Soy madre y soy maestra; poseo los dos títulos más
nobles que puede ostentar una mujer. En mis entrañas se formaron vidas con
sangre de mi sangre; en mi escuela plasmo porvenir en almas infantiles; forjo
vidas de carne y de espíritu, madre dos veces. Basta esto para comprender por
qué soy republicana. Ser madre significa tener hijos que no deben ser juguete
de ningún rey que los zarandee a placer y los mueva como figuras insensibles
de plomo; ser maestra es querer la libertad, la igualdad, es estar
identificada con el pueblo, vilmente calumniado por los pulpos aristocráticos
que tendían sus tentáculos absorbiendo sangre roja y trabajo generoso; por
esas aves rapaces que acaso sea cierto el color azul de su sangre como lo es
negra la de los calamares, que la utilizan como medio defensivo. Soy
cristiana, y por serlo no quiero esclavos oprimidos. Soy española y como tal,
deseo para mi patria el orden y la paz interior que estúpidos esbirros de un
rey nefasto conculcaron.
Quiero que desaparezca de mi patria el epíteto
infamante de feudo borbónico y que brille sobre ella con la luz cegadora del
buen soldado español, la antorcha sagrada de la libertad. Quiero que no haya
madres que pierdan a sus hijos en estúpidas campañas guerreras. Quiero libres
los espíritus sin anillos de hierro que los opriman. Todo esto quiero y todo
esto nos dará la naciente República española, que viene a la vida dando al
mundo entero el más alto ejemplo de civilidad y de hidalguía; y este
espectáculo grandioso, asombro de propios y de extraños, lo da el pueblo, ese
pueblo formado por parias humildes, el pueblo que salió de las escuelas
públicas, y yo me permito achacar a todos mis colegas la mayor parte del
éxito de este insólito caso. Los maestros españoles, empobrecidos y
vilipendiados por aquellos mismos que no eran dignos de desatar la correa del
zapato del más humilde de ellos, han formado los hombres de hoy, estos
hombres revolucionarios sin afán de sangre ni de crueles represalias, hombres
hidalgos y caballerosos, clementes con el caído y enérgicos con el fuerte,
metiéndose de lleno en la ley dada por sus opresores para derrocar un régimen
podrido y que llevaba a esta España tan querida en busca de la ruina más dolorosa.
Los que dictaron la sentencia condenatoria de los
dos excelsos capitanes descendientes de Torrijos y Riego, no eran del pueblo,
no fueron alumnos de ninguna escuela pública española, acaso procedieran de
esos colegios aristocráticos donde el honor consiste en atesorar riquezas y
dominar esclavos, donde las doctrinas de Cristo se acomodan a la conveniencia
personalísima, donde se ora mientras se piensa en una operación financiera
que acaso deje sin trabajo a millares de hombres. No; los dictadores del
injusto fallo no eran del pueblo; los humildes no saben ni quieren ser
criminales.
Cuando aún sobre España se cernía el ave siniestra
de una monarquía indeseable, con todas las lacras y sin ninguno de los bienes
concernientes a ella, se me amenazó con llevarme a la cárcel, sin darse
cuenta de que el hecho de estar en la cárcel llegó a ser un galardón español,
y se me dijo tal amenaza empleando las frases más groseras y más impropias de
quien por razón de su carrera, dignísima en otros, debiera de tener más
respeto de la ley o por lo menos un poco de galantería con quien no había
cometido otro delito que ser republicana. Un hombre –mejor dicho, dos pero a
uno no le nombro pues su estulticia y supina ignorancia le disculpan en
parte– un hombre, repito, de cuyo nombre no quiero acordarme haciendo uso de
una autoridad ilegal puesto que no era otorgada por el pueblo, me conminó a
que deponiendo mi actitud política callase y no hiciese propaganda alguna a
favor de la República; cuando le contesté que ser republicana no era delito y
que yo tenía superiores que juzgasen mi conducta que no estaba a merced de
ningún esbirro de ninguna dictadura más o menos disimulada, el energúmeno
aquel, furioso como un basilisco, se revolvía tras de su mesa, de aquella
mesa, tras de la que creía ostentar un cargo de importancia, cuando no era
más que un simple lacayuelo de un régimen podrido; hablome de que en sus
dominios no consentiría propaganda republicana, de que yo vivía del régimen
de entonces y de que no se qué tonterías más. Yo no vivía entonces del
régimen como no vivo hoy; vivo de mi trabajo, más o menos fructífero, pero
trabajo al fin; se me retribuye con dinero nacional, no monárquico ni
republicano; a mi escuela van los hijos de los españoles sin distinción de
matices políticos y dentro de la escuela todos lo niños son iguales para el
maestro. Pero fuera, en su calidad de ciudadano el maestro está libre como el
más encumbrado abogado, y mucho más que esos abogadetes de pueblo que sólo
conocen de la ley la trampa.
Pero al fin triunfamos; hoy mandamos nosotros, los
humildes, los parias, la chusma vil y encanallada de otros tiempos, pero que
acaba de dar un rotundo mentís a todos esos farsantes que decían y propalaban
la falta de educación cívica del magnánimo pueblo español. Desde las alturas
inaccesibles de nuestro poder, vemos como pigmeos a esos tipos cretinos y mal
olientes que usufructuaban un poder ilegal. Para ellos y sobre todo para ese
vil criado de la monarquía arrojada que quería coartar mi libertad de
pensamiento, guardo el más despreciativo perdón, pero no el olvido.
Yo ahora, libre y española, orgullosa de mi patria
querida, perdono y ruego que esos no se opongan al paso triunfal de la
República que nos dignifica, y sin vivas estentóreos, pero con el alma entera,
grito: paso libre a la libertad y a la justicia. Era, soy y seré republicana.
Fuente: http://www.venerandamanzano.com/
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Nuevos Republicanos 1905 Club de Opinión Política
sábado, 23 de agosto de 2014
POR QUÉ SOY REPUBLICANA
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