -el gran cáncer de dichas comarcas- y para asegurar la prestación
de servicios públicos municipales, las ha arrojado a la quiebra, no sin antes
haber protagonizado numerosos casos de corrupción local.
Una
regulación democrática de las finanzas globales resulta imprescidible para que
puedan prosperar los espacios locales de democratización económica y
empresarial basados en, en buena medida, en una expansión de la demanda
interna. Esto obliga a seguir tomándose en serio los espacios “macro” de
intervención ciudadana en la economía. Estos espacios macro sólo se pueden
articular democráticamente a través de la delegación del voto y de la
vinculación entre competencia técnica, fidelidad a una serie de principios
morales y políticos, y sistemas eficientes de control ciudadana de la acción de
los elegidos. Es verdad: los espacios micro de participación son los idóneos
para la articulación de la participación directa de los ciudadanos en los
asuntos económicos y empresariales que les conciernen, pero no aseguran por sí
mismos un orden democrático sostenible. Todo lo contrario. Debido precisamente
a que la participación tiende a hacer más eficientes a las empresas (ver
arriba), aquella puede puede servir también para afianzar políticas
neocompetitivas de base territorial como suceden en España, Italia o Alemania.
Su objetivo es crear o salvar puestos de trabajo en los territorios propios a
costa de quitárselos al que tienen al lado, una política que está en la raíz de
los desequilibrios comerciales acumulados en Europa (ver arriba). Los consejos
económicos sociales de ámbito local y comarcal dotados de poderes reales o la
creación de un sector bancario municipal y cooperativo que recoja el ahorro de
los ciudadanos para destinarlo a actividades codecididas por los propios
depositantes, pueden cumplir una importante función mediadora entre los
espacios “macro” y los “micro”. Pero al mismo tiempo hacen faltan sistemas de
regulación de dimensión estatal y europeo-continental destinados a controlar el
apalancamiento de las instituciones financieras –incluidas las cajas–, a crear
agencias públicas de calificación, a restringir el mercado de fondos hedge,
etc.
El objetivo,
por tanto, no puede ser una especie de neolocalismo sin más. El reto es
articular una relación democrática que funcione con eficiencia tanto en el
plano continental y mundial, como en el plano local. Aunque la noción de
“eficiencia” debe ser sometida a una profunda revisión: ya hay muchas
experiencias que van en este sentido. La nueva forma de entender la eficiencia
no deber circunscribirse sólo a su dimensión económica. Por el contrario la
eficiencia económica debe ser ampliada y contrastada con otras “eficiencias”
(por ejemplo la ambiental, la social etc.) y además debe ampliarse también el
horizonte temporal, espacial e institucional del cálculo destinado a medirlas:
lo que puede ser rentable a corto plazo para una empresa individual puede
resultar ruinoso a largo plazo para la comarca o la sociedad en su conjunto y/o
a largo plazo. Los números sólo reflejarán esta eficiencia compleja y global si
se trabaja con sistemas de indicadores integrados o “policromáticos”, es decir,
rojos, verdes, violetas, azules etc.(7). Cuando no se hace así, la
cuantificación de la eficiencia deja fuera todo aquello que sufre un desgaste,
o incluso una destrucción irreversible: la “eficiencia micro” se libra a las
espaldas de la “eficiencia global”, de los bienes colectivos y de otros.
Si tenemos
en cuenta las enormes necesidades de financiación requeridas para recomponer el
sistema productivo, energético y de transportes de la mayoría de los países, a
los que se suman las necesidades –aún más grandes si cabe- de creación de
empleo en un país como España, así como el contexto financiero internacional,
parece aventurado –al menos en este momento: el futuro se muestra imprevisible–
apostar por la vuelta a una moneda nacional como sugieren algunos autores. Su argumento
es legítimo y tienen, sobre todo, un contenido democrático: los bancos
centrales nacionales son espacios más próximos y, por tanto, potencialmente más
permeables a las necesidades de sus poblaciones(6). Sin embargo, este argumento
no tiene en cuenta las extraordinarias dimensiones que han adquirido los
mercados financieros y su potencial desestabilizador de las políticas
económicas alternativas. Es verdad: la actual moneda única forma parte del
proyecto neoliberal acordado en Maastricht. Pero esto no anula las importantes
ventajas que representa, sobre todo para los países más débiles y endeudados
como los del sur de Europa, el poder disponer de una moneda compartida para
abordar un proyecto como el que estamos esbozando en medio de un sistema financiero
internacional altamente agresivo y poderoso. Naturalmente: las cosas pueden
cambiar muy rápido. Pero hoy por hoy la focalización de la estrategia
democrática en la salida del euro refleja una simplificación del fenómeno
democrático. En la actual situación, la democracia económica no se puede
ejercer sólo en el plano micro o nacional, especialmente cuando se trata de
naciones pequeñas o muy pequeñas. Por eso hay que reflexionar también sobre la
construcción de un modo de regulación de las finanzas internacionales que -al
menos- limite la destrucción que pueden provocar los enormes excedentes
financieros que hoy deambulan por el mundo en busca de una colocación rápida y
rentable. Es verdad: la Europa de Maastricht ha sido la excusa para colocar a
la economía en un limbo (aún más) antidemocrático. Pero el abandono de la carta
europea y la identificación de Maastricht con la existencia de una moneda única
no hace –al menos hoy por hoy– no más, sino menos realista un proyecto de
democracia económica y empresarial incluso o precisamente cuando este apuesta
por darle un protagonismo especial a losespacios de socialización más locales y
próximos a la ciudadanía.
Algunas
cuestiones a tener en cuenta
Hay algunos
aspectos que no habría que perder de vista en este contexto. Muchos de ellos
han sido recurrentes en las experiencias anteriores y también lo serán, de una
forma o de otra, en el futuro.
1. La formación
de los ciudadanos-productores. Hoy los ciudadanos tienen unos niveles de
formación mucho más altos y están mucho mejor informados que en décadas
pasadas. En aquellos años personas con un acceso privilegiado a la cultura
(llamadas a veces “vanguardias”) hablaban en nombre de ciudadanos con pocos
recursos. Esto generaba sistemas de participación basados en cauces de
delegación cada vez más largos, cuya razón de ser última no era técnica sino la
enorme desigualdad en el acceso a los recursos culturales. Hoy se dan mejores
condiciones subjetivas para regular la economía y la actividad productiva de
otra forma. La condición es que las mayorías estén continuamente aprendiendo en
sus empresas y en su entorno de vida, que vivan y trabajen en organizaciones
“en estado continuo de aprendizaje”(8). Pero otra condición es también que no
tengan que dedicar una parte sustancial de su energía y de su tiempo a luchar
por satisfacer sus necesidades más elementales: la reducción de la jornada y
una mínima estabilidad en el empleo son condiciones insoslayables para la
creación de un orden democrático también en el campo de la economía y la
gestión de las empresas.
2. La crisis
ambiental hace urgente la necesidad de reconvertir el sistema de producción
y de consumo. Las empresas y sus productores tienen que definir una nueva
relación con la sociedad, el medioambiente y los consumidores finales. No todo
está permitido por muy rentable económicamente que sea, ya no es asumible un
choque entre el subsistema económico y el subsistema ambiental, laboral etc..
La forma más operativa para llevar a cabo una reconversión tan compleja, y en
la que el subsistema económico esté equilibrado con el resto, es creando
mecanismos de relación directa entre productores y consumidores, entre
trabajadores y ciudadanos. Los ingenieros tienen que diseñar sistemas y
subsistemas de productos partiendo de las necesidades formuladas por los
propios consumidores finales, contrastándolas con las necesidades del conjunto
de la población, del territorio y del medioambiente, encontrando soluciones
técnicas que nazcan de estas formulaciones. Así, las estrategias de obsolescencia
programada –cuyo objetivo es acortar el período de duración de un producto con
el fin de estimular la compra de uno nuevo(9)- deben dar paso a otros criterios
para definir productos y procesos más duraderos que, a su vez, requerirán de la
creación de muchos más puestos de trabajo de reparación y mantenimiento, la
mayoría de ellos cualificados. Los productos fabricados no deben atender sólo o
preferentemente a las necesidades de revalorización de los capitales
individuales sino que, además, tienen que adaptarse a las necesidades de la
sociedad y de la naturaleza en su conjunto, dar pie a procesos productivos
sostenibles. Pero sostenibles no sólo en lo ambiental. Además, los planes de
producción y la organización de las cadenas de valor añadido tienen que
fomentar un “trabajo bueno”, un trabajo en el que el esfuerzo físico y sobre
todo síquico no sobrepasen la capacidad del ciudadano de repararlos y
mantenerlos a raya etc. (“indicadores rojos”: ver arriba).
3. El
problema de la propiedad seguirá siendo determinante. Sin embargo sus
diversas formas y mixturas deben valorarse en función de la participación
ciudadana en las nuevas formas de producir y de decidir sobre el rumbo
económico general, así como de su contribución a una noción compleja, amplia y sostenible
de eficiencia. Los experimentos de democracia económica, tal y como se
plantearon en el período fordista tanto en los países capitalistas como, por
ejemplo, en la República Democrática Alemana de la década de los años 1960, no
exploraron ni política, ni técnica, ni cultural y ni mucho menos económicamente
esta conexión. Reposaban en la definición de una relación mecánica entre
democracia y nacionalización/empresa estatal que no incluía la articulación de
mecanismos para que la ciudadanía pudiera codecidir, por ejemplo, sobre la
nueva funcionalidad –social, ambiental, laboral- de las empresas públicas o
nacionalizadas, sobre la adaptación de su organización a los recursos
subjetivos de sus trabajadores, con la esfera reproductiva, el entorno local etc.
Aquellas iniciativas también mostraron una incapacidad importante de vincular
los intereses individuales y subjetivos de los productores activos en las
empresas nacionalizadas, con el rumbo económico general de las comarcas, de las
regiones y de los países de las que formaban parte, casi siempre subsumiéndolos
a estos útlimos. Esto no sólo provocó el debilitamiento de las izquierdas, en
el caso de la República Democrática Alemana de la frustración de los
experimentos reformistas impulsados por Walter Ulrich en la primera mita de los
años 1960(10). Su consecuencia a largo plazo fue la ampliación del campo
ideológico del neoliberalismo que lanzaba un mensaje de iniciativa y
emancipación personal a una ciudadanía cada vez más instruida y menos dada a
aceptar estilos autocráticos de cualquier signo. Esta invitación neoliberal a
una mayor implicación y realización personal en el trabajo fue fácilmente
incorporable al nuevo discurso microeconómico neoliberal basado en políticas de
oferta. El resultado fue –y sigue siendo. la proliferación de “Yo SAs”, de
empresas reales o virtuales en la que el individuo se convierte en “empresario”
de sí mismo y empieza a pensar y a sentirse como tal. La individualización
general de las relaciones de empleo y el aumento de los pequeños empresarios y
de los autónomos se extendieron rápidamente por todo el tejido social
reforzando la hegemonía del neoliberalismo a costa de las propuestas
empresariales de raíz solidaria y cooperativa. Esta situación todavía no forma
parte del pasado: si no se le da a la subjetividad nacida de los cambios
sociales, culturales y tecnológicos de las últimas décadas una salida solidaria
también en el plano empresarial (individuación de las relaciones sociales),
dicha subjetividad seguirá optando por una salida insolidaria
(individualización de las relaciones sociales) y el potencial emancipador
generado por la dinámica histórica del capitalismo quedará desaprovechado.
4. El tamaño
de muchas empresas tradicionales, que incluía la generación “en casa” de un
elevado porcentaje de valor añadido, ha sido desplazado por un modelo
empresarial mucho más disperso en el espacio, más especializado y más
dependiente del entorno territorial basado. Se basa en una mayor división del
trabajo entre empresas y en una disminución del valor añadido generado por cada
una de ellas. Esta situación reduce la autonomía de las empresas individuales,
las hace depender más y más de las regiones en las que están encavadas, de
otras empresas, de las infraestructuras creadas entre ellas. Pero también
socava la visión estrictamente indivual-microeconómica de los procesos
productivos. Por otro lado obliga a tener una visión más de conjunto de los
sistemas productivos, permite y obliga a “politizar” el territorio mismo pues
es aquí, en el espacio extra- e interempresarial, donde se toman cada vez más
decisiones que afectan a las empresas y a las cadenas de valor añadido de las
que forman parte. En realidad, la producción en el capitalismo contemporáneo
está, de facto, en buena medida “socializada” ya en muchos aspectos importantes
como este, lo cual fomenta el acercamiento entre los intereses de los
ciudadanos y de los productores. El municipio y las mancomunidades, dos
espacios ideales para del desarrollo de formas directas de participación,
tienden a ganar peso en los nuevos sistemas productivos. Aunque siempre y
cuando queden vinculados a espacios institucionales más amplios que apoyen los
procesos democráticos con políticas macroeconómicas inspiradas en principios
solidarios y sostenibles en lo ambiental y laboral.
Conclusión:
la superación del modelo secuencial
La
democracia económica y empresarial ha sido un protagonista central de las
experiencias de democratización. Ni la historiografía, ni la ciencia política y
mucho menos aún la economía, han tenido lo suficientemente en cuenta su
importancia como precondición para la consolidación de un tejido democrático
sólido y sostenible(11). Y ello, a pesar de que el desdoblamiento entre
democracia política por un lado, y democracia económica y empresarial, por
otro, forma el núcleo del proyecto de democracia minimalista propio de las
“sociedades burguesas” tal y como fueron criticadas por los movimientos
socialistas del siglo XIX.
El concepto
de “democracia social” es una especie de compromiso que deja fuera el derecho
de los ciudadanos a seguir siéndolo también en el ámbito de la empresa, sea
pública o privada. Lo que se entiende por “democracia social” es, por tanto, de
naturaleza secuencial y refleja el pacto político de la postguerra: la izquierda
–en aquellas fechas una socialdemocracia fuertemente comprometida con el
capitalismo y la guerra fría– acepta reconocer el monopolio de la propiedad en
la gestión de los medios de producción, aunque a cambio de que dicha propiedad
se comprometa a colaborar con un sistema impositivo progresivo destinado a
financiar un Estado del Bienestar. Es secuencial porque propone, primero
generar la riqueza y los valores de uso sobre bases no democráticas y cada vez
más tecnocráticas, aunque admite que después y en un segundo paso se reparta el
excedente siguiendo procedimientos democráticos fuertemente delegadotes, es
decir, a través de partidos políticos que se disputan los escaños en elecciones
parlamentarias. El llamado modelo social europeo es, sin duda, un gran avance
histórico que hay que seguir defendiendo pues por primera vez le dio a las
clases populares el derecho a beneficiarse del crecimiento económico y, de
alguna forma, permite que la ciudadanía no tenga que dedicar toda su energía
vital y todo su tiempo a satisfacer sus necesidades más perentorias e
inmediatas. Sin embargo es un modelo muy vulnerable en términos democráticos y
genera problemas de legitimidad a medida enque aumenta el nivel general de
instrucción de la población. La razón es que se basa en la exclusión de la
ciudadanía justamente de aquellos espacios en los que se toman las grandes y
pequeñas decisiones empresariales, espacios en los que sólo se admiten formas
muy indirectas y diluidas de participación ciudadana. No hay ningún lugar donde
esto se ponga de manifiesto de forma más clara que en el de la economía y de la
empresa. Las formas de participación delegadoras son fácilmente transformables
en la exclusión completa y sistemática de una ciudadanía que sin embargo está
cada vez más capacitada para intervenir activamente en la gestión económica y
empresarial. La autonomización de los elegidos con respecto a los votantes (por
ejemplo alegando razones técnicas) acaba siendo inevitable lo cual erosiona la
legitimidad del sistema político en su conjunto al dar vía libre para que las
decisiones económicas y empresariales se queden completamente fuera de la
participación ciudadana. Además crea una cultura que desincentiva al ciudadano
de participar en la cogestión de los asuntos económicos y abona el campo para
que sean los poderes económicos los que monopolicen los procesos de toma de
decisiones a través de lobbies, fundaciones o por medio de su participación
directa en los gobiernos (empresarios que se convierten en ministros, etc.). La
exclusión de los ciudadanos-trabajadores de las grandes decisiones
empresariales, que mantiene así intacto el poder de la propiedad en el acceso a
los medios de producción, acaba provocando una autonomización de la economía y
de las empresas con respecto a la sociedad civil y la ciudadanía, por mucho que
los (neo)liberales insistan en incluir a las empresas privadas dentro de la
categoría de la "sociedad civil". Este monopolio en el tratamiento de
los grandes y pequeños asuntos económicos y empresariales contribuye a
erosionar la democracia en su conjunto pues sitúa a la economía y a la sociedad
toda al servicio de los intereses empresariales privados. El proyecto
neoliberal es la crónica de esta fagocitación. Como hemos visto este último
pasó a la ofensiva en muchos países europeos hacia finales de los años 1970
como una primera respuesta empresarial a los intentos de ciudadananizar el
espacio de la producción y del trabajo asalariado. Este ataque inicial de
contenido empresarial acabó transformándose después en el intento de poner toda
la economía y toda la sociedad al servicio de los grandes intereses privados,
es decir, acabó transformándose en una erosión de la propia democracia
política, incluso en su versión delegadora e indirecta contenida en el proyecto
de "democracia social".
Todo esto
permite proponer dos conclusiones: a.) la crisis del neoliberalismo es la
crisis de un modelo de organización social basado en la erosión de la
democracia en su conjunto y no sólo de la democracia económica. Esta erosión se
produjo en varias etapas. Primero vino la erosión de la democracia empresarial,
luego la de los espacios de participación indirecta –es decir a través de
elecciones parlamentarias- en la definición de las grandes políticas
económicas. A largo medio y largo plazo este proceso llevó a la erosión de la
propia democracia política, incluso en su versión más diluida pues el sistema
parlamentario es utilizado para poner en marcha políticas basadas, no en el
interés general sino en intereses parpticulares; y b.): la configuración de
otro modelo económico y político tiene que abordar el problema de la
democratización también de los espacios de la economía y de la empresa. Sólo si
los productores siguen siendo ciudadanos también en los espacios donde
desarrollan su trabajo y se vinculan a espacios de participación –directa y
delegada- en los que pueden codecidir también sobre el rumbo de la economía
general es posible asegurar a largo plazo incluso la propia democracia
política. El fenómeno democrático ha de ser tratado, por tanto, como un todo
integrado e indivisible si se pretende que sea sostenible, que dure y que se
consolide. Las experiencias que dos generaciones de ciudadanos han venido
acumulando con el modelo neoliberal vuelven a demostrar que sólo esta forma de
vivir la democracia permite alterar el poder estructural que se da en el seno
de las sociedades capitalistas, incluidas las propias correlaciones del poder
político.
Notas
1. A.
Fernández Steinko, Experiencias participativas en economía y empresa. Tres ciclos
para domesticar un siglo, Siglo XXI, Madrid, 2001.
2. Id pp
355ss.
3. Ver, por
ejemplo, D. Schweickart, Más allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander, 1997.
Para el sector español de la maquinaria mecánica A. Fernández Steinko,
Continuidad y ruptura en al modernización industrial de España, Consejo
Económico Social (CES), Madrid, 1997. Otro ejemplo, esta vez formulado por un
empresario es el interesantísimo trabajo de Semler, R.: Radical. El éxito de
una empresa sorprendente. Ediciones Gestión 2000. Madrid 1997.
4. J. G.
Espinosa, A. Zimbalist, Democracia económica, la participación de los
trabajadores en la industria chilena, 1970-1973, Fondo de Cultura Económica
(FCE), México D.F., 1984.
5. U.
Klitzke H. Betz y M. Möreke (eds), Von Klassenkampf zum Co-Management?, VSA,
Hamburgo, 2000 y A. Fernández Steinko: «El corporativismo para la
competitividad», Mientras Tanto, núm. 83 y 84, 2002.
6. A.
Fernández Steinko, Democracia en la empresa, Hoac, Madrid, 2000.
7. Así mi
propuesta descargable en: https://dl.dropbox.com/u/109592466/Indicadores%20policrom%C3%A1ticos.pdf
8. Stahl et
al.: The Learning Organisation. Eurotecnet, Bruselas 1993.
9.Ver sobre
este particular A. Leonard: La historia de las
cosas: de cómo nuestra obsesión por las cosas está destruyendo el planeta,
nuestras comunidades y nuestra salud y una visión del cambio, Fondo de Cultura
Económica (FCE), México, 2010.
10. Para un
análisis crítico de la experiencia del gobierno de la izquierda en Francia de
1981 ver P. Zarifian, «Plan, mercado, autogestión», Utopías nº 155, 1993 pp. 76-95
y más recientemente y contextualizado: J. Lojkine: Une autre façon de faire de
la politique. Les Temps des Crisis, Paris 2012. Para la experiencia en la RDA a
principios de la década de los años 1960 ver K. Steinitz: “Impulse für
Wirtschaftsdemokratie” en: Sozialismus 11/2012, pp. 48-55. La propuesta sueca
de creación de fondos regionales, que formarían parte de los “fondos de los
asalariados” es digna de ser tenida en cuenta para abordar la contradicción
entre los intereses microeconómicos de los empleados y los intereses de las
regions y de los ciudadanos en su conjunto. Ver Fernández Steinko (2001, pp.
369ss.).
11. A.
Fernández Steinko, «Herramientas para un chequeo de la dinámica democrática»,
Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS), núm. 94/01, 2001, pp.
9-35.
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