En estos inicios del siglo XXI uno de los temas políticos más recurrentes
es el proyecto ideológico de las izquierdas, sea el socialdemócrata o el
comunista. Ambas corrientes andan totalmente desarboladas y desorientadas, sin
que acierten a construir un mensaje claro y a presentar unas alternativas
creíbles e ilusionantes frente al apogeo ideológico y claridad en sus
convicciones de la derecha neoliberal. Lo dijo provocadoramente Saramago poco
ha “La izquierda no tiene ni puta idea del mundo en que vive”. Tras preguntarse
dónde está la izquierda, su respuesta fue contundente: por ahí, humillada,
contando los míseros votos recogidos y buscando explicaciones al hecho de ser
tan pocos. Lo que llegó a ser, en el pasado, una de las mayores esperanzas de
la humanidad, apelando a lo mejor del ser humano, hoy se está asemejando más y
más a sus enemigos.
Desde finales del XVIII, la izquierda europea, en sus diferentes denominaciones, ha sido portadora de un proyecto: el impulso del progreso, la preparación de la revolución o la causa de una clase, invocando siempre a la historia que jugaba a su favor. Tras la decadencia del proletariado industrial, y más todavía tras el final de la Unión Soviética, la izquierda europea parece haberse quedado sin agente, sin proyecto e incluso sin historia, ya que esta no ha cumplido sus predicciones. Obviamente esto es lo que les ha ocurrido a los comunistas, pero ha perjudicado gravemente a la socialdemocracia. Sin una clase trabajadora, sin un objetivo revolucionario a largo plazo, sin una razón suficiente para pensar que su proyecto triunfará en la historia, la socialdemocracia se ha convertido hoy en lo que temían sus fundadores del siglo XIX si abandonaban sus principios ideológicos y su afiliación de clase: el ala avanzada del liberalismo reformista de mercado. No obstante, lo mismo que el fracaso del comunismo soviético la ha liberado de la hipoteca de las expectativas revolucionarias, la socialdemocracia no puede quedar reducida a defender lo ya conseguido: el Estado de bienestar. De ser así, de no defender más que eso, es una fuerza conservadora. Según Eric Hobsbawn la socialdemocracia sufrió una profunda crisis en los años 70 del siglo pasado, ya que sus objetivos en buena parte de Europa occidental habían sido alcanzados como el Estado de bienestar, lo que supuso, que esa izquierda se quedó sin programa. Ni siquiera el de construir una sociedad distinta, porque tras el fracaso del modelo soviético, ya no existían modelos de una sociedad semejante. Ni el de reformar las sociedades existentes, ya que el ala socialdemócrata solo proponía la conservación de todo lo alcanzado. De ahí un cambio conceptual importante. Hoy la izquierda socialdemócrata no defiende el cambio, quien sí lo hace a partir de los años 70 es el neoliberalismo que manteniendo convicciones tradicionales de la derecha como el patriotismo, la religión, el elitismo, aboga por cambios sociales radicales: eliminar el Estado de bienestar.
Desde finales del XVIII, la izquierda europea, en sus diferentes denominaciones, ha sido portadora de un proyecto: el impulso del progreso, la preparación de la revolución o la causa de una clase, invocando siempre a la historia que jugaba a su favor. Tras la decadencia del proletariado industrial, y más todavía tras el final de la Unión Soviética, la izquierda europea parece haberse quedado sin agente, sin proyecto e incluso sin historia, ya que esta no ha cumplido sus predicciones. Obviamente esto es lo que les ha ocurrido a los comunistas, pero ha perjudicado gravemente a la socialdemocracia. Sin una clase trabajadora, sin un objetivo revolucionario a largo plazo, sin una razón suficiente para pensar que su proyecto triunfará en la historia, la socialdemocracia se ha convertido hoy en lo que temían sus fundadores del siglo XIX si abandonaban sus principios ideológicos y su afiliación de clase: el ala avanzada del liberalismo reformista de mercado. No obstante, lo mismo que el fracaso del comunismo soviético la ha liberado de la hipoteca de las expectativas revolucionarias, la socialdemocracia no puede quedar reducida a defender lo ya conseguido: el Estado de bienestar. De ser así, de no defender más que eso, es una fuerza conservadora. Según Eric Hobsbawn la socialdemocracia sufrió una profunda crisis en los años 70 del siglo pasado, ya que sus objetivos en buena parte de Europa occidental habían sido alcanzados como el Estado de bienestar, lo que supuso, que esa izquierda se quedó sin programa. Ni siquiera el de construir una sociedad distinta, porque tras el fracaso del modelo soviético, ya no existían modelos de una sociedad semejante. Ni el de reformar las sociedades existentes, ya que el ala socialdemócrata solo proponía la conservación de todo lo alcanzado. De ahí un cambio conceptual importante. Hoy la izquierda socialdemócrata no defiende el cambio, quien sí lo hace a partir de los años 70 es el neoliberalismo que manteniendo convicciones tradicionales de la derecha como el patriotismo, la religión, el elitismo, aboga por cambios sociales radicales: eliminar el Estado de bienestar.
Podría ser un referente para las
izquierdas el pensamiento del intelectual portugués, Boaventura de Sousa
Santos, divulgado en una carta a las izquierdas en la que analiza su futuro,
que no lo cuestiona., aunque no será una continuación lineal de su
pasado. La izquierda es un conjunto de posiciones políticas que comparten
el ideal de que los seres humanos tienen todos el mismo valor, y que son el
valor más alto. Ese ideal es puesto en cuestión siempre que hay relaciones
sociales de dominación, como se dan en el capitalismo, aunque no es la única.
En nombre de la izquierda se cometieron atrocidades contra la izquierda;
pero, en su conjunto, las izquierdas dominaron el siglo XX (a pesar del
nazismo, el fascismo y el colonialismo) y gracias ellas el mundo se volvió más
libre e igualitario. Este siglo corto de las izquierdas terminó con la caída
del Muro de Berlín. Los últimos treinta años fueron marcados, por un lado, por
una gestión de ruinas y de inercias y, por el otro, por la emergencia de nuevas
luchas contra la dominación, con otros actores y otros lenguajes que las
izquierdas no pudieron entender. Mientras tanto, liberado de las izquierdas, el
capitalismo volvió a mostrar su vocación antisocial. Es urgente reconstruir las
izquierdas para evitar la barbarie. ¿Cómo? Con la aceptación de las siguientes
ideas. Una comprensión intercultural del mundo. El capitalismo concibe a la
democracia como un instrumento de acumulación; y si es preciso la reduce a la
irrelevancia o prescinde de ella, por ello la defensa de la democracia de
alta intensidad debe ser la gran bandera de las izquierdas. El capitalismo es
amoral, no entiende el concepto de dignidad humana; y precisa otras
formas de dominación para florecer, del racismo al sexismo y la guerra, y todas
deben ser combatidas. La experiencia del mundo muestra que hay inmensas
realidades no capitalistas, guiadas por la reciprocidad y el cooperativismo. La
relación de dominación de los humanos con la naturaleza debe ser combatida, ya
que el crecimiento económico no es infinito. La propiedad privada sólo es un bien
social si es una entre varias formas de propiedad y si todas están protegidas.
El siglo corto de las izquierdas fue suficiente para crear un espíritu
igualitario entre los seres humanos; un patrimonio de las izquierdas que ellas
han estado dilapidando. El Estado es un animal extraño, mitad ángel y mitad
monstruo, pero, sin él, muchos otros monstruos andarían sueltos, insaciables, a
la caza de ángeles indefensos. Mejor Estado, siempre; menos Estado, nunca, al
ser la mejor institución intermedia para defender al ciudadano de las fuerzas
desbocadas e insolidarias del mercado. Con estas ideas, las izquierdas seguirán
siendo varias, aunque ya no es probable que se maten unas a otras y es posible
que se unan para detener la barbarie que se aproxima.
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