Artículos de Opinión | Alberto Garzón | 26-01-2014 |
Si
hiciésemos una foto a la sociedad española en el momento actual, a inicios de
2014, probablemente lo primero que nos llamaría la atención es el explícito y
permanente conflicto político. Las calles se han llenado en los últimos años de
ciudadanos que defendemos espacios de poder que en otro tiempo creíamos
asegurados. Cuestiones educativas, sanitarias, de vivienda, salariales,
laborales en general o, sencillamente, una mezcla de todo. El proceso de
desamortización social que estamos viviendo es real y, de hecho, puede
explicarse atendiendo a sus fundamentos económicos y a la necesidad de
supervivencia de un sistema económico implacable con el ser humano. No
obstante, creo que podemos señalar tres factores que ayudan a entender el mapa
político en el que nos situamos.
En
primer lugar, hasta el momento las luchas sectoriales han predominado sobre las
luchas estructurales. Las diferentes mareas, que expresan un movimiento de
protesta heredero del 15M, no han terminado de confluir en una gran marea o tsunami
ciudadano. En segundo lugar, la actitud es esencialmente defensiva. La
percepción es que estamos ante una regresión social efectiva, y que el deber
moral o la necesidad vital trata de impugnar. Y en tercer lugar, la
manifestación institucional de todo ello es el desencanto y el descrédito
respecto al sistema político, por un lado, y el creciente peso relativo de
organizaciones políticas que tratan de canalizar el descontento, por otro lado.
Este
último punto merece la pena abordarlo con rigor. Se ha hablado de desplome
del bipartidismo, y bien creo que es así. La ciudadanía ha dejado de
confiar, en términos generales, en los dos partidos políticos que han
gestionado el país durante el tiempo en el que se gestaba el desastre actual.
La intención de voto parece un buen indicador de ello. Sin embargo, ese
fenómeno no se ha traducido en un ascenso igual de otras formaciones políticas.
En realidad, la verdadera beneficiada del proceso es la suma de la
abstención y el voto en blanco. Los datos no dejan lugar a dudas:
Probablemente
esto se deba a que los ciudadanos no impugnan únicamente el bipartidismo sino el
sistema político mismo. Asociada la política institucional española a un eje
izquierda-derecha, donde PSOE y PP representaban ambos polos, el fracaso de
ambos partidos es también el fracaso de ese eje como forma de identidad
política. Que es, no cabe duda, el eje dominante en el que ha operado la
política desde la Revolución Francesa.
Así
las cosas, no podemos quedarnos en la epidermis del problema. Tratemos, más
bien, de profundizar en las causas últimas de este fenómeno. Y me parece
encontrar al menos tres importantes. La primera, el proceso de desdemocratización
de las instituciones públicas, que incluye la mercantilización del espacio
público y el regalo de los instrumentos políticos a instituciones alejadas de
la ciudadanía (como el BCE o la Comisión Europea). El efecto es que la gente no
siente que el Parlamento sea útil, en un sentido amplio. La segunda, que los
casos de corrupción se perciben como generalizados y se asocian a la estructura
oligárquica de los partidos políticos, desconectados totalmente de los
representados. Así, a partir de la falta de mecanismos radicalmente
democráticos en los partidos se ha creado un imaginario de clase política
corrupta que lo abarca y contamina prácticamente todo. La tercera, que la
frustración natural producto de una grave crisis económica se dirige a quienes,
al menos formalmente, deberían dar respuesta a los problemas de la ciudadanía y
sin embargo no lo están haciendo. ¿A quién interpelar sino a los formalmente
propios representantes?
En
este contexto Izquierda Unida está consiguiendo sentirse representante de,
aproximadamente, el mismo porcentaje de representados que en 1996. Pero a la
vez es incapaz de absorber el desencanto político que está, por el contrario,
nutriendo las filas de la abstención y el voto en blanco. Esa creciente
abstención proviene fundamentalmente de las filas de los dos partidos
mayoritarios, y probablemente poco o nada identificados con las posiciones más
radicales del eje izquierda-derecha.
Lo
que tenemos es un sector cada vez más amplio de la ciudadanía que no se siente
representado y que está, de facto, fuera del sistema político. Está
desilusionado, desencantado, destensado políticamente. Sin embargo, según las
encuestas es un sector que simpatizó con el 15M, apoyando su filosofía e incluso
sus propuestas, pero también con la Plataforma de Afectados por las Hipotecas.
Es un sector, como apunta Fernández Liria en su reciente artículo, que comparte
con los sectores más ideologizados las reivindicaciones sociales de
resistencia, esto es, posee un sentido común que dice que no es justo
que nos roben nuestros derechos. Por lo tanto no es un sector despolitizado per
se, sino un sector sencillamente sin ilusión política. Perciben el actual
sistema como algo gris, producto de formas de organización que no se adecúan a
las necesidades sociales actuales.
Si
se acepta lo anterior entonces no tenemos más remedio que reconocer que no
estamos ante un problema de programa político, en el sentido clásico de
la palabra, sino en un problema de enfoque político. Porque si uno se
sigue moviendo en un marco con el que no se identifica un sector creciente de
la población, sólo puede aspirar a mantener reducidos porcentajes de
aceptación. Si, por el contrario, uno aspira a dar un salto cualitativo
entonces sabe que tiene que cambiar las formas organizacionales y de mensaje
para generar la ilusión, que es el requisito indispensable para poner en marcha
el programa sustantivo. Estamos ante la diferencia entre aspirar a gestionar el
15% del voto o por el contrario aspirar a construir mayorías sociales. Hay un
largo trecho entre ambas posiciones, a pesar de que se sitúen bajo el mismo
programa formal.
Un
ejemplo claro de todo esto ocurrió con el 15M. A nadie se le escapó que las
demandas formales de Democracia Real Ya, primero, y de las Asambleas
del 15M, después, eran en muchos casos plenamente coincidentes con el
programa de la izquierda alternativa y, particularmente, de IU. Sin embargo, IU
no logró por si sola canalizar la frustración del modo masivo que sí lo consiguió
el 15M. No era tampoco entonces un problema de programa político.
Lo
que estoy diciendo es que la Revolución Social tiene que ir
necesariamente de la mano de la Revolución Política. Y esto,
naturalmente, no es nada nuevo. Ya Louis Blanc lo señaló en el siglo XIX cuando
trataba de convencer de las ventajas del republicanismo, como paradigma
político, a los trabajadores que empezaban a difundir ideas socialistas. Pero
también está vinculado con las formas de comunicación política, y tanto el jacobino
Robespierre como el bolchevique Lenin sabían que no había otra manera de
convencer y estimular al pueblo que a través de la palabra bien expresada. El
primero defendió sus tesis roussonianas con una consigna tan básico como
la del derecho a la existencia y el segundo no ignoró que los sesudos
debates de teoría marxista debían terminar traducidos en poderosas consignas
políticas como la de Paz, tierra y pan. Siempre los debates teóricos
fundamentan las ideologías, mientras que los discursos se sitúan en el plano de
la cristalización concreta. No en vano, Marx escribió El Capital, pero
también El Manifiesto Comunista.
¿Qué
hacer?
Pienso
que Izquierda Unida tiene que decidir a qué aspira como colectivo. Y si, como
pensamos algunos, nuestra aspiración es construir la mayoría social, entonces
tenemos que adaptar nuestra organización al contexto sociopolítico en el que
nos situamos. Ello pasa, necesariamente, por entender que los ciudadanos
estamos reclamando participación en todos los niveles. Queremos que nuestra voz
cuente, de modo que queremos que nuestros votos en democracia no sean
secuestrados por los bancos, las grandes fortunas o la troika. Pero
también queremos que nuestra voz como militantes cuente en la toma de
decisiones colectivas de la organización. ¡Y que ocurra lo mismo como
trabajadores en las empresas! Se trata, en resumen, de democratizar todo
espacio de la vida política.
De
ahí que una de las formas de recuperar la ilusión de quienes han tirado la
toalla pase también por democratizar las instituciones del Estado y las de
representación política. Es decir, un verdadero proceso constituyente que
proporcione nuevas reglas al juego democrático.
Y
ya tenemos debates que se sitúan en la superficie de esa cuestión. La
reclamación de primarias abiertas es un síntoma de que hay reivindicaciones de
esa naturaleza. Sin embargo, las primarias abiertas no suponen, a mi juicio,
solución ninguna. Y en su tipo ideal no tienen encaje ideológico en un partido
emancipatorio, como expuse hace unos días. Pero
incluso aceptando sus virtudes, que existen, las primarias se quedarían cortas
porque se refieren únicamente a la elección de candidatos. Y lo cierto es que
lo verdadera y sustancialmente democrático es la participación permanente del
representado en la tarea del representante. Es decir, llevar el debate a
aspectos tales como la rendición de cuentas, los revocatorios, la transparencia
y, desde luego, la habilitación de ágoras para debatir con sinceridad.
Se trata, como recordaba el otro día, de neutralizar la ley de hierro de la
oligarquía en el seno de las organizaciones políticas. De impedir, en
definitiva, que unas pocas personas ostenten el poder efectivo, y la soberanía,
que pertenece a la colectividad. Tanto en el Estado, donde el sujeto soberano
es el ciudadano, como en los partidos políticos, donde lo es el militante.
Si
aceptamos este enfoque entonces tampoco tenemos más remedio que aceptar que las
próximas elecciones europeas no son unas elecciones más. Son el primer punto de
encuentro de un ciclo político, compuesto por tres procesos electorales, que
responde a un contexto socioeconómico que abre la factibilidad de emancipación
social. Lo importante no es, ni ahora ni nunca, el resultado electoral per
se sino el tejido social que se logra articular de cara a un objetivo
político más ambicioso. Me parece más apropiado que el objetivo sea la
transformación de la frustración social existente –y ello remite lógicamente al
sector abstencionista- en un compromiso político bien definido, todo lo cual
únicamente puede lograrse a través de dos mecanismos. El primero, que la
organización se sitúe en el conflicto político cotidiano y no concentre todas
sus fuerzas en el ámbito institucional. El segundo, que permita en su seno la
total participación democrática, que es además la cuna de la legitimidad.
Por
eso la elección de la candidatura de Izquierda Unida para estas elecciones -y
la naturaleza del proceso correspondiente- no puede ser entendida como un mero
accidente en el terreno. Se trata de una oportunidad para comenzar un proceso
de adaptación organizativa a un contexto socioeconómico como el descrito más
arriba. Se trata de definir, también a través de las formas, si aspiramos al
15% o a la mayoría social.
En
efecto, iniciar un proceso de radicalidad democrática es, en realidad, ponernos
manos a la obra en la construcción de las mayorías sociales y trabajar por la
reconquista de la democracia. Dar al pueblo lo que le pertenece, su soberanía y
su derecho a la existencia, es a fin de cuentas el motor de todas las
revoluciones modernas.
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