29 de octubre de 2013
Desde hace tiempo la agenda
política de la izquierda incluye la puesta en marcha de un proceso
constituyente. Es la reacción lógica de quienes constatamos la
quiebra del Régimen de la Transición y reivindicamos la necesidad de
transformar la sociedad. El discurso constituyente se topa con dos muros.
Uno de oposición política
por parte de quienes se han mantenido bien colocados en la lógica de la
Transición, que se aferran a su mantenimiento con correcciones inevitables o
que ahora pretenden que su quiebra se circunscribe al modelo territorial.
Contemplan, con cierta razón, la propuesta constituyente como aquel harakiri de
las cortes franquistas pero sin red sobre la que dejarse caer.
El otro muro es el de la
incomprensión de la propuesta por parte de compañeros de la izquierda, de cuyas
objeciones se deduce que piensan en un proceso constituyente como un proceso
meramente jurídico que sustituye una ley (la Constitución monárquica de 1978)
por otra. Y ya. Ello, evidentemente, no genera un entusiasmo conmovedor. Así
entendido un Proceso Constituyente sería como un proceso legislativo pero a lo
grande. Ello no entusiasma, no mueve las vísceras, es un proceso complejo, y en
caso de acatar el cerrojo previsto en la Constitución del 78 exige mayorías muy
cualificadas y procesos parlamentarios largos con al menos dos legislaturas: la
que convoca cortes constituyentes y la propiamente constituyente.
Las críticas desde esa
interpretación son razonables y coherentes: la gente no entiende por qué hay
que hacer un proceso constituyente, lo que hay que hacer es combatir la crisis
con propuestas económicas… Poco antes del verano escuché a un cargo político extremeño
sintetizar las críticas de quienes se resisten al protagonismo político de la
apuesta por el proceso constituyente: “Y eso del proceso constituyente, ¿cuándo
empieza? Tendréis que ganar las elecciones antes ¿no?”
Frente a la interpretación
meramente legalista, un proceso constituyente es un proceso fundamentalmente
político: “como advertía Manuel Azaña, la constitución no es un mero texto de
Derecho público. Es, además, la plasmación en negro sobre blanco de la
correlación de fuerzas políticas en una sociedad” explica Rafael Escudero Alday
en el libroModelos de democracia en España (1931-1978) (Península).
Todas las debilidades
democráticas y sociales del régimen de 1978 son hijas de la correlación de
fuerzas de aquellos años, del poder del franquismo político, sociológico,
económico y militar frente a un pueblo roto por 40 años de dictadura que
arrancó mediante luchas históricas logros que hoy se antojan claramente
insuficientes en muchos casos y realmente perdidos durante estos 35 otros años.
Un nuevo proceso constituyente supone trabajar por sustituir el régimen del 78
en demolición por uno que responda a una correlación de fuerzas que necesitamos
favorable. Es sustituir un cierto republicanismo retórico y estético por una
apuesta real y concreta por una III República con profundas raíces democráticas
y sociales recogidas, como es obvio, en su Constitución.
Así pues el proceso
constituyente comienza cuando dejamos de lloriquear porque la correlación de
fuerzas nos es desfavorable y empezamos a articular un nuevo poder
constituyente, que es la condición sine qua non para un Proceso Constituyente.
Y eso lleva sucediendo con sus altibajos y sus vaivenes primero desde la
aparición del 15M (con sus cientos de asambleas populares, grupos de trabajo, etcétera)
hasta la creación de las diversas mareas, colectivos que reflexionan y actúan,
los espacios para la convergencia política en una alternativa rupturista, etc.
Todo ello son ámbitos de profunda repolitización y embriones de un nuevo
espacio político que rompe con los acartonados límites de la participación que
definía la Constitución de 1978, que otorga sólo a los partidos un papel
“fundamental para la participación política”.
¿Cuándo empieza el proceso
constituyente? Ya, hace tiempo. Empieza en el momento en que mandamos al garete
“la vieja
costumbre de pisar el freno y decir que no hay circunstancias” (en
precisas palabras de Felipe Alcaraz). Sin la creación de ese poder constituyente
nunca habrá un nuevo país constituido. Ese “primero hay que ganar las
elecciones” no sólo evidencia que no se está por una construcción de poder
popular tan necesario para contrarrestar el poder político que ostenta el poder
financiero. Es también desconocer la imperiosa necesidad de que, en caso de que
las fuerzas rupturistas ganaran unas elecciones, hubiera detrás un soporte
popular que no fuera sólo electoral. La Historia (la Historia de España, el
presente en América Latina…) evidencia que el día siguiente de la investidura
de un gobierno dispuesto a hacer políticas de izquierdas empiezan las
conspiraciones de los poderes reales para su destitución por lo civil o lo
militar: sin un apoyo popular fuerte, constituido y organizado previamente no
hay gobierno rupturista que se mantenga en pie dos asaltos. En realidad la
apelación a que primero hay que ganar las elecciones es pura retórica. Nadie
(salvo el gobierno) respondería a las protestas contra una reforma laboral o
una reforma educativa diciendo que primero hay que ganar las elecciones, que
esas reformas sólo se cambian desde el BOE: todos sabemos que la movilización
es fundamental para detenerlas, para amortiguar daños y para que sea posible
llevar al BOE una alternativa. Remitirnos a unas elecciones sólo esconde la
voluntad de echar el freno salvo que la ruptura política sea un eje
protagonista de la movilización y la campaña electoral que lleven a las
elecciones.
La principal disyuntiva
política (y por tanto la alternativa económica realizable) hoy se plantea entre
constituyentes yconservadores: entre quienes apuesten por un proceso
constituyente de raíz popular para un nuevo régimen político republicano y
quienes sostienen que el marco del 78 sigue vigente y piensan que tal vigencia
es una buena noticia.
Si hay un nuevo proceso
constituyente empezó hace tiempo aunque con importantes altibajos. Existen las
condiciones objetivas (la profunda crisis económica e institucional) y hay un
germen de poder popular que tenemos que mimar y regar para que se configure en
un poder constituyente que cambie el país. Tal cambio culminará, si tenemos
éxito, en una nueva Constitución republicana que garantice los derechos humanos
políticos y sociales; si fracasamos también habrá un proceso constituyente pero
en clave reaccionaria, antidemocrática y antisocial: en él estamos. Eso se
demuestra también en las urnas, pero necesariamente tiene que ir acompañado
desde ya de un intenso movimiento popular y político. El desarrollo de ese
proceso constituyente es la aspiración obvia y principal ante el
desmoronamiento del régimen del 78 (que ya no niegan ni sus más entusiastas
propagandistas) de quienes nos queremos definir como izquierda transformadora.
En caso contrario deberemos conformarnos con un oxímoron: ser la izquierda
conservadora.
Hugo Martínez Abarca
Miembro del
Consejo Político Federal de IU y autor del blog Quien mucho
abarca
Fuente: www.cuartopoder.es
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