Presionados por las
multinacionales, los Estados buscan vías legislativas para castigar de forma
ejemplar a quienes deciden revelar abusos o ilegalidades.
nuevatribuna.es | Por Joaquín Rabago | 25 Febrero 2015 -
12:59 h.
En inglés los llaman “whistleblowers”; en francés han
encontrado la palabra “lanceurs d’alerte”, que emplea ya habitualmente
la prensa de ese país. Aquí todavía no nos hemos puesto de acuerdo en cómo
llamarlos, tal vez por falta de práctica, y oscilamos entre la denominación
inglesa y las palabras españolas de “alertadores” o “informantes”.
Y, sin embargo, nunca han sido tan necesarios.
Los más famosos son sin duda el periodista australiano
fundador de Wikileaks, Julian Assange, el
estadounidense Edward Snowden, el excolaborador de la CIA que
reveló el espionaje global a que se dedica Estados Unidos, o el
italo-francés Hervé Falciani, que ha aportado a la justicia
información sobre más de 130.000 cuentas de extranjeros en la filial suiza del
banco británico HSBC y que está estos días de actualidad por la publicación en
varios medios europeos de la lista de evasores que lleva su nombre.
El primero lleva desde ya varios años sin poder salir de la
embajada ecuatoriana en Londres porque sería inmediatamente detenido si la
abandonase; el segundo ha obtenido asilo político en Rusia, mientras que a
Falciani quieren echarle el guante las autoridades suizas por violar su secreto
bancario. Eso sin que nos olvidemos del pobre soldado Manning, la
persona que filtró a Snowden miles de documentos confidenciales o secretos
sobre las guerras de Afganistán e Irak y que hoy se pudre en una cárcel
norteamericana.
Como dice el filósofo y sociólogo Geoffroy de
Lagasnerie, que acaba de publicar en Francia un libro sobre esos
filtradores y las nuevas formas de contestación política (L’Art de la Révolte. Snowden.Assange Manning), en
una democracia deberían ser los ciudadanos quienes vigilasen al Estado y no a
la inversa, como está ocurriendo.
Pero no se trata sólo de los Estados, sino también
de las empresas que gobiernan el mundo, empresas de todos los
sectores, desde el financiero hasta el energético o el alimentario pasando por
el químico-farmacéutico, y que buscan que los gobiernos castiguen de forma
ejemplar a quienes con valentía y sin pensar en el propio perjuicio deciden
revelar sus abusos o ilegalidades.
El caso francés
Es lo que estuvo a punto de ocurrir en Francia, con el
actual gobierno socialista de François Hollande, y que sólo la
acción decidida de un colectivo de periodistas llamado “Informer” evitó
en el último momento.
El colectivo se presentó en el ministerio de Economía y
Finanzas, que preside el exbanquero Emmanuel Macron, para exigir que el
Gobierno no incluyese en una ley en preparación una enmienda que se
castigaría con tres años de cárcel y 375.000 euros de multa la violación de un
secreto comercial. Penas que serían dobladas en el caso de que, como decía la
enmienda en cuestión, se atentase contra “la soberanía, la seguridad y los
intereses económicos esenciales de Francia”.
El argumento de quienes proponían esa enmienda, tanto
socialistas como conservadores, era que, a diferencia de lo que ocurre en
Estados Unidos, donde una ley federal contra el espionaje industrial -el
llamado Cohen Act, de 1996- amenaza con hasta veinte años de reclusión a
quienes lleven a cabo espionaje industrial, en Francia, los secretos
empresariales no están suficientemente protegidos.
La enmienda presentada hablaba de la necesidad de
proteger “informaciones no públicas (…) que tengan valor
económico”, formulación ambigua que habría dejado un gran margen de
actuación a la justicia porque puede considerarse que tienen también valor
económico los sobornos de intermediarios en un contrato o ciertas prácticas
comerciales de dudosa legalidad.
Nada más enterarse de lo que preparaba el Gobierno de
François Hollande, el citado colectivo de periodistas, integrado por un
centenar de profesionales, publicó un artículo en el que se denunciaba la
indefinición del llamado “secreto empresarial” y fue a ver al
ministro Macron para exigirle la retirada de una enmienda que, a sus ojos,
representaba una serie amenaza a la libertad de información.
El ministro, que no las tenía todas consigo, aceptó negociar
y tras tratar tan espinoso asunto con el presidente Hollande y el jefe del
Gobierno, Manuel Valls, debió de considerar que no convenía enfrentarse
a la prensa y a los sindicatos, y decidió no incluir finalmente la enmienda.
Mientras tanto se oyen voces, entre ellas las del abogado William
Bourdon y el diputado socialista Yann Galut, que exigen por el
contrario un nuevo proyecto de ley destinado a proteger a los ciudadanos que
revelen asuntos que puedan suponer “una grave amenaza para el interés general”.
El proyecto de ley que proponen impediría que una empresa o
el propio Estado pudiese despedir a empleados o funcionarios que hubieran
revelado hechos o comportamientos lesivos para los intereses de la colectividad
aunque ofrecería garantías para evitar que se hiciesen ese tipo de revelaciones
por afán de venganza o para lucro personal.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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