23 de Agosto de
2014
Por
Lola Campos.
En
los primeros años del siglo XX llegaba a Huesca, procedente de Cataluña, un
nuevo profesor, Joaquín Monrás Casanovas, que se establecía con su esposa,
María Casas y sus tres hijos. Estaban criando a María Pilar, Conchita y
Joaquín, que crecían en medio de comodidades aunque en una España inquietante.
La
hija intermedia se casaría años después con Ramón Acín, un artista anarquista
con el que vivió momentos apasionantes durante trece años. Ambos fueron
fusilados en 1936, dejando un legado artístico importante y una leyenda que
sigue en pie.
Huesca
fue el principal escenario de las dichas y sinsabores de Concepción Monrás
Casas, nacida en Barcelona un 8 de diciembre de 1898. Los primeros pasos de
Conchita por Cataluña han sido borrados por el paso del tiempo. Queda su huella
en una Huesca de apenas quince mil habitantes, conservadora y desigual, que
contemplaba con respeto las evoluciones de una familia acomodada cuyas hijas
estudiaban en el colegio de Santa Rosa y el hijo en el Instituto. La madre
moriría pocos años después, de modo que los niños vivieron con la abuela y el
padre, quien contrajo años después nuevo matrimonio.
La
primera hija acabaría cursando Farmacia en Barcelona y el único hijo montó, al
concluir los estudios, negocios de exportación de vinos y casó con una hermana
de Ramón J. Sender. Conchita era entonces, y lo serí a después, algo diferente.
Una
mujer enérgica e independiente, un espíritu libre que se adelantaba a su
tiempo. Pero, al fin y al cabo, una buena hija que acabó sus estudios y sacó la
carrera de piano. Si Conchita Monrás hubiera sido una mujer al uso habría
matrimoniado con un hombre corriente que le reportara una vida cómoda y sin
sobresaltos. Pero no era el caso.
Conchita
y Ramón Acín, que trabajaba como profesor de Dibujo en las Escuelas Normales,
contrajeron matrimonio el 6 de enero de 1923 en la iglesia de Santo Domingo.
Dejaba él una vida de ajetreo entre Huesca y Madrid, donde había entablado
relación con la intelectualidad progresista, entre quienes se encontraban
García Lorca, Luis Buñuel y otros miembros de la Residencia de Estudiantes. La
joven pareja se llevaba diez años de diferencia pero entre ellos había
compañerismo, complicidad y un común concepto de la vida.
Habían
tenido un noviazgo apasionado en el que Ramón Acín puso a prueba sus dotes de
escritor, otra habilidad que le reportó tantos éxitos como problemas. Conchita
era una mujer esbelta, de porte fino, una morena resultona a quien su novio,
citando a Maupassant, escribió que sería esfinge de belleza, estrella del
amanecer, vaso espiritual, puerta del cielo o rosa mística. Y algunas cosas más
que resultarán certeras, “serás siempre el consuelo de mi aflicción y la causa
de mi alegría”. Esto quedaba escrito antes de la boda ya que después vendría la
vida cotidiana. Que resultó poco cotidiana.
El
joven matrimonio se instaló en la casa del marido, en un piso del antiguo
palacete de los Ena, situado en la calle de las Cortes, subiendo a la catedral.
Vivían de alquiler compartiendo vecindad con otros miembros de la familia.
Fueron trece años de vida frenética, de esperanzas y riesgos. En ese mismo año
nacería Katia, la primera hija de Ramón y Conchita. Dos años después vendría al
mundo Sol, la segunda y última descendiente de la pareja. Formaban una familia
feliz, preocupada porque el nivel del que ellos disfrutaban no alcanzara al
resto de la poblacion.
En
aquella casa de amplias escaleras, con suelos de ladrillo rojizo y fogones de
carbón en la cocina, se respiraba anarquismo. Un espíritu de libertad que no
impedía ser social con los vecinos, cordial con los adversarios, combativos con
el pensamiento y firmes en la acción. Las niñas no iban a colegios de la ciudad
porque tenían profesores en casa. Era una libertad vigilada, de modo que no
leían un libro o no veían una película que antes no hubieran sido supervisados.
Los padres odiaban la violencia y no deseaban que las niñas se recrearan en
ella. Conchita jugaba con sus hijas a dibujar y leer Platero de Juan Ramón
Jiménez o a recorrer el mundo con libros de viajes. Mientras les hacía sus
rubias coletas investigaba sobre sus conocimientos en Geografía.
En
la casa de Concha Monrás las jaulas sólo contenían pajaritas de papel. A fin de
cuentas se creía en un mundo sin ataduras ni crueldades. Ramón Acín llevaba su
ideario anarquista a las cosas más domésticas y su mujer, lejos de disuadirle,
le acompañaba entusiasmada en esta lucha a favor de un mundo más justo. La
sensatez de ella impedía que, pese a la generosidad de él con todo y con todos,
la familia se quedara sin sustento. Concha vivía bien, tenía la ayuda de alguna
criada pero debía poner prudencia al idealismo del marido.
Ya
en la década de los años treinta el matrimonio tuvo que enfrentarse a un montón
de acontecimientos en los que se vio envuelta toda la sociedad española. Concha
seguía siendo el sustento de la casa, ayudaba a planificar los veraneos en el
Pirineo, un año en Saqués, otro en Aínsa o el siguiente en Cataluña. Las niñas
continuaban sus estudios en casa o sus juegos en el hortal próximo, donde se
reunían con toda la chiquillería del barrio. Katia y Sol eran dos chicas
felices, perfectamente ataviadas y su madre una mujer dispuesta a vivir con el
reloj adelantado. Así se apuntaba a jugar al tenis en las improvisadas pistas
del Velódromo cuando pocas mujeres se atrevían a ello. O acompañaba al marido
en sus viajes a Barcelona o Madrid.
Conchita
Monrás y su marido eran, por lo tanto, un matrimonio poco convencional. A Ramón
le consentían en casa que prolongara sus jornadas laborales con las
obligaciones políticas. Se reconocía la labor que el artista hacía con los
obreros de la ciudad, a los que daba clases gratuitas de dibujo en el Círculo
Oscense. Otros no entendían sus meriendas de fin de semana con los trabajadores
en un intento de cambiar el mundo desde abajo. Concha no era una mujer temerosa
y por lo tanto entendía que su marido escribiera artículos incendiarios en los
periódicos o que fuera como delegado de la CNT a congresos y mítines. Los
sueños requieren sacrificios.
La
familia Acín-Monrás digería todo con naturalidad. El padre le había prometido
un día a Buñuel que si le tocaba el gordo de la lotería le produciría la
película Tierra sin pan. Cuando en 1931 la suerte le sonrió con un
premio de buen nivel todos entendieron que Ramón cumpliera su palabra, de modo
que Conchita y sus hijas también disfrutaron de los preparativos del rodaje en
Madrid antes de partir a Las Hurdes, o del coche descapotable amarillo que se
compró para la película.
Conchita,
en este mundo en creciente agitación, era el complemento de su marido. Donde no
llegaba él llegaba ella, o al revés. Por las noches, en un rito que recuerda a
la perfección Katia, la única superviviente de esta especial familia, la madre
interpretaba obras musicales al piano hasta que las niñas caían rendidas a los
sones de Mozart o Chopin. El aire cultural que respiraba la casa iba de lo
clásico a lo moderno, dando paso, por ejemplo, a la radio. Aquel aparato con
lámparas refulgentes deslumbró no sólo a la familia sino al vecindario, de
forma que los niños del barrio se agrupaban en las escaleras para escuchar las
voces que salían de esa caja mágica. En la casa las tertulias eran algo
familiar para Conchita, como lo eran las piezas antiguas que su marido llevaba
para crear un Museo de Antropología y a las que ella quitaba chinches y mugre.
Entre tanto cultivaba el esperanto.
La
militancia anarcosindicalista de Ramón Acín marcó, lógicamente, la rutina de la
familia, sometida a tantos vaivenes como la vida política española. Cuando el
artista daba con sus huesos en la cárcel a causa de algún artículo periodístico
o reunión prohibida, Conchita procuraba que todo siguiera igual a la espera de
su regreso.
Concha
sufría por los avatares políticos del marido pero disfrutaba de estar casada
con un buen escritor, con un magnífico ilustrador y con un escultor en auge.
Sus exposiciones fuera de Huesca y su actividad social alimentaban esa
satisfacción nunca completa ya que el futuro se adivinaba incierto. Así
pudieron comprobarlo todos en 1930, el día que Fermín Galán, gran amigo de la
familia, fracasó en su sublevación junto a García Hernández. Nadie se equivocó
al temer entonces lo peor.
Ramón
tuvo que huir hacia Francia dejando aquí a su familia. Y Conchita se quedó en
Huesca esperando acontecimientos, procurando que las niñas no se angustiaran.
Muchas
tardes cogía a una hija de cada mano y marchaba a las Mártires a poner flores
sobre la tierra donde Galán había sido fusilado. Era su último tributo a este
amigo, nada afortunado en amores, que envidiaba a su marido por tener una
compañera como ella.
La
llegada de la II República supuso otro inmenso alivio para Concha e hijas que a
punto estuvieron de marchar a vivir a París, donde Ramón compartía vivencias
con lo más granado del exilio español. Fue incluso uno de los momentos más
gratificantes para todos. El mismo 14 de abril ella y las niñas tuvieron que
salir al balcón de casa a saludar a los manifestantes que se arremolinaban en
la calle gritando a favor del marido y padre ausente antes de tomar la
Alcaldía. Ramón Acín era entonces un héroe. Al día siguiente Concha, Katia y
Sol se reencontraron con él en la plaza mayor de Ayerbe, donde fue recibido por
una multitud enfervorizada.
Los
años siguientes no fueron cómodos para nadie y menos para Conchita y los suyos.
Ramón viajó continuamente a Madrid, unas veces solo y otras acompañado por la
familia, hospedándose siempre en el hotel Dardé. Las represiones del Gobierno
republicano alcanzaron al esposo de Conchita, que de nuevo tuvo que disimular
ante las hijas por las ausencias del padre. Ramón Acín entraba y salía de la
cárcel, agitaba a las masas en el Olimpia, escribía artículos defendiendo un
mundo más limpio y sin violencia y trabajaba en su taller.
Aquel
verano de 1936 Conchita y familia permanecían en la casa de Huesca. El día 17
de julio a Ramón un conocido le dijo que algo raro se estaba preparando. En su
casa nadie se alarmó lo suficiente pero tomaron precauciones, no salían y vigilaban
los movimientos de los falangistas oscenses, que se habían presentado en varias
ocasiones a buscarlo. El día 6 de agosto, a las cinco de la tarde, un grupo de
ellos volvió a la casa con intenciones más ejecutivas. A sus once años de edad
algo intuyó Sol, que los vio llegar desde una ventana. Y algo más profundo
sintió Concha cuando empezó a ser presionada por los fascistas, que la
golpearon hasta obligar a su marido a abandonar el escondite.
El
matrimonio fue llevado a la cárcel. Por la noche Ramón sería fusilado en las
tapias del cementerio, siendo una de las ciento treinta personas que cayeron
ese día. Conchita estuvo presa hasta el día 23 de agosto, en una celda sin luz
y sin colchón, acusada de haber insultado a la autoridad. Ese día fueron fusiladas
ciento treinta y ocho personas, entre ellas la esposa de Ramón Acín y madre de
Katia y Sol. Dejó un recado a una compañera de cárcel: Dales besos a mis hijas,
si es que llegas a salir.
Muchos
años después este encargo pudo ser transmitido a las hijas de Conchita, que
tras aquella tragedia fueron obligadas a llamarse Ana María y María Sol. Pero
ellas siempre han sido Katia y Sol y siempre han guardado la memoria fresca del
ideario paterno y los restos con los que se encontraron tras el saqueo oficial.
Un mural dedicado a Galán y García Hernández fue arrojado al Isuela y buena
parte de las antigüedades coleccionadas por Ramón Acín y conservadas por Concha
Monrás fueron robadas por los falangistas. La casa fue desmantelada y las niñas
pasaron a vivir con unos tíos, junto a unas primas.
Vestidas
de luto riguroso, incluidas las enaguas, a las hijas de Conchita el destino les
obligó a pasar de una familia de izquierdas a una familia de derechas, les hizo
ir a colegios e incorporarse a una sociedad diferente a la soñada. Del blanco
al negro. Pero apoyadas por sus familiares salieron adelante. Conservaron buena
parte de la obra artística del padre y algunos recuerdos de la madre. Eso sí,
mantuvieron el espíritu de sus progenitores, el sentimiento de ser diferentes,
y subsistieron con ese fondo de tristeza que invade a cuantos les ha sido
pisoteada la vida. Katia, la hija superviviente de Conchita, lo recuerda
todavía hoy en voz baja, esperando que un día la obra de su padre tenga un
cobijo digno. Sería el final feliz a una historia desgraciada.
Aragonesas
en la historia
Concha
Monrás Casas
Barcelona,
1898 - Huesca, 1936
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