Publicado por María Torres en 8/18/2014 01:51:00 p. m.
¡Cómo
atreverse a destacar un nombre de esta inmensa selva de nuestros muertos! Tanto
los humildes cultivadores de Andalucía, asesinados por sus enemigos
inmemoriales, como los mineros muertos en Asturias, y los carpinteros, los
albañiles, los asalariados de la ciudad y el campo, como cada una de miles de
mujeres asesinadas y niños destrozados, cada una de estas sombras ardientes
tiene derecho a aparecer ante vosotros como testigo del gran país desventurado,
y tiene sitio, lo creo, en vuestros corazones, si estáis limpios de injusticia
y de maldad. Todas estas sombras terribles tienen nombre en el recuerdo,
nombres de fuego y lealtad, nombres puros, corrientes, antiguos y nobles como
el nombre de la sal y del agua. Como la sal y el agua se han perdido otra vez
en la tierra, en el nombre infinito de la tierra. Porque los sacrificios, los
dolores, la pureza y la fuerza del pueblo de España se sitúan en esta lucha
purificadora más que en ninguna otra lucha con un panorama de llanuras y trigos
y piedras, en medio del invierno con un fondo de áspero planeta disputado por
la nieve y la sangre.
¿Sí,
cómo atreverse a escoger un nombre, uno sólo,entre tantos silenciosos?
Pero es que el nombre que voy a pronunciar entre vosotros tiene detrás de
sus sílabas oscuras una tal riqueza mortal, es tan pesado y tan atravesado
de significaciones que al pronunciarlo se pronuncian los nombres de todos
los que cayeron defendiendo la materia misma de sus cantos, porque era él
el defensor sonoro del corazón de España.
¡Federico
García Lorca! Era popular como una guitarra, alegre, melancólico, profundo
y claro como un niño, como el pueblo. Si se hubiera buscado difícilmente,
paso a paso por todos los rincones a quien sacrificar, como se sacrifica
un símbolo, no se hubiera hallado lo popular español, en velocidad y
profundidad, en nadie ni en nada como en este ser escogido. Lo han
escogido bien quienes al fusilarlo han querido disparar al corazón de su
raza. Han escogido para doblegar y martirizar a España agotarla en su
perfume más rápido, quebrarla en su respiración más vehemente, cortar su
risa más indestructible. Las dos Españas más inconciliables se han
experimentado ante esta muerte: la España verde y negra de la espantosa
pezuña diabólica, la España subterránea y maldita, la España crucificadora
y venenosa de los grandes crímenes dinásticos y eclesiásticos, y frente a
ella la España radiante del orgullo vital y del espíritu, la España
meteórica de la intuición, de la continuación y del descubrimiento, la
España de Federico García Lorca.
Estará
muerto él, ofrecido como una azucena, como una guitarra salvaje, bajo la tierra
que sus asesinos echaron con los pies encima de sus heridas, pero su raza
se defiende como sus cantos, de pie y cantando, mientras le salen del alma
torbellinos de sangre, y así estarán para siempre en la memoria de los
hombres.
No
sé cómo precisar su recuerdo. La violenta luz de la vida iluminó sólo un
momento su rostro ahora herido y apagado. Pero en ese largo minuto de su
vida su figura resplandeció de luz solar. Así como desde el tiempo de
Góngora y de Lope no había vuelto a aparecer en España tanto creador,
tanta movilidad de forma y lenguaje, desde ese tiempo en que los españoles
del pueblo besaban el hábito de Lope de Vega no se ha conocido en lengua
española una devoción popular tan inmensa dirigida a un poeta. Todo lo que
tocaba, aún en las escalas de esteticismo misterioso, al cual como
gran poeta letrado no podía renunciar sin traicionarse, todo lo que tocaba
se llenaba de profundas esencias, de sonidos que llegaban hasta el fondo
de las multitudes.
Cuando
he mencionado la palabra esteticismo, no equivoquemos: García Lorca era el
antiesteta, en este sentido de llenar su poesía y su teatro de dramas
humanos y tempestades del corazón, pero no por eso renuncia a los secretos
originales del misterio poético. El pueblo, con maravillosa intuición, se
apodera de su poesía, que ya se canta y se cantaba como anónima en las
aldeas de Andalucía, pero él no adulaba en sí mismo esta tendencia para
beneficiarse, lejos de eso: buscaba con avidez dentro y fuera de sí.
Su
antiestetismo es tal vez el origen de su enorme popularidad en América. De
esta generación brillante de poetas como Alberti, Aleixandre,
Altolaguirre, Cernuda, etc., fué tal vez el único sobre el cual la
sombra de Góngora no ejerció el dominio de hielo que el año 1927
esterilizó estéticamente la gran poesía joven de España. América, separada
por siglos de océano de los padres clásicos del idioma, reconoció como
grande a este joven poeta atraído irresistiblemente hacia el pueblo y la
sangre. He visto en Buenos Aires, hace tres años, el apogeo más grande que
un poeta de nuestra raza haya recibido, las grandes multitudes oían con emoción
y llanto sus tragedias de inaudita opulencia verbal. En ella se renovaba
cobrando nuevo fulgor fosfórico el eterno drama español, el amor y la
muerte bailando una danza furiosa, el amor y la muerte enmascarados o
desnudos.
Su
recuerdo, trazar a esta distancia su fotografía, es imposible. Era un
relámpago físico, una energía en continua rapidez, una alegría, un
resplandor, una ternura completamente sobrehumana. Su persona era mágica y
morena, y traía la felicidad.
Por
curiosa e insistente coincidencia los dos grandes poetas jóvenes de mayor
renombre en España, Alberti y García Lorca se han parecido mucho, hasta la
rivalidad. Ambos andaluces dionisíacos, musicales, exhuberantes, secretos
y populares, agotaban al mismo tiempo los orígenes de la poesía española,
el folklore milenario de Andalucía y Castilla, llevando gradualmente su
poética desde la gracia aérea y vegetal de los comienzos del lenguaje
hasta la superación de la gracia y la entrada en la dramática selva de su
raza. Entonces se separan: mientras uno, Alberti, se entrega con
generosidad total a la causa de los oprimidos y sólo vive en razón de su
magnífica fe revolucionaria, el otro vuelve más y más en su literatura
hacia su tierra, hacia Granada, hasta volver por completo, hasta morir en
ella. Entre ellos no existió rivalidad verdadera, fueron buenos y
brillantes hermanos, y así vemos que en el último regreso de Alberti de
Rusia y Méjico, en el gran homenaje que en su honor tuvo lugar en Madrid,
Federico le ofreció, en nombre de todos, aquella reunión con palabras
magníficas. Pocos meses después partió García Lorca a Granada. Y allí, por
extraña fatalidad, le esperaba la muerte, la muerte que reservaban a
Alberti los enemigos del pueblo. Sin olvidar a nuestro gran poeta muerto
recordemos un segundo a nuestro gran camarada vivo, Alberti, que con un
grupo de poetas como Serrano Plaja, Miguel Hernández, Emilio Prados,
Antonio Aparicio, están en este instante en Madrid defendiendo la causa de
su pueblo y su poesía.
Pero
la inquietud social en Federico, tomaba otras formas más cercanas a su
alma de trovador morisco. En su troupe La Barraca recorría los caminos de
España representando el viejo y grande teatro olvidado: Lope de Rueda, Lope de
Vega, Cervantes. Los antiguos romances dramatizados eran devueltos por él
al puro seno de donde salieron. Los más remotos rincones de Castilla
conocieron sus representaciones. Por él los andaluces, los asturianos, los
extremeños volvieron a comunicarse con sus geniales poetas apenas recién
dormidos en sus corazones, ya que el espectáculo los llenaba de asombro
sin sorpresa. Ni los trajes antiguos, ni el lenguaje arcaico chocaba a
esos campesinos que muchas veces no habían visto un automóvil ni escuchado
un gramófono. Por en medio de la tremenda, fantástica pobreza del
campesino español que aún yo, yo he visto vivir en cavernas y alimentarse
de hierbas y reptiles, pasaba este torbellino mágico de poesía llevando
entre los sueños de los viejos poetas los granos de pólvora e
insatisfacción de la cultura.
Él
vió siempre en aquellas comarcas agonizantes la miseria increíble en que
los privilegiados mantenían a su pueblo, sufrió con los campesinos el
invierno en las praderas y en las colinas secas, y la tragedia hizo
temblar con muchos dolores su corazón del sur.
Me
acuerdo ahora de uno de sus recuerdos. Hace algunos meses salió de nuevo
por los pueblos. Se iba a representar“ Peribáñez”, de Lope de Vega, y
Federico salió a recorrer los rincones de Extremadura para encontrar en
ella los trajes, los auténticos trajes del siglo XVII que las viejas
familias campesinas guardan todavía en sus arcas. Volvió con un cargamento
prodigioso de telas azules y doradas, zapatos y collares, ropaje que por
primera vez veía la luz desde siglos. Su simpatía irresistible lo obtenía
todo.
Una
noche en una aldea de Extremadura, sin poder dormirse, se levantó al
aparecer el alba. Estaba todavía lleno de niebla el duro
paisaje extremeño. Federico se sentó a mirar crecer el sol junto a
algunas estatuas derribadas. Eran figuras de mármol del siglo XVIII y el
lugar era la entrada de un señorío feudal, enteramente abandonado, como tantas
posesiones de los grandes señores españoles. Miraba Federico los torsos
destrozados, encendidos en blancura por el sol naciente, cuando un
corderito extraviado de su rebaño comenzó a pastar junto a él. De pronto
cruzaron el camino cinco o siete cerdos negros que se tiraron sobre el
cordero y en unos minutos, ante su espanto y su sorpresa lo despedazaron y
devoraron. Federico, presa de miedo indecible, inmovilizado de horror,
miraba los cerdos negros matar y devorar al cordero entre las estatuas
caídas, en aquel amanecer solitario.
Cuando
me lo contó al regresar a Madrid su voz temblaba todavía porque la
tragedia de la muerte obsesionaba hasta el delirio su sensibilidad de
niño. Ahora su muerte, su terrible muerte que nada nos hará olvidar, me
trae el recuerdo de aquel amanecer sangriento. Tal vez a aquel gran poeta,
dulce y profético, la vida le ofreció por adelantado, y en símbolo
terrible, la visión de su propia muerte.
He
querido traer ante vosotros el recuerdo de nuestro gran camarada
desaparecido. Muchos quizá esperaban de mí tranquilas palabras poéticas
distanciadas de la tierra y la guerra. La palabra misma España trae a
mucha gente una inmensa angustia mezclada con una grave esperanza. Yo no
he querido aumentar estas angustias ni turbar nuestras esperanzas, pero recién
salido de España, yo, latino-americano, español de raza y de lenguaje, no
habría podido hablar sino de sus desgracias. No soy político ni he tomado
nunca parte en la contienda política, y mis palabras, que muchos habrían
deseado neutrales, han estado teñidas de pasión. Comprendedme y comprended
que nosotros, los poetas de América Española y los poetas de España, no
olvidaremos ni perdonaremos nunca, el asesinato de quien consideramos el
más grande entre nosotros, el ángel de este momento de nuestra lengua.
Y perdonadme que de todos los dolores de España os recuerde sólo la
vida y la muerte de un poeta. Es que nosotros no podremos nunca
olvidar este crimen, ni perdonarlo. No lo olvidaremos ni lo
perdonaremos nunca. Nunca.
Pablo
Neruda
Conferencia
sobre Federico García Lorca en la Maison de
la Culture de París, dentro de las Jornadas de solidaridad con
la República Española, en las que se rinde homenaje al poeta asesinado. (21 de
enero de 1937)
Recogida
en el tomo II de las Obras Completas de Neruda
(B. Aires, Edit. Losada, tercera
edición, 1967, pp.1043-1049).
Fuente: http://buscameenelciclodelavida.blogspot.com.es/
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