Antonio Antón |
Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
nuevatribuna.es | 02 Enero 2014 - 16:33 h.
La
desigualdad social y, específicamente, la desigualdad socioeconómica, está
adquiriendo, de nuevo, gran relevancia para la sociedad. Ha pasado al primer
plano de las preocupaciones de la población y se refleja en el ámbito político.
Ha sido reconocida como importante problema por personalidades mundiales como
Obama y el Papa Francisco, así como por instituciones internacionales nada
sospechosas de izquierdismo como el Banco Mundial y la OCDE. Podemos decir que,
en el año 2013, se ha convertido en uno de los temas más significativos entre
la opinión pública y reconocido en los medios de comunicación. La evidencia de
esa realidad, la relevancia de la nueva cuestión social, se impone en las
distintas esferas.
No
obstante, existen desacuerdos sobre su dimensión, sus características y sus
causas, cómo afecta a los distintos sectores sociales y cómo se está
configurando la nueva estratificación social, los ganadores y los perdedores.
Y, sobre todo y conectado con todo ello, qué posiciones normativas y dinámicas
de cambio sociopolítico se están generando para deslegitimarla frente a los
planes neoliberales para reforzarla o infravalorarla.
La
deslegitimación de la desigualdad social
Existe
un amplio rechazo ciudadano y masivas resistencias populares frente a la
situación de desigualdad social, reforzada por la crisis socioeconómica y la
política dominante de austeridad. Sus expresiones más directas son el paro
masivo, la reducción del poder adquisitivo de los salarios medios y bajos y el
recorte de los servicios públicos –sanidad, enseñanza…- y la protección social
–pensiones y desempleo-. Afecta a la deslegitimación de los poderes públicos,
por su gestión regresiva, pone el acento en la exigencia de responsabilidades
de los causantes de la crisis socioeconómica y plantea un cambio de rumbo, más
social y democrático. Es crucial el desarrollo de la pugna cultural por la
legitimidad de la actuación de los distintos agentes respecto de la desigualdad
social.
Para
profundizar en su análisis y la oposición a la misma, hay que responder a
varios interrogantes: a quién beneficia la distribución de rentas, recursos y
poder; cuál es la nueva dinámica de segmentación social, y cómo se está
configurando una cultura popular y una práctica social democratizadora y de
resistencia frente a la involución institucional y socioeconómica. Pero con la
realidad percibida, ya existe un mayor conflicto social entre, por una parte,
los bloques de poder financieros y políticos, con la gestión antisocial e
ineficaz de las principales instituciones económicas y políticas, y, por otra
parte, las corrientes sociales indignadas, los movimientos de protesta social
progresista y la izquierda social y política.
El
debate político, social y académico sobre la desigualdad, sus consecuencias y
sus causas, se conecta con el análisis e implementación de qué actitudes y
reacciones se están produciendo en la ciudadanía, qué agentes sociales y
políticos están interesados en su reducción y qué estrategias y medidas son las
apropiadas para revertirla y construir un modelo económico y social más
igualitario y un sistema político e institucional más democrático. El
establishment económico e institucional continúa con una gestión antisocial y
autoritaria, y aunque reconoce parcialmente la realidad de la desigualdad
social y el malestar ciudadano, intenta eludir sus responsabilidades y desviar
el camino, socialmente más adecuado, para revertirla.
Dada
la gran legitimidad ciudadana de la reducción del paro y la creación de empleo
decente, así como el gran apoyo popular a los derechos sociolaborales, la
protección social y el Estado de bienestar, el Gobierno (y sectores afines)
intenta anclar su política haciéndola pasar como medio necesario e inevitable
para esos objetivos. Las medidas de destrucción de empleo, las reformas
laborales o la reducción de la protección al desempleo dice que son mecanismos
para ‘crear empleo’, intentando generar división entre la gente empleada y
parada. Los recortes sociales en protección social –pensiones-, educación o
sanidad y el proceso de deterioro de los servicios públicos los presenta como
medios para la ‘sostenibilidad’ del Estado de bienestar.
Pero
sus ideas de que el empleo (de mañana) se crea con el mayor desempleo de hoy, o
que el Estado de bienestar se asegura desmantelándolo, no son aceptables para
la mayoría ciudadana, a pesar de la gran ofensiva mediática. Esa disociación
discursiva y ética de pretender justificar unas medidas regresivas como medios
(negativos) para unos fines (positivos) de bienestar no termina de cuajar en la
mayoría de la población, que manifiesta su desacuerdo con su carácter injusto y
antisocial. Tampoco los portavoces progubernamentales son capaces de imponer la
idea de que son sacrificios parciales y provisionales, en aras de un futuro mejor
o para el interés general. Es más realista la idea, que sigue compartiendo la
ciudadanía indignada, de que esas políticas regresivas son más coherentes con
sus auténticos fines: por un lado, la reapropiación de riquezas y poder por las
oligarquías económicas y políticas, y, por otro lado, la ampliación la
desigualdad de la mayoría de la población, con una posición más precaria,
subordinada e injusta.
Igualmente,
las principales instituciones internacionales, como la OCDE, aun reconociendo
elementos extremos de la desigualdad, pretenden neutralizar las opciones para
su transformación, eludir las responsabilidades del mundo empresarial e
institucional y situar su (pretendida) solución en los sobreesfuerzos
individuales de la población: la ‘empleabilidad’, echando la responsabilidad
del desempleo masivo en la inadaptación profesional de trabajadores y
trabajadoras; o bien, a la opción de más esfuerzo educativo de los jóvenes,
cuando existe una generación muy cualificada académicamente sin poder encontrar
empleo decente y se redobla la desigualdad de oportunidades ante los auténticos
problemas educativos.
Siguiendo
esas orientaciones, la Ley Wert (y previsiblemente la inmediata reforma
universitaria) profundiza la dinámica segmentadora y elitista y debilita el carácter
integrador de la escuela pública. En un campo tan sensible para el desarrollo
de capacidades e igualdad de oportunidades del alumnado, se acentúan las
tendencias regresivas: fracaso escolar y abandono educativo prematuro,
segmentación de las redes escolares y prioridad a la privada-concertada,
división temprana de itinerarios, desdén institucional hacia alumnos con
dificultades educativas y origen socioeconómico bajo e inmigrante, mayor
segregación por sexo, retroceso de la laicidad, infravaloración de una
formación profesional de calidad…. Se favorece a las élites y los privilegios
de la Iglesia Católica y se refuerza el control social y el autoritarismo en la
escuela, como ya viene aplicando el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid
(ejemplos extremos, entro otros, son la imposición del nuevo equipo directivo
en el Instituto Beatriz Galindo o la presión contra el director y el
profesorado del Instituto Matías Bravo, de Valdemoro).
Grandes
instituciones y Gobiernos europeos, al mismo tiempo que insisten en la
continuidad de la austeridad, con sus efectos desigualitarios y de
empobrecimiento, particularmente en el Sur, intentan sortear los procesos de
deslegitimación popular. Los minusvaloran mientras no sean intensos y
profundos. El mayor riesgo para los poderosos es la aparición de dinámicas de
resistencia popular y democrática que cuestionen la estabilidad de su hegemonía
política e institucional. Es cuando el poder establecido redobla su ofensiva
política, autoritaria y mediática, frente a la reafirmación de la legitimidad
ciudadana y la capacidad movilizadora y representativa de los movimientos
sociales progresistas o agentes sociopolíticos que, al amparo de una amplia
cultura cívica, cuestionan sus estrategias y su gestión liberal-conservadora.
Se establece una pugna cultural y sociopolítica, soterrada o abierta, con gran
desigualdad de poder y de futuro incierto, entre la ciudadanía activa, con
fuerte apoyo popular, y la oligarquía de los poderosos, mientras permanecen
confusos, pasivos o temerosos, sectores significativos de la sociedad. El
proceso de deslegitimación de la desigualdad social, en España y a nivel
europeo y mundial, ya ha comenzado. Falta consolidarlo y fortalecer la dinámica
por la igualdad.
Relevancia
de la nueva ‘cuestión social’
La
cuestión social, con nuevas características, está adquiriendo de nuevo gran
relevancia en la sociedad. La desigualdad socioeconómica se incrementa, pese a
las interpretaciones liberales o posmodernas que aventuraban su superación o
irrelevancia. Veamos algunos elementos que explican su dimensión y la
importancia de sus implicaciones.
En
primer lugar, se ha puesto de manifiesto la gravedad de la crisis
socioeconómica y la reducción de empleos y rentas salariales, con paro masivo y
descenso de la capacidad adquisitiva de los salarios medios y bajos. Esos
ajustes en el mercado de trabajo conllevan una amplia transferencia de rentas
hacia el capital, los beneficios empresariales y las élites económicas. Se han
acompañado de una reestructuración regresiva del Estado de bienestar, con su
segmentación y privatización parcial y la contención del gasto público social o
su reducción por habitante. Al mismo tiempo, se han promovido reformas
‘estructurales’ y fiscales que disminuyen las transferencias de rentas y
prestaciones sociales para capas populares y desfavorecidas y deterioran la
calidad de los servicios públicos. Por tanto, se ha ampliado la desigualdad
social y sus graves consecuencias para la mayoría de la población, con procesos
de empobrecimiento, segmentación y desvertebración social.
Se
produce en el contexto de una crisis sistémica, profunda y prolongada, y
políticas regresivas de los gobiernos e instituciones europeas. La estrategia
liberal conservadora es la dominante en la UE. Pone el énfasis en las medidas
de austeridad que acentúan el estancamiento económico, con paro masivo, recorte
de los derechos sociolaborales, mayor desequilibrio en las relaciones
laborales, restricción del gasto público social, deterioro de los servicios
públicos y los sistemas de protección social –pensiones y protección al
desempleo- y una desigual distribución de los costes de la crisis, en beneficio
del poder financiero que es quien la causó. Todo ello profundiza las brechas
sociales y el impacto negativo para la situación económica y sociolaboral, las
trayectorias vitales y las perspectivas inmediatas de la mayoría de la sociedad
y, especialmente, de los jóvenes.
En
segundo lugar, frente a la idea dominante en las instituciones internacionales
sobre las características y causas de la desigualdad, que apuntan a factores
impersonales como la globalización, la financiarización de la economía o la
innovación tecnológica, hay que destacar la responsabilidad de sus causantes
directos con el apoyo e instrumentalización a su favor de esos fenómenos: el
poder financiero y los grandes inversores junto con la clase gobernante,
desreguladora y gestora de la austeridad. Los rasgos principales y la causa
inmediata del aumento de la desigualdad socioeconómica han venido por el
incremento del desempleo, los bajos salarios y los recortes sociales y de la
protección social. Y han obedecido a una consciente estrategia
liberal-conservadora y antisocial del poder establecido, financiero,
empresarial y político-institucional que, aprovechando esas circunstancias
desfavorables para la población, han apostado por un reequilibrio de poder y
distribución de rentas a su favor.
En
tercer lugar, el significativo incremento de la desigualdad socioeconómica y la
inaplicación de estrategias políticas adecuadas para revertirla, está
influyendo, especialmente en los países del sur europeo, en la deslegitimación
de los bloques de poder, financiero e institucional, representado por Merkel y
la Troika (Comisión europea –CE-, Banco Central europeo –BCE- y Fondo Monetario
Internacional –FMI-). La clase gobernante, especialmente en los países europeos
periféricos, aparece como responsable de una gestión regresiva que perjudica a
la mayoría de la población. Se percibe como problema no como solución. La
disminución de la credibilidad ciudadana de los gestores gubernamentales y la
pérdida de la confianza popular en los líderes políticos se acentúan al dar la
espalda a la opinión mayoritaria de la sociedad, por incumplir sus compromisos
con la ciudadanía y sus respectivos electorados y dejar en un segundo plano el
interés de las personas y sus demandas.
En
cuarto lugar, la desigualdad socioeconómica y la política de austeridad y
recortes sociales y laborales se están confrontando con una amplia conciencia
popular democrática y de justicia social. Se percibe la menor funcionalidad del
sistema político para satisfacer las demandas populares, que desarrolla rasgos
autoritarios. Así, el descontento social y la indignación ciudadana que produce
la desigualdad y la crítica al carácter regresivo y poco democrático de la
gestión gubernamental de las derechas, están generando un mayor desarrollo y
legitimidad de la protesta social progresista, junto con la activación de una
masiva acción colectiva, canalizada por distintos agentes sociopolíticos. Se
prolonga el deterioro de la cohesión social, los derechos sociales y la
integración sociocultural, se profundiza la mayor subordinación e incertidumbre
de franjas amplias de la población y empeora su situación material. Se generan
menores garantías para las trayectorias laborales y vitales de los jóvenes,
particularmente de capas medias y bajas y, especialmente, de origen inmigrante.
Todo ello desacredita a las élites económicas y políticas, sometidas a una
exigencia cívica de regeneración y reorientación de su papel. Por tanto, existe
una interacción entre el empeoramiento de las condiciones socioeconómicas de la
población y la percepción de su carácter injusto, con el amplio rechazo
popular, y la significativa exigencia de cambio social y político.
En
consecuencia, para la sociedad, la desigualdad social se ha convertido en un
problema fundamental. La actitud crítica de la mayoría de la ciudadanía ante
ella, la amplitud de las protestas sociales progresistas y la acción de los
diferentes agentes sociales y políticos ha cobrado una nueva dimensión,
cuestionando la política de austeridad, los abusos de los mercados y el poder
financiero y la falta de legitimidad de la gestión institucional dominante.
No
obstante, la cuestión social presenta unas características distintas a las de
otras épocas históricas, se produce en un contexto europeo y mundial particular
y la conformación de las distintas fuerzas sociopolíticas tiene rasgos
específicos. Se ha aludido a que ésta es una crisis sistémica, interpretada no
como derrumbe, sino como dificultad de los sistemas o el poder, económico,
político e institucional europeo, para cumplir su función social de asegurar el
bienestar de la población y su legitimidad ciudadana. Pero, además de sus
consecuencias negativas, es también oportunidad para el cambio, para potenciar
opciones sociopolíticas transformadoras, frente al fatalismo que pretenden
imponer los poderosos, con su discurso de la inevitabilidad de sus políticas
regresivas y la demonización de las dinámicas, fuerzas y alternativas que
resisten y apuestan por el cambio.
En
definitiva, adquiere especial relevancia la nueva ‘cuestión social’, con
elementos comunes con otros momentos históricos de crisis e incertidumbre.
Pero, tiene unas características específicas y un impacto sociopolítico
particular, en el marco de unas tendencias sociales ambivalentes. La
problemática de la desigualdad social, las condiciones materiales de la
población (empleo, vivienda, educación, salud, protección social…) y los derechos
sociales, económicos y laborales han pasado a primer plano de la actualidad.
Son un foco de preocupación pública y sociopolítica, interpretado
mayoritariamente desde una cultura cívica, frente a (o en combinación de) otras
tendencias segregadoras o de competencia individualista e intergrupal. O bien,
ante el incremento de las brechas sociales, se refuerzan dinámicas
nacionalistas entre los países del Norte y del Sur o en el interior de los
mismos. Todo ello está ligado, por una parte, al intento de reafirmación del
poder financiero neoliberal, junto con una gestión política antisocial y poco
democrática y el desvío de sus responsabilidades, y, por otra parte, a la
persistencia de una cultura ciudadana democrática y de justicia social, la
amplia indignación popular y la masiva protesta social de una ciudadanía
activa.
Este
conjunto de elementos constituye una nueva realidad social para cuyo análisis
no son suficientes las interpretaciones dominantes y las teorías clásicas
anteriores. Ello exige un esfuerzo de rigor analítico, elaboración de otros
conceptos y un nuevo lenguaje. Supone un emplazamiento también para los
pensadores progresistas, para avanzar en una nueva teoría social crítica que,
en conexión con el debate social y la acción colectiva, permita una mejor
interpretación de estas dinámicas y facilite instrumentos normativos para su
transformación.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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