Juan Antonio Molina | Periodista y escritor
nuevatribuna.es
| 28 Enero 2014 - 15:17 h.
Se suele
hablar al otro lado del Ebro del problema catalán. Pero sin embargo, cuando ese
concepto se vertebra desde un Estado sin identidad en el imaginario colectivo,
sin proyecto como nación, que empobrece a sus ciudadanos, que expande la
desigualdad, que limita los derechos y las libertades cívicas, y que, por
tanto, carece de lo que Mommsen, al tratar de describir las costumbres del
pueblo romano, llamaba un vasto sistema de incorporación, se convierte
irremediablemente en un Estado fallido. Un Estado que al no ofrecer soluciones
se torna en el problema. Por lo que con mayor propiedad habría que hablar del
problema español.
La rigidez
del sistema basado en el pactismo olvidadizo de la transición y en una
democracia débil con tendencias oligárquicas produce unas actitudes que llevan
a una situación en que para todo es demasiado tarde. Resolver las cuestiones
sustantivas que se compadecen con la misma estructura territorial del Estado
apelando al orden público sin contar con el clima cívico y la conciencia creada
en un amplio segmento de la ciudadanía catalana es reconocer la incapacidad del
régimen para resultar acogedor a la pluralidad que representa la realidad del
país. En el fondo, se trata de mantener vivos los viejos defectos decimonónicos
de los que advertía Azaña cuando sentenciaba del siglo liberal y reaccionario
que se hizo incompatible con el pluralismo cultural y político dentro de la
unidad de soberanía del Estado.
La
esclerosis política impuesta por el régimen de poder que consolidó la
transición ha mantenido el ascua mortecina de un nacionalismo español anclado
en los tópicos retardatarios de siempre, que tanto mimó el franquismo,
fermentados en un espacio político donde el debate ideológico se ha diluido
ante un pragmatismo ad hoc al establishment que expulsa de su formato
polémico elementos sustanciales de la vida pública. Esto conlleva la ruptura de
todo diálogo social y la imposición de una sola realidad que implica que
cualquier circunstancia en el ámbito político tenga que resolverse en términos
de vencedores y vencidos. El ecosistema conservador siempre ha mostrado poca comprensión
para todo aquello que no fuera concebir la verdad como coincidente con sus
deseos e intereses lo que le lleva a una visión restrictiva y reduccionista de
los problemas y que las soluciones sean cada vez más exóticas ya que, como
afirmaba Ortega, lo menos que podemos hacer, en servicio de algo, es
comprenderlo.
El Partido
Socialista, por su parte, también en este caso se ha dejado arrastrar por un
pobre eclecticismo adaptativo al sistema que le sitúa paradójicamente en contra
de su propia historia y de sí mismo. Incapaz de generar un paradigma diferente
al que impone el microclima conservador, se desnaturaliza en la torcida
creencia de que la ideología es una pesada carga que pone en peligro el pacto
de la transición y, como consecuencia, su estatus oligárquico de “partido de
gobierno.” Es como si el PSOE hubiera sido creado para este régimen y su
obsesiva actitud conservadora le hubiera hecho desistir de su vocación de
cambio e incluso de la capacidad de construir un modelo avanzado de sociedad.
La imposición
desde el otro lado del Ebro de la deriva del PSC en un momento tan sensible de
la realidad catalana, supone arrinconar un elemento importante como el
catalanismo de izquierdas que tantos éxitos le ha dado al socialismo. Algunos
dirigentes del PSOE han tildado de error el compromiso de Zapatero cuando
afirmó que aceptaría el estatuto que viniera de Cataluña sin advertir que el
fracaso forzado por la derecha de aquel proceso estatutario puso en evidencia
los límites del Estado autonómico y marcó una ruptura en la relación entre
Cataluña y España.
Decía Azaña
que es imposible detener un arroyo con un espadón, como no se puede imponer a
los estados de ánimo y la conciencia ciudadana un régimen que se refugia en su
propia inmutabilidad y en la extremaunción de los valores cívicos, de la
calidad democrática, de la sensibilidad social, todo ello propiciado por
intereses plutocráticos y la ideología más reaccionaria de la derecha que
produce aquello que definió Jean Baurdrillard al destacar que en la ilusión
del fin a partir de una cierta aceleración produce una pérdida de sentido. La
implantación del autoritarismo en los intersticios del Estado ha convertido la
crisis no sólo en ruina y desequilibrio social, sino en descomposición donde
los objetivos son tan poco confesables que propician una pérdida general
de sentido y, como consecuencia, déficit de identidad y habitabilidad en el
Estado para ciudadanos y territorios
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