Padres
de niños transexuales, en lugar de ignorar su identidad sexual como era
habitual en el pasado, ayudan a sus hijos para que sea respetada
Reyes Rincón Sevilla 2 NOV 2013 - 00:01 CET17
Los menores transexuales suelen
sufrir rechazo en el colegio. / GARCÍA-SANTOS
Ángela recuerda con pesar aquellas
navidades, una tras otra, en las que los Reyes Magos cumplían escrupulosamente
con las peticiones de sus dos hermanos, pero desatendían las suyas. Ni el
maletín de la señorita Pepis, ni la muñeca sin pelo, ni la de la melena rubia.
Al lado de sus zapatos apareció un año una espada de romano; otro, un futbolín;
otro, la equipación del Athletic de Bilbao. La hija de M. no ha cumplido cinco
años, pero ya el pasado consiguió por primera vez que los Reyes no le dejaran
coches y camiones como otras veces sino la muñeca, el carro y la cocina que
había puesto en su carta. “Ahí ya le noté el cambio, estaba loca de alegría”,
recuerda su madre, que en los meses previos había convencido a la familia para
que no le regalaran “cosas típicas de niño”.
Entre las frustrantes navidades de
Ángela y las felices de la hija de M. han pasado más de 35 años. Las dos
nacieron con genitales masculinos, pero en circunstancias muy distintas. A
Ángela le llovían los gritos cuando se ponía la ropa de su hermana y la hija de
M. le da las gracias a sus padres cada vez que le compran un vestido o unas
horquillas para el pelo. Ángela tuvo que vestir uniforme masculino hasta los 17
años y la hija de M. es una alumna más de su clase de tercero de Infantil en un
colegio concertado religioso de un pueblo del cinturón metropolitano de
Sevilla. Ángela se fue de casa con 19 años para poder vivir como una mujer y M.
ha hablado con los profesores y los padres del colegio de su hija para pedirles
que la llamaran por su nombre femenino, le dejaran vestir el uniforme de niña y
utilizar el baño de las chicas.
La petición
conjunta de una docena de padres y madres de Andalucía para que los centros
escolares respeten la identidad de género de sus hijos transexuales ha sacado a
la luz la lucha que mantienen decenas de familias para que sus niños puedan
vivir de acuerdo al sexo con el que se identifican. Un apoyo del que no
disfrutan todos los menores que pasan todavía por esta situación y que no tuvo
casi ninguno de los que hoy son transexuales adultos. “Ahora veo a los niños,
cómo les ayudan sus padres, lo felices que son, y me da mucha envidia, pero
también esperanza”, admite Marco Arias, de 34 años. “Nosotros hemos tenido que
hacer casi todos la transición fuera de tiempo y fuera del entorno familiar”.
Una
asociación estatal agrupa a 55 hogares con hijos transexuales
La “transición” es ese momento en el
que los transexuales dejan atrás socialmente el papel masculino o femenino en
el que se han visto obligados a vivir hasta entonces. Marco la hizo con 30
años, no solo por falta de apoyo familiar sino porque ni él mismo sabía que el
rechazo que sentía hacia su cuerpo femenino y la conciencia clara de que era un
hombre tenía un diagnóstico: transexualidad. “Es que yo no conocía qué era eso.
Llevaba toda la vida sintiéndome un hombre, pero no sabía qué me pasaba”, dice.
Hasta 2009 la de Marco fue “una vida
infeliz”. Se crió en un municipio de más de 40.000 habitantes de la provincia
de Cádiz en el que las vecinas le decían a su madre que la niña le había salido
“muy marimacho”. Iba a un colegio católico femenino y pasó por varios
psicólogos, pero no porque la familia pensara que podía tener un problema de
identidad de género sino porque sacaba malas notas y tenía un carácter
“difícil”, un rasgo muy habitual en los menores transexuales antes de hacer la
transición.
Hace cinco años conoció a varios
transexuales en un viaje a Barcelona y, a partir de ahí, fue poniendo en orden
su vida. Su familia se negó a ayudarle y contactó con la Asociación de Transexuales de Andalucía
Silvia Rivera (Ata), donde encontró información, apoyo y referentes. “Fue
mi nacimiento. Si no es por ellos no sé qué hubiera pasado”, admite.
En Ata coinciden hoy adultos con 30,
40 o 50 años que buscan el apoyo que no han encontrado en su familia y padres
de niños que quieren ayudar a sus hijos transexuales pero no saben cómo
hacerlo. “Yo he notado una gran apertura en la sociedad. Cada vez hay más
información y también un amor y una defensa de la libertad y los derechos del
hijo que antes no existían”, cuenta Mar Cambrollé, que en 2007 fundó la
asociación andaluza con un grupo de mujeres transexuales.
Carolina, Yara y Marco viven ahora
de acuerdo a su identidad sexual. / j. rojas
Ella, como muchas de sus compañeras,
tuvo que irse de casa siendo adolescente. “En los años setenta estábamos
condenadas a salir de casa, con lo que eso conlleva de desarraigo familiar,
abandono de los estudios y que, en muchísimos casos, hubiera que recurrir a la
prostitución para sobrevivir”, cuenta. Ata nació pensada para los transexuales
adultos, pero poco a poco fueron aumentando los casos de familias que llamaban
buscando ayuda tras peregrinar por psicólogos, pediatras y unidades de salud
mental. La asociación andaluza acabó creando un área de familia y menores de la
que, hace unos meses, surgió la Asociación Estatal de Familias de Menores
Transexuales (Chrysallis), que hoy reúne a alrededor de 55 familias de toda
España.
“El principal problema aquí es que
no sabes por dónde empezar”, cuenta G., madre de un niño de nueve años nacido
con genitales femeninos. Todavía se le entrecorta la voz cuando recuerda una
conversación que mantuvo con su hijo cuando tenía siete años. “Mamá, yo no sé
si tu y papá me vais a seguir queriendo, pero es que soy un niño, no una niña”,
le confesó el pequeño. “Muy bien, yo ya lo sabía”, respondió G., que para
entonces había asumido que el rechazo que sentía su niña hacia su cuerpo
femenino no era un capricho pasajero. En la misma conversación, el niño le
contó que se había enamorado de una niña llamada Rosario. “Me eché a llorar por
lo fuerte y valiente que había sido”, recuerda G., que a partir de ese día se
propuso acompañar a su hijo para intentar allanarle el camino.
No ha sido fácil. El pequeño, que
vive en un municipio costero de Málaga, acaba de cambiar de colegio después de
“un infierno” de dos años en su anterior centro, en el que tuvo que soportar
“auténticas burradas”, lamenta la madre. “Los profesores se reían y el niño no
tenía amigos. Yo me acercaba de vez en cuando a la hora del recreo y lo veía
temblando, solo, sentado en un escalón”, recuerda G., que ha denunciado ante
los tribunales el trato que recibió su hijo en aquel centro.
En el nuevo colegio el niño ha
empezado una nueva vida en la que solo los profesores saben que es transexual.
La orientadora le ha propuesto explicárselo a los demás niños, pero el pequeño
prefiere esperar. “Lo ha pasado tan mal que aunque ahora es feliz no se siente
seguro”, explica la madre. “Me dice que quiere contarlo, pero cuando todos le
conozcan y le quieran tal como es”.
“Veo
cómo ayudan los padres a los niños y me da envidia”, dice Marco
El miedo a la reacción de los
compañeros del colegio es la razón fundamental que arguye el obispado de Málaga
para negarse a respetar la identidad de género de una niña de seis años que
estudia en un colegio concertado gestionado por una fundación diocesana. Pero
los profesionales que trabajan con menores transexuales y las familias de los
niños aseguran que los pequeños suelen ser los que aceptan la transición de una
manera más natural. “Los niños tienen menos prejuicios que los adultos. Si se
ríen casi siempre es porque lo ven en sus mayores. Hay casos de bullying
transfóbico en los que, cuando escarbas, ves que es por información que
escuchan de los adultos”, señala la psicóloga Maribel García, directora de
Artea, un centro sevillano de psicología y sexología acostumbrado a tratar a
menores transexuales y sus familias.
V. escuchó hace un año una
conversación entre su hijo mayor, de 11 años, y un amigo al que no veía hace
tiempo. “¿Pero tú no tenías dos hermanos?”, le preguntó el amigo al verle con
un hermano y una hermana. “Sí, pero es que al final ella era una niña”,
respondió el chico. “Ah, claro”, contestó el amigo. “Y siguieron con sus
juegos”, recuerda V. Su hija, una niña transexual de nueve años, va a clase
desde hace tres como una alumna más en un colegio público de un municipio del
sur de Madrid. “Hablamos con el colegio y no ha habido problema. Problemas
había antes, cuando la niña tenía que entrar al baño de los chicos y los
compañeros le decían que qué hacía allí, que ella era una niña”, recuerda la
madre.
Cuando se le pregunta a Carolina
Ferrer, de 54 años, qué piensa al ver a estas familias desviviéndose hoy por
sus hijos transexuales, responde con un lamento: “¡Cuánto me hubiera gustado estar
en sus zapatos!”. Carolina tiene 54 años y hace solo dos que reunió fuerzas
para decirle a su madre que es una mujer. A su padre no se lo ha dicho todavía.
“No quiero decírselo. A lo mejor lo entiende, pero es mayor y me da miedo que
no sea muy bueno para su salud”, asume. Carolina nació en Santiago de
Compostela, aunque ha vivido entre Puerto Rico, de donde es natural su padre, y
Sevilla, donde vive su madre.
“Yo sabía que era una mujer, pero lo
ocultaba porque era consciente de los problemas que me iba a traer. No he sido
muy feliz, siempre en una burbuja, aislada, sin amigos”, cuenta. De la capital
andaluza se fue a principios de los ochenta para evitar hacer el servicio
militar, pero volvió en 1999 dispuesta a vivir como mujer. Y, poco a poco, lo ha
logrado. “Mi madre lo va aceptando. Era muy reticente, pero ya lo tiene asumido
al 99%. Me llama ya por mi nombre”, dice con orgullo.
En esa delicada fase de limar
asperezas con la familia sigue sumida Yara Goreira, de 27 años. Se fue de casa
con 15 para poder vivir en femenino y a los 17 decidió dejar también atrás su
país. “En Brasil no tenía referentes. Necesitaba libertad, realizarme lejos de
la gente que me conocía”, cuenta. Hoy ha conseguido vivir como quería, pero le
falta un paso que para los transexuales es fundamental: cambiar el nombre en el
DNI o el pasaporte.
La Ley de Identidad de Género
permite, desde 2007, a este colectivo cambiar el nombre y el sexo en el DNI sin
necesidad de someterse a una operación genital y sin procedimiento judicial,
pero los inmigrantes no nacionalizados tienen que hacerlo en su país. “En
Brasil es muy difícil cambiarlo, como aquí hace años”, explica Yara, que
reivindica que la futura ley de transexualidad andaluza contemple una tarjeta identificativa
con un nombre acorde con la identidad de género mientras dura el proceso de
cambio de la documentación oficial y al margen de su nacionalidad.
La ley de transexualidad del País
Vasco, aprobada en 2012, regula la existencia de un documento similar. Junto
con la de Navarra, en vigor desde 2009, son las únicas aprobadas hasta ahora en
España. El PSOE de Madrid registró este año en la Asamblea un proyecto de ley,
pero no se ha tramitado, y el Gobierno de coalición de PSOE e IU en Andalucía
se comprometió a aprobar la suya en el primer periodo de la legislatura, pero
tampoco lo ha hecho. El objetivo del colectivo transexual es que las futuras
normas no se inspiren en la vasca y la navarra, que regulan sobre todo la
atención sanitaria, sino en la argentina, aprobada en 2012, que se convirtió en
la primera del mundo en no tratar la transexualidad como una patología.
Síntomas claros de una enfermedad es
también lo que, según las familias, buscan muchos psicólogos cuando se
enfrentan por primera vez a un niño transexual. Los menores obligados a vivir
socialmente en un género con el que no se identifican suelen mostrarse
apocados, tristes, rebeldes. “Mi hija rechazaba el colegio, no avanzaba, salió
del segundo año sin saber ni una letra”, cuenta M. Su niña fue a clase como un
niño los dos primeros cursos de infantil y en el centro informaron a los padres
de que tenía “retraso madurativo”. Este curso, el colegio dio el visto bueno
para que acudiera como una alumna y su madre aún no se cree el cambio: “Está
feliz, va por la letra s y lo primero que nos dice por la mañana es que nos
quiere”.
La siguiente batalla: los bloqueadores
La hija de V., nacida con genitales
masculinos, vive desde hace tres años como una niña. Terminada la transición de
género, lo que más preocupa a la familia es que pueda acceder a bloqueadores
hormonales, un tratamiento que frena la pubertad y el desarrollo de los
caracteres sexuales secundarios, como la barba en los hombres o el crecimiento
del pecho en las mujeres. De las nueve unidades de género que hay en España,
solo las de Cataluña y Andalucía emplean los bloqueadores en casos
excepcionales.
V. vive en Madrid, donde, por ahora,
la sanidad pública no financia este tratamiento. “Para mí es muy importante que
no se le ponga voz de chico ni le salga nuez. Sería un sufrimiento enorme”,
explica su madre. Pero su situación no es facil. “Yo no me puedo permitir
pagarlos por lo privado, así que me temo que nos tendremos que embarcar en otra
lucha”, augura.
La administración de bloqueadores a
los preadolescentes es una de las reivindicaciones que los transexuales quieren
que se incluyan en las leyes autonómicas. “Estos tratamientos, que son
reversibles, se ponen a niñas con pubertad precoz. Sin embargo, se niegan a los
transexuales. Por eso denunciamos que existe una discriminación”, explica Mar
Cambrollé, la presidenta de la Asociación de Transexuales de Andalucía. Miguel
Ángel Cueto, secretario general de la Federación Española de Sociedades de
Sexología, admite que existe “controversia” al respecto. “A mí me parece bien,
pero hay aún un debate científico. Habría que analizar caso por caso”, apunta
Cueto.
Fuente: www.elpais.com
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