El Camp de la Bota, hoy el Fòrum,
fue el escenario de los fusilamientos del franquismo, de la inmigración de los
años sesenta y de la marginación de los setenta
J. J. Caballero - Barcelona
20/02/2015 - 18:59h
Una hilera de casas del Camp de la Bota en 1967. / Foto:
Arxiu Històric de Poblenou
Entre 1925 y 1989 el litoral de Barcelona estuvo ocupado por
barracas. El Camp de la Bota compartía con el Somorrostro el dudoso privilegio
de ser uno de los núcleos más poblados. Hasta 4.000 personas vivieron en los
años sesenta en el lugar donde hoy se muestra la explanada del Fòrum. La
historia del Camp de la Bota es, en los primeros años, la historia de la
inmigración. En la última etapa es la historia de la marginación. Y entre
medio, la historia de la infamia, pues el Camp de la Bota fue también el lugar
escogido por el régimen franquista para fusilar a miles de personas. Este
domingo se coloca una placa en homenaje a los vecinos de ese barrio, una
iniciativa impulsada por la Comisión ciudadana para la recuperación de la
memoria de los barrios de barracas.
Cuando la Diagonal aún no era la Diagonal, ya existía el
número 1. Era una barraca del Camp de la Bota y estaba ocupada por un jesuita.
Hoy es imposible hacerse una idea de cómo era ese lugar. Las vías del tren han
desaparecido, la Riera de Horta ha quedado integrada en la trama subterránea de
la ciudad y el río Besòs parece ahora muy lejano. Donde hoy se levanta el
símbolo del Fòrum, el edificio azul de Herzog y De Meuron, estuvo durante
muchos años el castillo de las Cuatro Torres, también símbolo, pero bien
diferente, de un barrio olvidado.
Fusilamientos de la posguerra
La memoria del Camp de la Bota tiene su lado más oscuro en
los fusilamientos de la posguerra. Muchos vecinos de Poblenou nunca pudieron
borrar de su memoria el paso de los camiones cargados de prisioneros camino del
Parapeto del Camp de la Bota. Fueron muchas las madrugadas en las que los
habitantes del barrio se despertaron estremecidos por los disparos del pelotón
de fusilamiento. Entre 1939 y 1952 más de 1.700 personas, la mitad de todos los
ejecutados en Catalunya, fueron fusiladas allí al amanecer. Un monolito difícil
de localizar recuerda hoy a aquellas víctimas.
En los primeros años de la posguerra la imagen del Camp de
la Bota era muy distinta de la que tuvo años después, cuando su decadencia se
hizo irreversible. En los sesenta vivían allí inmigrantes procedentes de
Andalucía, Murcia, el País Valencià y Aragón. La mayoría tenía la piel tostada
por el sol, resultado de horas y horas al aire libre, ya fuera en la
construcción, en el caso de los hombres, o de la vida en las callejas del
barrio, en el caso de mujeres y niños. Un semblante parecido a la tez de los
gitanos. Aunque lo cierto es que en esa época eran muy pocos, el Camp de la
Bota siempre estuvo asociado a la etnia gitana. Fue años más tarde cuando se
convirtieron en los amos del barrio.
Paredes sólidas y techos frágiles
El Camp de la Bota era un barrio de barracas pero parecía en
realidad un pueblo, con sus casas encaladas, sus calles alineadas con un cierto
orden y la ropa tendida al sol. Las paredes eran sólidas y los tejados
resguardaban aceptablemente de la lluvia, que no del sol y del frío. Aunque su
fragilidad se apreciaba sobre todo en días de tempestad marítima, cuando el
temido levante destrozaba las barracas del litoral barcelonés: Somorrostro,
Bogatell y Mar Bella, donde en los años veinte se anunciaban unos baños que
presumían de tener la “playa más limpia de la costa de Barcelona”.
El interior de las casas era muy pequeño, de apenas 30 o 40
metros cuadrados, compartimentado en pequeñas estancias, con muebles
recuperados de la calle o comprados en los encantes. Eso sí, no podía faltar el
cuadro de la Santa Cena presidiendo el minúsculo comedor. El suelo acostumbraba
a ser de tierra compactada. Tan compactada que había endurecido como el
cemento. Algunas casas tenían incluso un pequeño patio trasero.
Las barracas, al pie del Castillo de las Cuatro Torres en
los años sesenta. / Foto: Arxiu Històric de Poblenou
Verano en la playa
Al Camp de la Bota llegó la electricidad pero en condiciones
tan precarias que un niño murió electrocutado cuando pisó un charco en el que
había caído un cable. Lo que no había en las casas era agua. Había que
proveerse en las fuentes, punto de encuentro de la población, obligada a
guardar cola para llenar garrafas y cántaros. Cuando algunos barceloneses
criticaban la falta de higiene de los habitantes del barrio con aquella frase
tan socorrida de que una pastilla de jabón no era tan cara, había que
recordarles que el problema no era el jabón, el problema era el agua, esa que
surtía sus grifos pero que allí, en aquel rincón olvidado de la ciudad, era un
bien escaso. El barrio olía a pobreza. Era un olor salubre que se mezclaba con
el que desprendían los cuerpos y las ropas en los que se había adherido el humo
de la leña con la que se cocinaba en las barracas.
En los veranos de los años cincuenta los niños de Poblenou
veían en el Camp de la Bota únicamente una playa donde jugar. No había
estigmas, no había prejuicios. Llevaban bañadores oscuros de tirantes y algunos
privilegiados habían convertido la cámara del neumático de un camión en un
inmenso flotador. Había que verlos balancearse cargados con aquel redondel de
goma negra que abultaba más que ellos. Esos niños recuerdan aún hoy sus juegos
en el Camp de la Bota, las fotos familiares, pero no recuerdan en cambio si se
bañaban o no en el mar. La costa de Barcelona, ocupada por barracas, fábricas,
escombros y cloacas no era el mejor lugar para darse un chapuzón. Lo más
frecuente es que se pegaran al cuerpo tiras de alquitrán de dudosa procedencia.
Un barrio bajo control
El aislamiento del barrio no sólo era simbólico. Era un
aislamiento físico, pues sólo se podía acceder por un único punto después de
cruzar un paso a nivel con barrera. Aquella barrera provista de franjas rojas y
blancas era lo más parecido a una frontera. En los últimos años de existencia
del barrio los gitanos se hicieron dueños de ese territorio. Bastaba cruzar la
vía del ferrocarril y sentirse observado. Y no era una sensación, era una
realidad, pues tras los cristales de una especie de colmado-bar situado a la
derecha de la barrera, se apostaba un hombre obeso provisto de unos prismáticos
con los que seguía los movimientos del visitante. Al cabo de un rato algunos
chavales preguntaban, como por casualidad, a quién buscabas. Y sólo cuando
pronunciabas el nombre de una de las familias del barrio dejaban de interesarse
en el forastero.
Al jefe de todo aquello le llamaban “tío”. Era el jefe del
clan, una especie de cacique que se ocupaba de resolver conflictos, echar una
mano cuando alguien lo necesitaba, pactar con las autoridades en el momento en
que la situación lo exigía y controlar –a cambio de dinero- el asentamiento de
nuevos barraquistas, una práctica completamente irregular.
En esas condiciones, trampeando la legalidad, se desarrolló
la vida del Camp de la Bota hasta que la fiebre olímpica precipitó los
acontecimientos. En 1989 el Ayuntamiento pagaba hasta cuatro millones de
pesetas (24.000 euros) por cada chabola. Firmaban el acuerdo e inmediatamente
aparecía una excavadora que en cuestión de minutos derribaba la barraca. En ese
momento casi todos los ocupantes eran gitanos. Muchos de ellos se trasladaron a
otros núcleos de barracas de la periferia y otros acabaron en La Mina, un
barrio que es el paradigma de que el barraquismo no es necesariamente
horizontal. En la práctica, pues, el barraquismo no desapareció, si acaso,
cambió de ubicación.
A partir del domingo, una leyenda en una placa que estará
situada junto al edificio Fòrum recordará que hace medio siglo alli vivieron,
en condiciones precarias, hasta 4.000 personas, “gente trabajadora”. Recordará
que, a pesar de todo, miles de personas hicieron de esas barracas un hogar.
Fuente: www.eldiario.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario